La maleta amarilla: Crónica de una prepa en el Colegio de Mayagüez
A raíz de la discusión sobre el presupuesto de la Universidad de Puerto Rico durante la reciente huelga estudiantil de 2017, diariamente me preguntaba: “¿y si yo fuera prepa?” Me angustiaba pensar que los estudiantes que iniciarían sus estudios en agosto estuvieran ansiosos, exaltados, deprimidos por el panorama que se les dibujaba con respecto a su futuro. Pensaba que si yo hubiera afrontado una situación similar en el umbral de mi inicio universitario, tal vez hubiera sentido que mi futuro se derrumbaba. Tantas aspiraciones y sueños viniéndose abajo…
Esa preocupación por los prepas que ahora inician sus estudios me motivó a escribir esta crónica para compartirla con ellos y hacerles llegar este deseo ferviente: “Ojalá que cada uno de los nuevos estudiantes pueda completar sus estudios sin llevar sobre sus espaldas el peso injusto e impertinente de una deuda ajena; que sus anhelos se realicen y logren trabajar para el país reciprocando la educación adquirida. Y que puedan disfrutar la maravilla de adquirir el conocimiento mientras aprenden a concatenar los eslabones del compañerismo”.
A los nuevos prepas de los 11 recintos UPR,
a Rafa, que se estrena como prepa en Utuado y,
por supuesto, a Elliott Castro Tirado, Colegial a rajatabla.
“Me dediqué a la política porque nací en un pueblo esclavizado.
De haber nacido en un país libre, hubiera dedicado mi vida a las artes, a las ciencias.”
–Pedro Albizu Campos
Las incursiones clandestinas
Me escabullía por las tardes, tan pronto salía de la escuela. Aunque han pasado muchas lunas, aún recuerdo claramente esas incursiones clandestinas durante mi último año de escuela secundaria. Llevaba un programa de clases ecléctico, combinando cursos de los tres grados (10, 11 y 12), en un ejercicio de balance, para poder culminar la graduación con un año de antelación al que me correspondía. Concurrentemente, hacía las gestiones necesarias para solicitar admisión a la Universidad, una meta grabada en piedra.La peregrinación
No me di cuenta de que me iniciaba en una peregrinación. Llevar incrustada en el pensamiento la meta de los estudios universitarios en simbiosis con la tenacidad de concretar esa ensoñación escalonó hasta convertirse en un inspirador ritual que insuflaba con ánimo mi espíritu. Durante meses, obstinadamente, visitaba el casco urbano de Arecibo y llegaba hasta las tiendas Velasco, obedeciendo a una “necesidad” de corroborar que el objeto de mis deseos todavía se encontraba disponible. Aunque no vislumbraba aún cómo adquirirlo, necesitaba asomarme para asegurarme de que permanecía allí.
Caminaba desde la escuela hasta la calle principal del pueblo, donde Velasco mantenía una ubicación comercial envidiable en plena avenida De Diego. Obligatoriamente, debía pasar frente a los escaparates (en aquella época yo les llamaba vitrinas) de la tienda cuando caminaba desde la iglesia católica, el ayuntamiento o desde la plaza de recreo hasta la plazuela Machiavelo, el estacionamiento designado para un gran número de carros públicos que ofrecían servicios de transporte hacia los distintos barrios de Arecibo.
Pepe Peligro
Un poco más abajo de la plazuela se estacionaba “Pepe Peligro”, un hombre de estatura sumamente elevada, con ojos saltones enormes y un pelo alborotado que revoloteaba desquiciadamente con las fuertes brisas que desde el mar Atlántico aceleraban por la calle Cervantes formando una especie de túnel de viento cerca del Asilo de Ancianos San Rafael (hoy, Centro Geriátrico San Rafael). Pepe Peligro era uno de los choferes más famosos de la zona. Se decía que tenía pies de plomo, no porque anduviera muy despacito, sino porque ponía el pie en el acelerador como si fuera una bota de plomo que no despegaba, haciendo girar las revoluciones por minuto de su motor de ocho cilindros a no se sabe cuánto, porque en el panel de instrumentos no había un tacómetro para poder hacer esa lectura. Algunos de los que se montaban en su carro iban agarrados de las puertas y con los ojos tan cerrados que arrugaban toda la cara. Uno que otro hasta rezaba en voz alta, ofreciendo un Padre Nuestro por llegar sano y salvo a su destino. Muchas de las veces en que fui al pueblo debí tomar un carro público para regresar a la casa y no puedo negar que en varias ocasiones me distanciaba, esperando a que Pepe Peligro se fuera con su pasaje para entonces tomar el próximo carro en turno. Sin embargo, muchísimas veces más él sería la única opción y, sin remedio, me veía obligada a abordar su carro. Eso tampoco se convertía en disuasivo para hacer mi acostumbrada visita a la tienda.
