La Limonada
La mayoría de mis recuerdos de la finca La Limonada ocurren en los años 80 del siglo pasado y son estremecimientos elementales, de esos que surgen cuando a un niño se le deja ser y estar con la naturaleza. La primera vez que me perdí en un monte y tuve que mirar el cielo para orientarme, estaba en La Limonada. Fue en la terraza de la casa que por primera vez pelé una china a la perfección y me colgué la cáscara en espiral como adorno al cuello. De la mano de Pao Soldevila ensillé mi primer caballo de paso fino. Lo recuerdo porque el corazón se me quiso salir del pecho. La melena del caballo aún estaba húmeda del rocío.
La noche de la cabalgata es demasiado larga y aquí, donde se escucha la algarabía por todas partes, es más larga que en ninguna otra parte. El estruendo de los caballos entra por el camino angosto y si uno cierra los ojos por un minuto parecería que es el antiguo ferrocarril lo que está pasando. Cuando en el trote se comienza a hablar de héroes y personajes, Pao narra historias — las vividas, que son muchas; y las soñadas, que son más. En una mano lleva las riendas y en la otra un cucubano. Y entre relinchos y ladridos, hace que nazca en los niños un intenso amor por el campo. Sus anécdotas logran que los héroes escapen a la cantaleta de la patria sublimada para instalarse en las mínimas y complejas circunstancias de los mortales. Mientras la parte más densa del cielo se aplasta sobre la tierra, todo en mí se desalmidona, las actitudes valerosas de los héroes, la fragancia de las flores y el canto de los pájaros. Todo se encoge hasta endosar la estatura de los seres humanos.
Desde cualquier lugar de La Limonada puede verse la intensidad y la sencillez del mundo. En el campo todo se simplifica en tres: el sol, la lluvia y esa medida interior que es un atributo de la mirada con que uno se reconoce a sí mismo. Cuando la ciudad impone su visión de la realidad como si fuera una verdad completa e indiscutible, en La Limonada se entiende el empobrecimiento que trae consigo el desapego con la tierra.
A veces me pasa que el día hace más difícil señalar dónde comienza y dónde termina La Limonada. Tal vez sea que la gente se ha ido acostumbrando a que solo se oiga la cadencia del paso fino en la tabla. Por eso, para regresar, espero a que engrose la noche. A que la duda crezca a la vez que la noche cae, y en abrupto, el día se extinga.