La música del pensamiento
En su libro Gramáticas de la creación, George Steiner afirma que «el discurso filosófico es la música del pensamiento». En realidad, la idea ya está en Platón, lo cual no le quita ningún mérito a la propuesta de Steiner. En el Fedro (259d) se nos dice que los que se «dedican a la filosofía» (philosophía diágontás), cultivan la «forma musical» que las musas Calíope y Urania inspiran por ocuparse «del cielo y de los discursos humanos y divinos», y «por ser las que emiten la más bella voz». Recordemos, a propósito, que las musas son hijas de Mnemosyne, la diosa de la Memoria, quien a su vez nace de la unión del Cielo (Urano) y de la Tierra (Gea). Siendo la Tierra la proveedora del cuerpo y siendo el Cielo la insondable abertura de lo ilimitado, podríamos aventurarnos a decir que la Memoria surge del sentido de la Tierra colmado por el vacío del Cielo.
Al respecto, es interesante que Hesíodo nos diga en su Teogonía que ‘caos’ (χάος) es el principio de todas las cosas. ‘Caos’ tiene la acepción de vacío, hueco, hendidura, abismo, desfondamiento o abertura ilimitada; y no la de ‘desorden’, lo cual supondría un ‘orden’ (κόσμος) que es el que propiamente habría de nacer a partir del caos. De ahí el significado de una cosmogonía. En otras palabras: el vacío es lo que orienta el orden así como el sentido de los límites y, por ende, los confines de lo ilimitado. Nietzsche recoge este asunto en su Zaratustra cuando nos dice que «hay que llevar un caos dentro de sí para dar a luz una estrella danzarina». También vale decir que dicha noción de caos será retomado por Anaximandro (610-546 a. c.) con su concepto de tó apeirón (lo indeterminado, lo ilimitado, lo infinito: se puede traducir de las tres maneras). Si éste se entiende como, ‘oquedad’, ‘abertura’ o ‘vacío’ se podría decir que es lo más próximo que el pensamiento antiguo griego llega de la noción budista de śūnyatā, que significa, justamente, ‘repleto de vacío’, a la manera de una pompa de jabón, una gota de rocío o una burbuja de oxígeno.1
En su sentido mítico-poético, la Memoria es, más que el recuerdo, su condición de posibilidad. La Memoria es lo que sirve de impulso armónico a la poesía del universo y, por lo tanto, a la música del pensamiento. En su sentido ontológico, cabe decir que la música del pensamiento no cesa de disiparse en el vacío del mundo (mundus). Mundus es la traducción latina de cosmos, y significa ‘pulcritud’, ‘perfección’, en el sentido de belleza y de lo hecho o realizado (perfectus). El vacío del mundo, por lo tanto, en vez de significar falta o carencia implica la plena afirmación del entramado infinito de lo real. Por eso las nobles hijas de la Memoria pueden: «cantar al unísono lo que es, lo que ha sido y lo que será (eiresai tá t’eónta, tá t’essómena, pro t’ónta, phone omereusai)».
Desde esta perspectiva, la música del pensamiento tampoco puede separarse de la idea de un pensamiento musical. He aquí lo que podría ser esa idea. Pensemos, por ejemplo, en el Bolero de Maurice Ravel. Y no en cualquier interpretación sino en las tres versiones de 1965, 1971 y 1984 de uno de los grandes directores de todos los tiempos: Sergiu Celibidache2. Con la cadencia rítmica de un simple efecto de percusión, y la paulatina entrada de cada uno de los instrumentos de esta obra magistral y única en la historia de la música, se va recreando el colorido musical de una orquesta en la lúcida embriaguez de un crescendo integrador y transformador. Poco a poco se pone en evidencia o se desnuda lo que podría llamarse la íntima espiritualización de la materia. Se llega así a la eclosión definitiva de un único ritmo inicial y la exacta repetición de una línea melódica que en su final y vibrante expansión sonora conmemoran el abrazo nupcial del vacío del Cielo y del sentido de la Tierra. Y ahí, en la plena disolución del momento musical, nace la diosa madre Mnemosyne.
Lo que distingue a una idea musical de la música del pensamiento es que aquella logra transformar el lenguaje en una pura composición sonora que no necesita de las palabras. El despliegue fugaz de los momentos musicales se disipa en sus silencios a través del recorrido irreversible de una temporalidad propia o sui generis. «La música no es; la música deviene», dijo alguna vez Celibidache.
Por su parte, la música del pensamiento se recoge en la experiencia filosófica del pensar. Este pensar no es cualquier forma o manera de pensar. No son las formas acostumbradas o institucionales de pensar ni los hábitos calculadores del pensamiento. Por el contrario: se trata de un pensar inhabitual que no deja de cuestionar lo que por lo general se da por sentado o cuya validez se asume, sin más. Un cuestionamiento que no debe reducirse a las vagas exigencias de un «pensamiento crítico» o al afán de destituir a quien es cuestionado. Este pensar es el preguntar generoso que contribuye a la tarea inmemorial de investigar, de seguir la huella (vestigium) del ancestral legado de la sabiduría.
