La obra pedagógica en la época de su reproducción digital
El título de este escrito parafrasea el de un importante ensayo de Walter Benjamin, escrito en la primera mitad del siglo pasado, cuyo título se tradujo al español como “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Es una reflexión sobre cómo cambió el arte, al poderse reproducir de forma mecánica: las fotografías, por ejemplo, y otras artes visuales que podrían reproducirse en masa; la música grabada, y por supuesto el cine. Varios autores en las pasadas décadas han producido escritos titulados The Work of Art in the Age of Digital Reproduction, actualizando el argumento para la época digital que ciertamente representa un nuevo cambio en los modos de producir y disfrutar obras de arte.
Yo soy practicante del arte de enseñar, oficio que a veces se mitifica y otras se desvalora, y que también está sufriendo enormes cambios en las condiciones de su realización y su recepción por el público al que se dirige. Es fundamental que los entendamos; aquí espero aportar a ese entendimiento a partir de algunas experiencias propias, y una lectura de la coyuntura que vivimos.
…
Hace unos años, un colega de una universidad privada, a quien yo no conocía, me contactó. Me dijo que estaba trabajando con un proyecto para dar unos talleres a maestrxs del Departamento de Educación, y le interesaba incluir una presentación mía sobre el uso de videojuegos en la enseñanza. Me mencionó que pagarían $100 por hora. Le di las gracias por pensar en mí, acepté tentativamente, y me olvidé del asunto.
A fines de mayo, se comunicó conmigo otra persona de la misma universidad, para el mismo proyecto. Le dije que seguía interesado; nunca había ofrecido un taller para docentes del DE y me animaba la idea, aunque implicaba viajar desde San Juan hasta Aguadilla, dos días consecutivos. Nos comunicamos varias veces más sobre el tema, y ella me insistió repetidamente en que le enviara una presentación en PowerPoint con lo que yo presentaría. También, para documentar lo que se hizo, habría que hacer una pre-prueba y una post-prueba. No acostumbraba usar ese programa, y aquello de pruebas pre y post sigue siendo ajeno a mi estilo como educador, pero me di diligentemente a la tarea de preparar la presentación y las pruebas y se las envié, más o menos una semana antes de cuando serían los talleres. Aún las tengo, y las volví a mirar ahora; no estaban mal hechas.
Al día siguiente de yo enviar la presentación y las pruebas, me llamó la secretaria de la segunda persona, para informarme que lo que estarían pagando sería $23 por hora. Me sentí hasta culpable por declinar el trabajo, hasta que me di cuenta de que ya tenían mi presentación, y seguramente también a una persona dispuesta a administrar las pruebas y leer lo que decían los slides, por esa suma. Bait and switch, le llaman en inglés a esa primitiva técnica; yo me acordé de un anuncio de cerveza de la época de mi niñez: como dijera “El Men” tras perder una apuesta con Cantalicio, me han fuleao.
Sospecho que un grupo de maestrxs del DE, reunido en Aguadilla hace unos años, recibió una versión muy empobrecida del taller que yo les hubiera dado, y que al DE –que pagó por el taller, indudablemente con fondos federales– le satisficieron los resultados de las pruebas, si es que alguien los miró.
…
Entre marzo y abril de este año, por primera vez en mi vida, hice mucho uso de PowerPoint, grabando screencasts de mis presentaciones para que mis estudiantes los vieran cuando pudieran; no quise enfrentarme a una pantalla con un montón de iconos y fotos en mute, como he oído de tantxs colegas (y, desde el otro lado de la pantalla, de mi hijo universitario). Reuní grupos pequeños que tenían que hacer presentaciones, y les ofrecí la opción de convocar la sección entera para hacerlas en vivo, pero todos los grupos, sin excepción, prefirieron grabarlas igual que yo había hecho con las mías.
La experiencia de enseñanza remota de emergencia ha transformado mi práctica docente: he jurado no volver a dar otra charla presencial. Seguiré grabando todas las presentaciones que suelo hacerles a mis estudiantes, colgándolas en Google Classroom, y aprovechando el tiempo de clase para hacer cosas más interactivas e interesantes. Este semestre, sí reuniré algunas clases de forma sincrónica, concentrándome en actividades que maximicen el engagement de mis estudiantes, pero toda la información que yo suelo comunicar en mis clases estará grabada. Cuando regresemos a las clases presenciales, las mías no serán iguales: tendré un flipped classroom, en el que no usaré el tiempo de clase para comunicar información; ya estará grabada en una serie de breves, y repetibles, videos. Eso abre una enorme gama de interesantísimas posibilidades pedagógicas para el tiempo presencial.