Si es de Velasco, se distingue…
Si es de Velasco, se distingue… Así rezaba el conocido lema de la tienda por departamentos que llegó a ser la más “distinguida” de la ciudad. El Velasco de Arecibo era como un González Padín de San Juan. Se conocía por ser una tienda “fina”, que al fin y al cabo, lo que quería decir era que sus precios saltaban muy alto; una tienda cara. Muchas personas entraban a la tienda diciendo “solamente voy a mirar”, pues era menester tener un sobrante en el presupuesto para poder comprar algún perfume, calzado o ropa de la calidad que los almacenes acostumbraban a ofrecer a su clientela regular. Mi padre solía leernos la cartilla: “se mira con las manos y se toca con los ojos”, en una paradoja que evidenciaba que no debería tocar nada y conformarme con mirar. Claro, que si no podía tocar nada, entonces ¿cómo iba a poder comprar algo? Un sabio refrán que hube de recordar siempre. Sería una de las primeras dificultades a superar.
La maleta amarilla
Tan pronto entraba a la tienda, marchaba unidireccionalmente hasta el pie de las escaleras que llevaban al segundo piso. Allí solían colocar maniquíes vestidos con ropa –bastante llamativa– de mujer. No creo que la gente pudiera referirse a esta como del “último grito de la moda”, porque, claro está, en las tiendas Velasco nadie osaría gritar, pero la tienda se vanagloriaba de ofrecer modelos exclusivos. “Nunca se habían visto tan bien los colores blanco y negro como en este conjunto “Layered Look”, exclusivo de Velasco”, leía uno de sus anuncios. Mayormente, la ropa era de corte español, ya que la familia Velasco era originaria de España. Pero, no, no eran los modelos españoles lo que me interesaba. Es que a los pies de uno de esos maniquíes habían colocado una maleta amarilla muy vistosa que me incitaba.
El significado de la maleta
Asociaba la maleta con los viajes de mis vecinas al Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico. Semanalmente viajaban a sus hospedajes con sus juegos de maletas y yo me decía que debía conseguir una maleta para ir a la universidad. Era como una tradición a seguir. Esa maleta amarilla me atrajo con fuerza. Representaba mis ansias de volar. Imaginaba que algún día yo podría viajar con esa maleta al oeste. Pues, al oeste de Puerto Rico, porque mi mayor anhelo era estudiar en el Colegio de Mayagüez.
Preparativos para la universidad
Durante ese último año escolar me dediqué a completar los preparativos para los estudios universitarios. Recuerdo los trámites pertinentes: la solicitud para el examen del “College Board”, la fila en ayunas junto a los compañeros de escuela frente a los laboratorios para que nos hicieran los análisis clínicos requeridos, las solicitudes que había que llenar para las universidades a las que se aspiraba a entrar… En fin, evoco la gran ilusión que tenía por emprender lo que sería mi vocación de vida proponiéndome cimentarla con un bachillerato especializado. Anhelaba convertirme en una científica de investigación, enfocándome en la especialidad de biología y quién sabe si hasta fuera posible lograr el sueño de continuar estudios en el programa de Ciencias Marinas. Explorar las aguas y sumergirme para estudiar las algas y los corales era una imagen provocadora en momentos en que la vacación ideal era el destino de las Galápagos. Había premeditado que era en Mayagüez que debía estudiar. El clima científico y la rigurosidad del Colegio eran imanes poderosos y yo sentía la atracción magnética de ese campo y quería absorberlo todo. Además, soñaba con buscar la libertad. Quería abandonar el nido, quería volar. Quería soltar amarras y estaba lista para navegar y sumamente ansiosa por hacerlo.
Admisión en el Colegio
Cuando recibí la carta del Colegio notificándome que me habían admitido, la ilusión se sublimó en exorbitante y pasó a ser tangible. El camino se ensanchaba y la excitación iba in crescendo. Aunque comenzaría con una carga de 17 créditos, los costos de matrícula se reducían al mínimo pues me habían otorgado una muy apreciada matrícula de honor, que me eximía de pagar por los créditos. Solamente debía pagar las cuotas de laboratorios, construcción, servicios médicos y tal vez algún otro renglón requerido. De todas maneras, debía gestionar un préstamo bancario para los gastos de libros, materiales, hospedaje, transporte y dietas.