Este pensar es el pensar capaz de discernir, de separar el grano de la paja y de reconocer la experiencia común del pensamiento. No es, pues, solamente el pensar de un individuo o de un particular; es también la afirmación de un modo singular de pensar que se expone a la escucha del otro. Desde esta perspectiva, tan generoso es el pensar como el reconocimiento de su singularidad. Por eso una cosa es incorporar y hacer suyo un modo singular de pensar destacando su procedencia y otra, muy distinta, apropiarse de ese pensar como si no se le debiera nada a nadie. La incorporación forma parte del trayecto de la historia de las ideas; la apropiación es la impúdica moldura del plagio. Lo primero es algo muy raro hoy en día; lo segundo, abunda, pues vivimos en el reino de Cualquiera. Cualquiera es cualquier cosa. Esto implica que se ha diluido la capacidad de discernimiento en el obtuso reguero de la paja; en la pajarería.
Por eso es importante recordar que hay una dimensión aún más fecunda del pensar. Me refiero a la que se cierne sobre el propio acto o actividad (energéia) pensante, y no ya al sujeto o yo que piensa. Es la actividad que conduce al recogimiento, entendido como la atención plena o cabal de lo que hay en cada momento. Se trata, en definitiva, de estar en lo que se hace. Esto implica un extraordinario desarrollo y cultivo de la potencia de la mente para asumir la memoria del momento. Las expresiones parciales de esto pueden constatarse en las más diversas disciplinas: atléticas, artísticas, artesanales, clínicas, marciales o religiosas (plegarias, actos de devoción, ejercicios de yoga, etc.). En ellas la mente está ligada a la capacidad de concentrarse en un particular objeto de atención. Sin embargo, la atención plena o cabal se aleja de toda parcialidad y es capaz de integrar en un único momento de atención el vacío del mundo.
En la más antigua tradición budista a dicho desarrollo mental se le denomina bhāvana en lengua pali. Vocablo que implica la atención a lo que realmente hay, a la persistente, instantánea e inaprensible actividad del devenir (bhāva). Se explica así que ‘memoria del momento’ sea la traducción de otro destacado término pali que es sāti.3 El pensar como práctica de recogimiento implica, pues, mucho más que lo que el término habitual de ‘meditación’ da a entender. Se trata, en efecto, de una práctica que pone en justa perspectiva la experiencia del pensar filosófico en medio del trajín de la vida cotidiana.
Nada más espontáneo en la condición humana que la actividad de pensar, pero también nada más excepcional. Puesto que estamos sobrecogidos por el lenguaje dicha actividad resulta inseparable de las palabras con las que intentamos dar sentido a lo que se hace. Se trata de una actividad que abarca tanto a la vigilia como a los sueños. Ahora bien, la práctica del recogimiento es, precisamente, lo que permite caer en cuenta de la naturaleza de la actividad de pensar y, lo que es más importante, de su vivaz y complejo entrelazamiento con la vida afectiva, con las emociones, sentimientos y padecimientos. No es casual que en lengua china y en japonés un mismo ideograma ilustra la actividad de pensar y sentir: 心 (shin).
La atención cabal y completa al momento como práctica de recogimiento no es una mera actitud intelectual. No se trata, de ninguna manera, de una reflexión sobre la propia actividad pensante ni, menos aún, de un examen moral para pasar juicio sobre sí mismo. Tampoco se trata de no pensar en nada. Los siguientes planteamientos de Martin Heidegger son, al respecto, acertados: «Si tratamos de aprender lo que significa pensar (denken), ¿no nos hemos de perder luego en la reflexión que piensa sobre el pensar? Es verdad que a lo largo de nuestro camino se proyecta constantemente un rayo de luz sobre el pensar. Mas esta luz no sobreviene cual un aporte de la linterna de la reflexión. La luz brota del mismo pensar y solamente de él.»4
Sin embargo, la puesta en perspectiva de la experiencia del pensar exige dar un paso más, para compenetrarse con «la luz que brota del mismo pensar» y percatarse de su surgimiento, insistencia y disolución. Por más insistentes y veloces que sean los fulgores del pensamiento, estos no dejan de ser momentáneos. En este contexto, quizá se entienda mejor la enigmática frase de Gilles Deleuze cuando se refiere a la vitesse infinie de la pensée («la velocidad infinita del pensamiento)». El momento no deja de abismarse, efectivamente, en lo infinito y, por lo tanto, en el flujo incontenible del devenir.