…
Este verano, la administración del Recinto de Río Piedras de la UPR anunció que asignaría una parte de los fondos de la ley federal CARES para compensar a docentes que preparen cursos para ofrecerse completamente en la modalidad en línea, colocando en la plataforma Moodle toda una estructura de módulos con lecturas, videos, actividades de exploración e instrumentos de evaluación. Los derechos de autor de estos cursos pasarían a la UPR, ya que cada docente recibió compensación por hacer ese trabajo: work for hire. La institución podría, entonces, asignar a otras personas para “facilitar” estos cursos.
Esto no cayó muy bien entre mis colegas: nuestros cursos son, en buena medida, extensiones de nuestra personalidad pedagógica, y enajenarlos de esa manera, contemplando la posibilidad de que otra persona “facilitara” lo que había sido una experiencia educativa presencial –y personal– incomoda, hasta repugna.
Una colega me comentó, tras tomar el adiestramiento básico sobre educación a distancia que se le requirió a toda la facultad del Recinto en marzo, que la figura de “facilitador/a” de cursos en línea era una clara degradación del status del profesorado. La preocupación por la naturaleza del trabajo docente que se perfila en una futura “universidad en línea” es un hilo común entre incontables conversaciones que he tenido en las pasadas semanas.
…
Todo esto me hace pensar en Marx, y la enajenación del trabajo. Con el auge de la producción industrial, el trabajo artesanal se dividió en operaciones sencillas, realizables por máquinas que pasaron a ser operadas por obrerxs cuyas destrezas (y compensación real) fueron cada vez menores. El obrero industrial se vio enajenado de su producto, dominado por las máquinas que operaba, reducido a la pobreza material y espiritual. Solo el auge del sindicalismo obrero pudo contrarrestar esa tendencia, entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX.
Lo que sentí como un robo de mi trabajo hace varios años, y la preocupación de mis colegas de perder el control sobre “nuestros” cursos, apunta a que –gracias al rol más protagónico que juegan las tecnologías digitales de información y comunicación en años recientes—está apareciendo una separación, una fisura, al interior del trabajo pedagógico. Con las tecnologías digitales, y particularmente con la educación en línea, todo el trabajo de planificación de lo que hacemos como maestrxs es desligable de su ejecución, y de las mismas personas quienes lo llevamos a cabo: al crear un curso en línea, módulos completos, con todas sus actividades e instrumentos de evaluación, ahora se hacen disponibles a estudiantes de forma asincrónica; con esa misma operación, la administración puede hacer con esos cursos lo que le parezca, incluyendo delegar en otrx docente el “facilitarlos”.
Como señaló mi colega, la orientación que recibimos a la educación en línea distingue entre “expertxs en contenido” que crean los cursos, y “facilitadorxs” que interactúan con lxs estudiantes. Su preocupación es real: si creamos cursos en línea, es completamente posible que nos den las gracias por nuestro trabajo, nos paguen, y procedan a asignarlos a otras personas –ayudantes de cátedra, por ejemplo, o instructorxs sin plaza– con suficiente conocimiento de la materia como para evaluar los trabajos que entreguen estudiantes, y contestar preguntas.
Esta fragmentación del proceso educativo antes no había sido posible: al empezar cada semestre, cada día lectivo, se cerraban las puertas de los salones y cada docente enfrentaba a sus estudiantes con su cúmulo único de conocimientos y destrezas. A veces los resultados eran terribles; otras veces, espectaculares. La gerencia podía hacer muy poco para controlar lo que sucedía en cada salón.
Pero las tecnologías que se emplean para la educación en línea implican que gran parte de nuestra labor educativa ya es divisible, escudriñable, enajenable y apropiable –como creo que pasó con mis pruebas y mi PowerPoint hace unos años– por nuestro patrono universitario. Igual que pasó con la producción de bienes materiales hace dos siglos, estas tecnologías permiten producir mayor “cantidad de educación” –se hace accesible a más personas– sacrificando la calidad del proceso. Así las instituciones educativas realizan economías de escala, reduciendo costos mediante la expropiación relativa de una especie de plusvalía de quienes “producen” educación. El trabajo es menos individualizado, menos privado… y menos nuestro; el exceso de oferta laboral docente hará que la compensación a lxs docentes, en términos reales, baje.