El préstamo para los estudios
Todas las gestiones las hice por iniciativa propia, solicitando ayuda solamente cuando afrontaba alguna situación muy difícil o que requería de auxilio ajeno por estar fuera de mis posibilidades. No tenía carro, ni posibilidades de tenerlo. En mi casa preferían que me quedara a estudiar los primeros dos años en la UPR de Arecibo, para no incurrir en muchos gastos, en particular los de hospedaje, pero yo “necesitaba” ir al Colegio de Mayagüez. No podía quedarme en Arecibo. Inclusive, mi padre ofreció que si me quedaba en Arecibo y luego iba a Río Piedras, como mi hermana mayor, él conseguiría la manera de proveernos un carro para ambas, ya que estaríamos viajando juntas. Mi hermana debió odiarme en ese instante en el que dije sin titubeo alguno: “¡Yo voy al Colegio!”. Reafirmaba una decisión tomada previamente y yo era muy testaruda, condición que no parece haber sido superada.
Solicitar el préstamo fue otra de las gestiones que hice con antelación, aunque su desembolso tardó bastante, período que gracias a mi padre pude vadear. Casualmente, el banco que otorgó el préstamo también era de origen español. Esa institución, al igual que González Padín y Velasco ya no se encuentra en el panorama puertorriqueño. En Arecibo, Velasco corrió la misma suerte que otros comercios del centro urbano, los cuales desaparecieron a causa de la llegada de los centros comerciales, que magnetizaron la clientela hacia las afueras del pueblo. Puede ser un recordatorio de la historia, de cómo uno de los cuatro pisos de nuestro país se va desdibujando en relación a la línea del tiempo. En fin, ese conjunto de factores permitió que pudiera estudiar en la Universidad de Puerto Rico, en Mayagüez.
Adquirir la maleta
Ya había comenzado a ahorrar para poder comprar la maleta. Me decía a mí misma que sería una buena inversión, pues la utilizaría durante los cuatro años de bachillerato. Era una maleta Samsonite, de un material fuerte y su construcción tan bien hecha que soportaría sin mella todas las idas y venidas del oeste. El modelo que identifiqué fue el Saturn, algo así como la maleta de categoría “economy” de la empresa, ya que el modelo Silhouette venía a ser el de categoría “first class”, y el precio estaba fuera de mi alcance. Yo estaba convencida de que adquirir esa maleta representaba un acto de conciencia firme para viajar y estudiar.
Finalmente, consumé el plan. Ese fue un día muy especial. Regresé a casa con la “pieza de resistencia”, como el objeto maestro de mi jornada universitaria. La maleta pasó a ser la inquilina en el clóset de mi habitación, que estaba forrado con papel de vinilo de colores anaranjado y rosa, con imágenes de los Beatles, mi grupo favorito de todos los tiempos. Allí reposaba, en tan buena compañía y además armonizaba con los colores que adornaban a los venerados. Sentía que tener la maleta confirmaba que la expedición colegial era un asunto seguro. Mientras tanto, pasaba los días hojeando y ojeando el catálogo de cursos para mi especialidad, revisando las descripciones de los cursos que me tocaría tomar en mi primer semestre y anticipando el orden en que tomaría los cursos de segundo y tercer año. Todo ello cuando ni siquiera me había asomado al legendario pórtico colegial.
El hospedaje en Mayagüez
La búsqueda de hospedaje fue otra de las tareas más trabajosas. Afortunadamente, en el Decanato de Estudiantes proveían una lista de hospedajes con una descripción de los ofrecimientos y los costes. Con el ánimo que tenía de iniciar los estudios, no tardé casi nada en revisar la lista y hacer expediciones para visitar los hospedajes candidatos, enfocándome en un hospedaje en el barrio Barcelona. Siguiendo la costumbre heredada de hacer los preparativos con tiempo, pude asegurar ese hospedaje que ubicaba en un segundo piso en la calle Basora y en el cual ofrecían las tres comidas. Estaba cerca de la pista atlética del Colegio, por la entrada donde don José de Diego, en su piel de bronce, nos daba los buenos días cada mañana. Interesantemente, hoy Ramón Emeterio Betances se cruza con Pedro Albizu Campos frente a De Diego porque –posteriormente a mis estudios– dos vías fueron nombradas para honrar a Betances y Albizu. Aunque el barrio aparentaba ser tranquilo, no tardaría en conocer su verdadero carácter debido a la vellonera consecuente de un cafetín de esquina que bramaría implacablemente durante las noches de estudio.