De mi parte, no conozco una práctica del recogimiento que logre atender a lo que realmente significa pensar (indisociable, de hecho, de lo que significa ser-tiempo) como la práctica de shinkantaza o «sentarse, sin más», propia de la milenaria tradición Zen. El gran maestro y pensador japonés Dôgen (1200-1253) resumió esto así: «Sin esperar nada, sin querer nada, sin buscar nada, tan solo siéntate, firme como una roca». Se entiende entonces el énfasis que la práctica Zen pone en la postura sentada o zazen. No es un asunto de introspección sino, por el contrario, de abandono de sí, de desaferrarse del acto mismo de pensar para entonces volver libremente a la vida de los pensamientos. Los pensamientos no cesan de diluirse en virtud de su propia insubstancialidad momento a momento, estemos o no concientes de ello. Pero no solamente los pensamientos: desde las partículas hasta los átomos; desde las moléculas hasta las células; desde las células hasta las hojas y la difuminación de la luz, lo que llamamos ‘naturaleza’ es un continuo y puntual acto de auto-desprendimiento.
Es así como, por ejemplo, en vez de ‘pensar en la muerte’ habría que percatarse íntimamente de la naturaleza efímera de todos los fenómenos, sean físicos, biológicos o psíquicos. Y en vez de ‘pensar en la vida’, habría que entregarse a la regeneración instantánea del momento. Por eso cada momento es decisivo. Para decirlo con otra frase de Dôgen: «La mente es el momento de actualizar lo real» (shin-ji genjo-koan). Más despejado que un rostro ha de estar la mente. Por eso es crucial el recogimiento y la práctica cotidiana de la desafección. Esta no debe confundirse con el desafecto. La desafección implica «remover el polvo de los ojos» como quien «saca su cabeza fuera del fuego». El desafecto es la llama de la insensibilidad.
No hay que decir cuán difícil y ardua es esta tarea. Sobre todo en estos tiempos tan flácidos de desmemoria y desatención, en los que, al decir de Heidegger, «Mnemosyne ha sido expulsada a alta velocidad».5 Se entiende así también cuán débiles pueden llegar a ser, en el fondo, las memorias tecnológicas o los dispositivos (gadgets) cibernéticos. Se podría incluso afirmar que a mayor desarrollo tecnológico, más frágiles se tornan sus cimientos y más evidente se vuelve el desamparo humano. Sin cerebro no hay mente, pero el cerebro no funciona como una computadora. El pensamiento no es reductible a un programa de información. Por eso la vida afectiva, tan estrechamente ligada a la memoria, no se explica solamente en base a la puntual localización de los patrones neuronales. Más aún: la actividad mental ha llegado a estudiar el cerebro como si fuese algo independiente del mismo. Por otro lado, es obvio que la magnitud de la estupidez humana no ha dejado de crecer exponencialmente a tono con la configuración y acaparamiento de la tecno-esfera. Este detalle basta para desmentir las pretensiones narcisistas de la llamada inteligencia artificial.
Escuchemos de nuevo el Bolero de Ravel. Y percatémonos de cuán fecunda y generosa puede llegar a ser la belleza de un pensamiento musical. En fin, percatémonos también de que la música del pensamiento sobrevuela todo ese panorama y nos conduce, una y otra vez, al silencio que habita el lenguaje y por el que nace, de nuevo, la fuerza y el acto creador de pensar. Quizá puede que llegue el momento en que florezcan, por aquí y por allá, como los frutos del polen, entusiastas amantes y practicantes de la sabiduría. Quizá puede que entonces regrese Mnemosyne de la mano de Calíope para evocar la gracia y la oportunidad de haber nacido y morir con la dignidad con la que se ha vivido. Quizá que no es lo mismo que ojalá.
- Para una amplia exposición de este asunto y de lo expuesto en esta columna véase el tercer volumen de la Estética del pensamiento, La invención de sí mismo (Madrid, Editorial Fundamentos, 2008). [↩]
- Las tres versiones pueden verse en Youtube. Lo cual no deja de ser irónico, ya que Celibidache se negó en vida ha grabar y reproducir técnicamente sus extraordinaria labor musical. [↩]
- En inglés sati se ha traducido por mindfullness. Jugoso vocablo, muy de moda, pero que no recoge exactamente el significado del término pali. [↩]
- Cito de la traducción al español del libro «¿Qué significa pensar?» (Buenos Aires, Editorial Nova, 1978. La traducción es de Haraldo Kanhemann. He consultado también el original en alemán (Was heißt Denken?, Max Niemeyer Verlag, Tübingen, 1984) que lee así: Allein dieses Licht wird nicht durch die Laterne der Reflexion erst herzugebracht. [↩]
- Heidegger se refiere a su concepto de «devastación» (Verwünstung): «La devastación es la expulsión de Mnemosyne a alta velocidad»(Die Verwünstung ist die auf hohen Touren laufende Vertreibung der Mnemosyne). Aprovecho para comentar que no deja de ser irónico que estos planteamientos de Heidegger se hagan en 1952, pocos años después de la devastadora II Guerra Mundial, y luego de haberse comprobado y comentado, hasta la saciedad, la militancia del filósofo alemán en el nazismo. La pregunta fundamental aquí es de naturaleza ética y política: ¿cómo entender y explicar – y no ya justificar –, que uno de los más destacados filósofos del siglo XX (para algunos, todavía hoy, el más grande) se haya dejado seducir por la terrible y omnívora violencia del nacional-socialismo alemán? [↩]