La jovial anacronía de la universidad
La Universidad, en tanto que institución milenaria, tiene un tiempo propio que hay que aprender, una y otra vez, a redescubrir, cultivar, defender y afirmar en medio de las vicisitudes históricas. En torno a ese tiempo que le es propio se despliega un espacio de excepción ligado a tres ejes que fundan su compromiso con la transmisión de las vertientes más nobles de la cultura: pensar, crear e investigar. Estos ejes traspasan las demarcaciones disciplinarias, las técnicas pedagógicas y los reclamos de adaptación a la norma social. Se trata de un traspaso que es también la travesía de una experiencia común que sostiene y fomenta las iniciativas singulares del componente medular de la cultura universitaria: estudiantes y profesores. El encaje administrativo, por más portentosa que hayan llegado a ser sus ambiciones, en virtud del creciente proceso de tecno-burocratización de las sociedades modernas, tendría que verse reducido drásticamente para dar cauce al reconocimiento del tiempo propio de la cultura universitaria.
El tiempo propio de la cultura universitaria no puede estar sujeto a las exigencias del marketing y de la publicidad. No es el criterio del negocio y de la comercialización de los saberes lo que va a permitir cultivar el noble legado del pensamiento, de las artes (incluyendo, por supuesto, a las tecnologías) y de las ciencias. La educación, como afirmara nuestra recordada colega Mara Negrón, no es un negocio ni es negociable. Tampoco puede su espacio de excepción quedar subordinando al supuesto de que la Universidad es una institución del Estado que ha de ser útil al gobierno o a la sociedad. Hay que decirlo contundentemente: la Universidad no es del Estado ni del Pueblo. Estas no son más que abstracciones que se prestan a las consabidas y desprestigiadas manipulaciones de los partidos políticos y de las ideologías populistas. La Universidad es de los ciudadanos, es decir, de todos y cada uno de los que contribuimos financieramente, y con nuestra energía, a su sostenimiento. Los graves problemas de nuestra sociedad, y no solamente de nuestra Universidad, no se resuelven solamente con astucias y destrezas económicas, siguiendo las recetas de aquellas agencias que son directamente responsables del descalabro y la corrupción estructural que arropa el planeta. Es indispensable una profunda transformación de la cultura que pueda poner en marcha nuevos criterios de inteligibilidad que afirmen la vida, la alegría y la práctica de la sabiduría.
Por la misma razón, ninguna ley o legislación, por bien intencionada que sea, está en condiciones de hacerle justicia a la Universidad, en Puerto Rico o en cualquier parte del mundo, si no reconocen las indispensables condiciones materiales e intelectuales para el libre ejercicio del pensamiento, la disciplinada labor de todo acto creador y la ardua tarea de la investigación. Dejo claro que la investigación no puede estar subordinada a la búsqueda de fondos externos, siguiendo el modelo mercenario del manejo empresarial – el Business Management – que ha acaparado a nivel mundial la cultura entera. Hay que insistir en que no se trata de tener mucho dinero para pretender ser lo que no se es. Precisamente es esta falacia existencial del dinero (es decir: el dinero como aquello «que te hace creer que eres por tenerlo» – esta feliz frase es de la querida colega María de los Ángeles Gómez -) lo que sostiene el delirio capitalista como pauta reguladora de lo que podríamos llamar el «(des)orden (anti)social» contemporáneo. El tiempo propio de la Universidad y su espacio de excepción son un tiempo y un espacio de cuestionamiento de toda forma de servidumbre.
La jovial anacronía de la Universidad consiste en reafirmar el pensamiento, la creatividad y la investigación en medio de una situación mundial que de manera cada vez más confusa y desenfrenada pierde de vista lo esencial de la condición humana: la potencia de su entendimiento y el paciente cultivo de la sensibilidad. Al respecto, hay que decir que las nuevas tecnologías, con su apremio de constante renovación y obsolescencia programada, y por más que se proyecten como el futuro de las tareas educativas, no pueden renegar de aquellos tres ejes – pensar, crear e investigar – so pena de convertirse en gestores de la uniformidad y estulticia planetaria. En un planeta como el nuestro, donde «Las asimetrías de poder, así como la forma poco sistemática de tomar decisiones a nivel mundial desarrollada desde la Segunda Guerra Mundial, están teniendo un efecto desastroso sobre la salud humana»*, de poco sirven las nuevas tecnologías si están concebidas para fortalecer las grandes concentraciones de capital y la tiranía mundial de lo que podríamos llamar los Mind Suckers. Me refiero con ello a las poderosas corporaciones y multinacionales ligadas al gran negocio lucrativo de las telecomunicaciones, en particular el Internet, para de manera altamente sofisticada, tratar a los países del mundo como territorios poblados de mentecatos en nombre de la democratización y el derecho universal a la información.