No me cabe duda de que el pensamiento gerencial ya prevé ese futuro. En un artículo publicado en mayo, Scott Galloway, un profesor de la Stern School of Business de NYU, vaticinó un rápido proceso de “concentración del capital académico”, en el que las universidades más famosas expandirían su dominio del mercado, alcanzando más estudiantes con sus MOOCs (Massive Open Online Courses) enseñados por docentes “estrellas”, mientras otras instituciones tendrían que cerrar sus puertas o concentrarse en “nichos” del mercado, probablemente en línea. Con la enorme presión fiscal que sienten universidades tanto públicas como privadas, el mercado de estudiantes no tradicionales que pueden aprovechar los recursos intelectuales de las universidades para obtener credenciales a distancia ya parece irresistible; ¿cuánto más, la posibilidad de entrar a ese mercado con costos mucho menores que los presenciales?
Los productos industriales –al menos en las primeras décadas—eran inferiores a los productos artesanales, pero su precio era tan bajo que los productos artesanales ya se convirtieron en lujo. Y con el tiempo, la calidad fue mejorando: ¿quién ya usa ropa hecha por costurerxs? Igualmente, la calidad de la educación universitaria será inevitablemente inferior, salvo –según Galloway– en las pocas universidades de élite que preservarían esa educación presencial para lxs estudiantes más adineradxs o talentosxs.
En otras palabras, la oportunidad (de momento, necesidad) de enseñar en línea, posiblemente acelere un cambio cualitativo en la organización del trabajo docente, que en efecto degradará nuestras condiciones de trabajo, y con ellas la calidad de la educación que ofrecemos.
…
Para quien, como yo, asume la educación como arte y oficio, la lectura del ensayo de Benjamin cuyo título parafraseé añadió otra dimensión de preocupación por los cambios que estamos viviendo. Los comentarios de Benjamin sobre cómo la fotografía, y luego el cine, transformaron el arte son inquietantemente aplicables a la enseñanza, que también ha ido –abruptamente-– de una experiencia directa a una mediada por tecnologías nuevas.
Me sentí identificado al leer las palabras que Benjamin escribió -–hace ocho décadas-– sobre el “exilio” del actor ante la cámara, y vi que es obvio: la enseñanza en línea es, respecto a la presencial, como el cine al teatro. Median dispositivos muy similares, aunque sean más compactos los de ahora; hay el mismo distanciamiento entre la ejecución y el público.
Pero fue mucho más allá: el fenómeno de la masificación del arte visual por medio de la fotografía y luego el cine produjo, según Benjamin, una “democratización” de su disfrute. Ya cualquiera podía opinar sobre las películas porque se exhibían masivamente, contrario a las obras de teatro y las pinturas cuya exposición era más limitada. Con la enseñanza en línea, nuestro público ya no se limita a quienes se hayan matriculado en nuestros cursos –y sobre quienes tenemos cierto poder—sino que se extiende ya a sus familiares que también presencian la recepción de nuestra enseñanza en sus casas… incluyendo la actitud, tal vez no precisamente de fascinación, de quienes supuestamente la están recibiendo. He escuchado a varias personas evaluar terriblemente las ejecutorias de docentes en las pantallas de computadora de sus hijxs.
La fragmentación de la enseñanza –división en módulos, interacción asincrónica– también refleja el contraste entre la “totalidad” que Benjamin veía en una obra de pintura, versus una película que consiste en “múltiples fragmentos ensamblados bajo una nueva ley”. La unidad en tiempo y espacio de estudiantes y docentes, con su “aura” de “aquí y ahora” se disolvió; ahora hay una secuencia de módulos y tareas, y articular la “nueva ley” que les pueda dar coherencia es uno de los mayores retos que enfrento al iniciar este semestre.
Benjamin también habla de cómo la obra “absorbe” a quien la contempla con concentración; alude a una leyenda china de un pintor que, al mirar su obra recién terminada, entró en ella. En contraste, la “masa” que es el público del cine, en lugar de ser absorbida en un placer estético superior, meramente “se entreteniene” con ella, “absorbiendo” la obra reproducida mediante tecnologías en una relación mucho más superficial. Noté la abstracción de estos planteamientos, hasta que consideré la diferencia, muy literal y concreta, entre el entrar a un salón de clase, siendo (idealmente) absorbidx por la experiencia inmediata de enseñanza-aprendizaje en aquel pequeño mundo, y el que mis charlas y ejercicios se vieran en medio del hogar de cada estudiante, compitiendo por su atención con todo lo que acontece a su alrededor.
Nadie tenía que decirme que el arte de enseñar en línea es otra cosa. Pero este intelectual alemán, exiliado en Francia, ochenta años más tarde me ha hecho ver lo mucho que se parece lo que yo estoy viviendo a aquella otra transformación, ya tan remota, que volcó patas arriba la estética europea.
…
Entonces, ¿ya todo se jodió?