Estoy segura de que el lugar que escogí era el más económico en la lista de hospedajes. Luego entendería por qué, particularmente en las mañanas, cuando nuestro desayuno era meramente un huevo pasado por agua y un vaso pequeño de jugo de piña (todavía me negaba a tomar café, desvirtud que corregí algunos años después, cuando comencé a trabajar formalmente como analista químico). De lo que estoy segura es de nunca haber tomado alguna crema de avena, farina o maíz, o algún otro tipo de desayuno nutritivo para enfrentar el día, aunque es posible que en algunas ocasiones se nos ofreciera un guineo. Con tal racanería, quedábamos como si nada. Además, vale recordar que la caminata diaria subiendo la rampa interminable (calle Caobos) que bordea la parte posterior del edificio del Decanato de Estudiantes requería que uno emprendiera la jornada bien alimentado. Definitivamente, no era un buen desayuno, mucho menos si uno optaba por subir las infinitas escaleras de la parte posterior del edificio Lucchetti (las llaman “Las Escaleras del Calvario”), porque ello podría significar quedarse a mitad de camino por falta de aire. He llegado a pensar que tanto la rampa como las escaleras tal vez formaban parte de un parcourse para los atletas, porque ambas vías de acceso quedaban justo al pie de la pista atlética y eran buenos retos para desarrollar las capacidades pulmonares y musculares tan necesarias para esas lides.
Picando el mediodía, hacíamos nuevamente la caminata hasta el hospedaje, almorzábamos y regresábamos por la misma vía para tomar los cursos de la tarde. De los almuerzos, no tengo recuerdo, por lo que presumo que no eran memorables. Al atardecer, regresábamos al hospedaje y si algo no olvido es que luego de la “cena” solíamos ir a una cafetería que quedaba un poco más arriba para alimentarnos como correspondía. Quedaba muy cerca de la tienda de efectos de oficina y escolares de Radamés Peña, que ubicaba en la calle Basora, esquina De Diego. Bueno, eso lo hacíamos cuando había algo disponible en los renglones del presupuesto. De más está decir que antes de completar el semestre hicimos las gestiones para mudarnos a otro hospedaje.
El cambio fue drástico y muy apreciado. Nos dieron albergue en una residencia que el Colegio mantenía como centro de hospedaje en el barrio Miradero. El nombre del edificio era Reina de la Paz y, verdaderamente, allí nos sentíamos en las nubes; nos servían desayunos completos durante toda la semana y una que otra mañana nos sorprendían con pancakes. Lamentablemente, ese hospedaje cerraría sus puertas y el próximo semestre comenzamos una travesía que culminaría con un saldo total de nueve hospedajes durante el bachillerato. De Miradero pasaríamos a un hospedaje en la calle Post (hoy Betances), luego, uno en la calle Los Millonarios, pasando a dos consecutivos en el sector de la cervecería India, uno en la calle Orquídeas y los últimos dos en la calle De Diego. Una de las ventajas adquiridas fue que conocíamos Mayagüez como si fuéramos nativas. Había veces que caminábamos desde el hospedaje hasta el centro comercial Mayagüez Mall y también regresábamos caminando luego de una tarde de asueto. También evoco estampas memorables de cuando emprendíamos excursiones a las playas de Boquerón, Buyé, el Combate o playa Sucia (la Playuela), en el faro. Hacíamos escala en la plaza de mercado de Cabo Rojo y nos sentábamos en unos bancos de madera a desayunar y conversar con los trabajadores de la construcción a las seis de la mañana. En esas ocasiones sí probaba un pocillo de café negro, untando el pan con la mantequilla artesanal de nata de leche, atractivo caborrojeño que me recordaba la mantequilla que se hacía en mi casa desde que yo era pequeña hasta los 14 años, casualmente la edad en la que tomé la decisión de estudiar en el Colegio.
