La mujer de la maranta roja
Mientras esa pelicolorá reta la imagen de una mujer víctima de la violencia de género que todo el mundo espera encontrar en un tribunal o un albergue, otra mujer –de ojos verdes, con cicatrices en manos y brazos, pestilente, con la piel opaca y envejecida y una edad imposible de determinar porque su cara de niña tiene arrugas– pide pesetas en un semáforo de Caguas.
En algún pueblo de la montaña habrá otra de pelo largo y rubio –casi blanco– y ojos cuidadosamente delineados de negro. Esa que creció siendo la hija de la “puta del pueblo”, que fue regalada por esa misma madre a otros hombres, y que lo único que alguien se tomó la molestia de enseñarle fue que con su cuerpo podría pagar la comida y la ropa que llevaba encima. Ella se avergonzaba de sí misma y se veía a través de la mirada ajena. Cuando esa misma mujer fue violada por uno de los que se creían dueños de ella, la policía no la quiso atender.
Una inmigrante, indocumentada y negra, llegada a la Isla en un viaje de mar, sexo y sangre, ya aprendió de la peor manera que si no tiene dinero le cobrarán el viaje, el techo y la comida con una libra de su propia carne empacada en lágrimas y humillación. Si no es un proxeneta, será una amita blanca de San Juan que se siente con derecho a explotarla porque no hay departamento del trabajo al cual ella pueda recurrir. La arrogancia clasista de esa ama le hace pensar, inclusive, que está haciéndole un favor a la otra.
Lo que siempre me sorprende y me conmueve de estas mujeres es su capacidad para reír y para amar a pesar de todo. De las cuatro, sólo la primera es una imagen pictórica creada por la artista Sofía Maldonado. A las demás las conozco y las reconozco como humanas hermosas, hermosas, hermosas y con derecho a vivir en paz. La pregunta obligada es: ¿por qué queremos borrarlas de los muros sociales?
En el imaginario popular sobre la violencia de género, el sexismo aún nos cobra un gran precio. La gente sigue esperando encontrarse con una mujer amoratada, llorosa y –¿por qué no?– de su casa y recatada. La gente sigue acudiendo a la imagen de la buena madre, de la mujer indefensa, de la que no se merece que le pase algo tan terrible. Para llegar a una página de periódico como una bella historia de superación, las mujeres tienen que haber sido “buenas”. Por eso, cuando se encuentran de frente con una mujer que reta esos estereotipos, los juicios y la incredulidad se disparan… y la violencia de género viene por partida doble.
Pareciera que aún hoy en día las mujeres están obligadas a cargar la culpa de su propia desgracia. “Que es muy fuerte”, “Que es una puta”, “Que es una malcriá”, “Que es una tecata”, “Que es una vulgar, una borracha”. Todas esas frases se convierten en la excusa para parar la nariz, hacer una mueca de reprobación, seguir de largo ante la violencia y silenciar los gritos que nos incomodan. Todas esas frases se lanzan además, disfrazadas de feminismo y discursos de dignidad. A veces, pareciera existir una voluntad colectiva de borrar a esas mujeres y su imagen de nuestra sociedad, para sustituirlas por la imagen de una ejecutiva con maletín en mano, una madre acicalada, una líder intachable.
La realidad, mi gente, es que ellas, las mujeres de mahón apretao, tetas grandes, tatuajes o “piercings” y hasta con cerveza en mano, existen en nuestro país y se merecen ser reconocidas, no como un elemento a erradicar o “arreglar” para lograr una sociedad que cuadre con un imaginario de clase media, sino como una expresión de su ser. Una construcción que a veces es aprendida, a veces impuesta con violencia, a veces voluntariamente asumida, pero siempre parte de una ser humana con derecho a ser feliz.
Al hablar de violencia de género y circunscribirnos a la violencia doméstica, invisibilizamos el 90% de la violencia que reciben las mujeres por el mero hecho de haber nacido. Pensando en esto, y en la importancia de mirar a todas las mujeres desde el respeto y la equidad, el Día Internacional de No Más Violencia Hacia las Mujeres que se conmemora el 25 de noviembre no debe pasar desapercibido para quienes aspiramos a un mundo y a un país en el que las mujeres puedan tener una vida plena.
El mural de Sofía en Santurce, con su pelicolorá y sus tatuajes nos dice de manera contundente “No me maltrates”. Sin pretender convertirme en una crítica de arte, la imagen de esta mujer me parece poderosa. Aunque pudiera pensarse que existe una cierta indefensión en las palabras, no estamos ante un ruego. Estamos ante una orden, una interpelación dirigida a alguien más que a un supuesto agresor. La orden de “No me maltrates” realmente está dirigida al resto de la sociedad. La orden sale de la mujer de la imagen y también de todas las otras mujeres rechazadas por el statu quo. La orden está dirigida a todas las personas que piensan que esas mujeres son una vergüenza para las demás. La orden es para quienes creen que adelantar la causa de las mujeres es blanquearlas, profesionarlas, refinarlas al gusto de un estándar ridículamente cívico y de pamela y ponerlas en un altar de rechazo al gusto por el cuerpo, el baile, la risa y el placer. La orden es para usted que lee y que quizás se sentía superior a ellas porque estudió y no ha cometido grandes errores o desastres evidentes. La orden es para mí, que aún aprendo a amarlas y que todavía me descubro juzgando su ser. La orden de “No me maltrates” conlleva una orden adicional: ¡Respétame! ¡Merezco ser feliz y vivir en paz!