Ni Marx ni Benjamin dirían eso. Igual que ellos, yo rechazo la nostalgia: creo que ya nadie diría que la pintura es superior a la fotografía, ni el teatro al cine. Son artes diferentes, cada una con su base tecnológica y su estética, ya muy distintas entre sí. Espero que la educación a distancia no sustituya la presencial, pero ciertamente multiplica el alcance de las instituciones educativas, y eso es bueno: personas con movilidad limitada por cualquier razón, o profesionales, tal vez en otros países, que necesitan capacitarse más sin dejar su trabajo, bien podrían beneficiarse de un programa en línea en una institución prestigiosa como la UPR, aunque sus trabajos los evalúe una persona distinta a la que lo diseñó.
Las tecnologías digitales, y la experiencia de tener que bandearme exclusivamente con ellas por un tiempo, han transformado mi propia práctica educativa, para bien, e igual que las tecnologías de producción de bienes, las de educación digital seguramente irán mejorando. (Aunque el desarrollo tecnológico no es “autónomo” ni mucho menos inocente: véanse los argumentos de David Graeber en su importantísimo libro The Utopia of Rules: On Technology, Stupidity and the Secret Joys of Bureaucracy.)
Pero sí, evidentemente, tendremos que luchar, y mucho: la visión gerencial de Galloway, aunque él la expresó con cierta preocupación, claramente viene con fuerza, y amenaza con empobrecer a todo el mundo, en busca de economías y en contubernio con las fuerzas neoliberales, con cuya agenda política ese modelo es perfectamente congruente.
Lo primero que habrá que combatir es la visión de la educación que subyace el modelo gerencial de educación a distancia. Aunque la educación bancaria no tiene muchos partidarios en las facultades de Educación, la idea de que “educar es transmitir información” sigue presente en el pensamiento administrativo y el popular: de ahí que se proclamara, en algún momento, al MOOC como “el fin de las universidades”. De ahí que nos siguen pidiendo medir el cumplimiento de objetivos, a menudo con pruebas “pre y post” (entre los cuales los menos importantes, como los de memoria, son los más fáciles de medir); igualmente persiste la idea de que los procesos educativos pueden dividirse y manejarse igual que los de producción industrial. De hecho, la fábrica fue siempre el modelo para la escuela, a partir del siglo XIX; las tecnologías nuevas solo permiten acercar la práctica más a ese deshumanizante ideal.
Sí se puede aprender a través de libros, videos tutoriales que se encuentran en Internet, y jueguitos didácticos como Duolingo. Yo usé este último por más de un año, “pasándolo” varias veces y desarrollando un modesto vocabulario en portugués con alguna noción de la sintaxis de la lengua lusitana. Me distraje con eso, hasta el día mismo que conocí a un lusoparlante. En ese momento perdí completamente todo interés en el juego, sin pensarlo conscientemente; creo que fue por vergüenza, porque tras tantos meses realmente no podía sostener una conversación, ni entender siquiera la mitad de las letras de las canciones brasileñas que eran mi principal motivación para emprender ese pequeño proyecto.
Y es que el aprendizaje de cosas importantes y complejas que implican relacionarnos con otras personas –aprender un idioma, o una disciplina académica, o una forma de ver el mundo– requiere relaciones con seres humanos: al menos uno que ya domine lo que se quiera aprender, e idealmente otros que compartan con unx la experiencia de intentar construir un entendimiento propio. El aprendizaje profundo es un proceso social.
Esas relaciones se dan, idealmente, de forma presencial, porque así podemos experimentar todas las formas, por todos los canales, de comunicarnos. En el salón, parafraseando a Benjamin, se da el aura pedagógica, el “aquí y ahora” que puede ser mágico, del evento educativo cuando llega a su plena realización. Pero las experiencias educativas a distancia –tanto antes como durante la pandemia del COVID-19– muestran que sí es posible lograr mucho, si no todo, a través de estas tecnologías. Lo que es absolutamente insustituible, a través (o a pesar) de la mediación digital, es una relación humana. Establecer esa relación con estudiantes que no he conocido es el reto que enfrentaré muy pronto, al comenzar el semestre. No será ni fácil, ni imposible.
Es por esas relaciones que tenemos que luchar: que no se reduzcan nuestros cursos a módulos con ejercicios y pruebas, evaluadas automáticamente o por personas que no conocemos. Que estén siempre infundidos con la presencia humana de los y las docentes, interactuando con sus estudiantes a lo largo de cada curso, sea presencial, híbrido o en línea. Que como estudiantes, nuestra humanidad deje huellas en quienes nos enseñan, y como docentes, en quienes toman nuestras clases. Así reivindicaremos no solo nuestras condiciones materiales, sino nuestra humanidad plena, y la madeja relacional que sostiene –tanto o más que nuestras tecnologías—a nuestra especie sobre la faz de este derruido planeta.