Dicho esto, es el momento de formular, en nuestro contexto isleño, algunas preguntas incómodas y dolorosas, pero ineludibles. Primero: ¿tiene sentido hablar del tiempo propio y del espacio de excepción de la Universidad cuando la labor del profesorado tiende a diluirse en la mansedumbre de un funcionario del gobierno que consume sus horas de trabajo en la intriga, el chismorreo y los «pequeños narcisismos del poder» del que nos habla Freud; a la par que el estudiantado es concebido, y con frecuencia se percibe a sí mismo, como un cliente que busca satisfacer sus demandas, para ver cada vez más frustradas sus expectativas laborales? Segundo: ¿qué sentido tiene hablar del tiempo propio de la cultura universitaria si la dimensión intelectual, que es su razón de ser, ha sido devorada por un aparato administrativo que confunde los criterios axiológicos de la vida universitaria con los componentes jerárquicos de un estamento militar? Tercero: ¿tiene sentido hablar de «autonomía y democratización» de la Universidad en un país que, como el nuestro, lleva más de cien años secuestrado por el Congreso de los EE.UU. y las agencias federales de un régimen efectivamente plutocrático y cuya fachada de «democracia liberal» se apoya de facto en la corrupción estructural de sus instituciones, la altanería filantrópica y los pavoneos del gran capital?
Todo lo cual, hay que decirlo, rebasa por completo los «poderes» del gobernador, legisladores y jueces del Tribunal Supremo de este más que centenario y «exitoso» experimento colonial que es Puerto Rico. Más aún: ¿tiene sentido hablar siquiera de una «cultura universitaria» cuando dicho secuestro se ha llevado a cabo con el beneplácito de los gobiernos de turno y la fascinación de la gran mayoría de la población de esta isla con un estilo de vida basado casi exclusivamente en el consumo, el despilfarro, el desprecio de la tierra, el desdén por su riqueza y la ignorancia del mar que arropa su belleza? ¿Tiene sentido la propia existencia de la Universidad en una sociedad cada vez más lumpen, más vulgar, más grotesca, cada vez más parecida a un ghetto, sostenido por la usurpación de los subsidios federales, el lavado de dinero y la violencia corrosiva del narcotráfico?
Dada las últimas décadas de la crónica debilidad de pensamiento de la Legislatura de esta isla, y de sectores cada vez más amplios de la propia Universidad, es válido preguntarse si se está en condiciones de llevar a cabo cambios que repercuten en la prosperidad de lo que significa pensar, crear e investigar. Nuestro terruño – más un país «prenatal» que una nación «post mortem» –, vive una parálisis institucional que está profundamente ligada a la impotencia y pusilanimidad que nos gobiernan. Todo ocurre bajo el supuesto de que, pase lo que pase, Daddy Yankee sabrá qué hacer con este menjunje o despelote. El problema de fondo es histórico y político, y no solamente económico. No poca gente ilustre lo ha venido diciendo al menos desde la década de los ’70. Otros están en las cárceles gringas por haberlo denunciado con vehemencia. Importantes experimentos literarios no han dejado de ponerlo en evidencia.
Más recientemente, tres libros muy distintos entre sí, trascendiendo con elegancia las graves limitaciones endogámicas, insulares y localistas, que siguen pesando en nuestra cultura intelectual, se trenzan para sacar a relucir los aspectos más sórdidos y crudos de los tiempos que nos ha tocado vivir: la obra maestra de Giannina Braschi, The United States of Banana (2011), la extraordinaria novela Barataria de Juan López Bauzá (2012), y el lúcido ejercicio ensayístico de Miriam Muñiz Varela (2013) titulado Adiós a la economía. La madeja está ahí; pero no hay voluntad política, se nos dice. Sin embargo: ¿qué es lo que determina la voluntad si no es el deseo? ¿Y qué pasa cuando el deseo, como por ejemplo el deseo de independencia, que pasa por el deseo más básico de hacer algo digno con la propia vida, ha sido sofocado por ese empeño falsificador que es el «Estado Libre Asociado», la cobardía moral y el regodeo en la psico-patología de la dependencia?
Mientras tanto, mientras se sale o se prolonga ad nauseam este limbo, pienso que son tres las medidas institucionales concretas que habría que tomar para comenzar a dar pie, al menos, a un resguardo activo del tiempo propio y el espacio de excepción de nuestra Universidad: (1) derogar la Presidencia y convertir los predios del Jardín Botánico en un centro de estudio, creación e investigación; (2) derogar la Junta de Gobierno; (3) crear un Consejo de Rectores, elegidos por los miembros de la comunidad universitaria, que sean los que gobiernen fiscal y académicamente a la Universidad de Puerto Rico. Mientras tanto hay que preguntarse, también, si es todavía la Universidad un tiempo y un espacio apropiados para atesorar lo que puede efectivamente contribuir, no ya a un «proyecto de país», como suele decirse, sino a abandonar, de una vez y por todas, la «auto-culpable minoría de edad», de la que no habla Kant en su memorable ensayo sobre la Ilustración. En medio de los grandes desafíos de esta primera civilización mundial que es la nuestra, la única misión de la Universidad es recordar que lo que sostiene el pensar es el deseo de entendimiento; lo que sostiene el acto creador es la ruptura con la autocomplacencia; y lo que sostiene la investigación es el esfuerzo por compenetrarse con las condiciones reales de la existencia. Desde esta perspectiva, la jovial anacronía de la Universidad no significa otra cosa que una joven e intempestiva oportunidad para darse a la tarea de actualizar y profundizar en la experiencia ancestral de la inteligencia y el cultivo de la sensibilidad. ¿Es concebible, necesaria o deseable una ley o reforma universitaria que esté a la altura de esa tarea?
Una primera versión de este escrito fue leída en el foro «La Universidad que nos convoca» celebrado el 14 de febrero de 2014 en la Facultad de Estudios Generales del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico. El autor quiere agradecer a la Profesora Libia González y al Profesor Aarón Gamaliel Ramos la invitación que se le hiciera para participar en dicha actividad.