El pasaje de Arecibo a Mayagüez
Todos los domingos, agarraba mi maleta amarilla y me paraba en la carretera número 2 a esperar que pasara la legendaria “Motor Coach”, que realizaba el viaje desde la calle Recinto Sur en el Viejo San Juan hasta la calle McKinley en Mayagüez. Otras veces, mi padre me llevaba a la cafetería del pueblo donde el chofer hacía escala, en un esfuerzo por conseguir un mejor asiento o tratar de asegurarlo. Los viajes eran cada dos horas. Yo debía tomar el viaje del mediodía o el de las dos de la tarde, porque desde ese momento en adelante se acrecentaba exponencialmente el riesgo de tener que ir de pie durante todo el recorrido o de ni siquiera abordar porque los capitalinos estarían ya muy acomodados en sus asientos y no cederían tan preciada conquista. A veces, viajaba con una compañera de hospedaje que también era de Arecibo. La había conocido en la fila de los análisis de laboratorio y compartimos desde el principio hasta el final todo el itinerario de los hospedajes mayagüezanos. En ocasiones, sus padres la llevaban a Mayagüez y viajábamos cómodamente hasta la misma puerta del hospedaje.
El pasaje de Mayagüez a Arecibo
El regreso a Arecibo era mucho más difícil. Los viernes, mi primera clase era a las 7:30 de la mañana y la última se reunía desde las cuatro de la tarde hasta las cinco y treinta. Tomaba la clase de Química General, en “El Paredón”, como le llamaban al salón C-116, un mini-anfiteatro en el edificio Celis. Al atardecer salía del Colegio a toda prisa, caminando con mi maleta pesada, para llegar hasta el centro del pueblo y poder tomar el viaje de las seis de la tarde, ya casi oscureciendo. Fueron varias las veces que la guagua se fue antes de que yo pudiera llegar. En tales ocasiones, era posible que aún quedara algún carro de la Línea Sultana o de la otra línea que solía viajar y eso me permitiría llegar a Arecibo esa noche, siempre y cuando les pagara el precio completo del pasaje hasta San Juan. Pero era muy infrecuente que a esa hora todavía quedaran carros. Fueron unas cuantas las veces que tuve que hacer la caminata otra vez hasta el hospedaje, casi arrastrando la maleta, y esperar el viaje del sábado en la mañana. Ni contar de las veces que la guagua se dañaba en la carretera y teníamos que esperar a la vera del camino a que alguien se detuviera a ofrecernos llevarnos hasta Mayagüez o hasta Arecibo, según fuera el caso.
El tiempo en el Colegio
Nada de eso aminoraba mi espíritu Colegial. Asistir a clases me llenaba. Los libros, las amanecidas, el Centro de Estudiantes, los compañeros y compañeras, los profesores, mentores, las investigaciones, las experiencias de vida, en fin, una aventura del saber y de crecer. Con particular nostalgia evoco las tertulias debajo de “los palitos” entre los edificios Celis y Generales, edificio al que nunca nadie llamaba Chardón, como era su nombre oficial. En realidad, creo que el edificio de Generales debe llevar el nombre de Eugenio María de Hostos, quien es el educador puertorriqueño por excelencia y originario del barrio Río Cañas Arriba, perteneciente a la comarca mayagüezana. Hoy recuerdo con nostalgia esos espacios de tertulias donde encontraba sombra de árbol para mi cabeza (como reza la canción Casa abierta del dúo nicaragüense Guardabarranco). La época colegial fue un período de formación intelectual, emocional y espiritual. Erigir unos héroes y ver caer otros. Escoger valores y principios, afianzando los propios. Tantos momentos memorables y de gran significación. La invencibilidad que se siente en esas etapas… Las responsabilidades que se asumen… Los mundos por descubrir… Todo era una maravilla y un reto.
Agradecimiento al Colegio
La Universidad de Puerto Rico colmó mi vida de manera plena, brindándome no solo la educación formal, sino además coyunturas particulares que aportaron al fortalecimiento de la inteligencia emocional y espiritual, haciendo de ese período uno inolvidable, repleto de memorias, amistades y compañerismos que marcaron mi existencia de manera determinante. Elliot Castro Tirado decía que el Colegio fue lo mejor que me pasó en la vida. Concurro, porque antes, ahora y siempre el Colegio ha significado un crisol de experiencias del conocimiento con experiencias de vida muy significativas y muy queridas.
Epílogo
Todavía conservo la maleta amarilla. Está descolorida y un poco atropellada, con sus cicatrices de batalla. La guardo como un recuerdo de mi vida estudiantil, de todo lo que en mi alma máter cultivé y coseché. A través de toda mi vida no he querido desprenderme de ella porque es como un amuleto, aunque no sea creyente en la suerte. Es como el tenaz esfuerzo de la roca, para Neruda. Es como un pedazo de historia maravillosa que tuve en mi vida y que estuvo llena de libros, recuerdos, retos, ilusiones. Es uno de mis símbolos más preciados que me sirvió para soñar con buscar la libertad y luchar en mi trinchera.