La palabra «P»
La intuición tras este acercamiento legalista es que en una conducta presumiblemente inmoral, necesariamente, vamos a encontrar una conducta ilegal. Que el plagio imputado, por fuerza, equivale a una violación a la propiedad intelectual de alguien y, de igual modo, que una violación al derecho de autor implica algún tipo de resquebrajamiento en cierto orden de valores importantes.
A lo anterior se le suma la red de internet: se nos dice (como se me preguntó en varias ocasiones) que el fácil acceso a información tiene algo de culpa ya que la cultura del “cut and paste” nos predispone de alguna forma al plagio. El plagio como inmoralidad debe ser ilegal y, en una especie de encerrona trágica, estamos atrapados en un torbellino tecnológico que nos conduce –no, nos obliga– a ello. Algunas de estas fueron las premisas subyacentes que cargaban los entrevistadores.
En cierta forma, debemos admitir que los valores que imprimimos al entorno tecnológico contribuyen a la formación de nuestros contenidos de conciencia, en relaciones de influencia mutua interminables. En la tecnopolítica, sugiere Bruno Latour, debemos seguir la senda que nos lleva del texto al artefacto y del artefacto al texto. Así, pues, no dudo que el contexto material y tecnológico afecte nuestras prácticas y hábitos; pero eso no quiere decir que estamos impotentes ante la avalancha imparable de un misterioso e impersonal entramado de ceros y unos. De este modo, habrá que dejar de echarle la culpa a la tecnología por el maldito plagio.
Pero hay plagio y hay plagio. La Real Academia Española le define como “copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”. El detalle está, por supuesto, en determinar qué es eso de “copiar”, cuáles son esas obras “ajenas” (que en algún sentido deberán “ser de otros”, para que sean ajenas), y qué debo hacer para “darlas como” propias. Tal vez si hubiese propuesto esta definición sin referirme a la RAE, sería un plagiador. Pero, ¿acaso no lo soy mucho antes de eso? No existe un solo pensamiento en los párrafos anteriores que sean puramente míos y aún así esta columna lleva mi nombre (que conste: mencioné a Latour sólo para protegerme de una imputación). Tal vez John Coltrane es un plagiador por “My favorite things”. Alguien negará la aseveración porque él no se atribuyó la melodía, sino que es meramente una interpretación que él hace de lo que otro se inventó. ¡Meramente! El fanático del jazz se insultará con esa respuesta pues no hay forma que escuche esa canción sin pensar en la versión en saxofón. La atribución la hacemos nosotros, no Coltrane. En fin, que el asunto del plagio o el concepto hermano, piratería, es un poco más complejo que simplemente “apropiarse lo del otro”, aunque no sea imposible identificar con certeza algunas prácticas condenables –cosa que no intereso definir aquí.
Lo que sí quisiera apuntar es que se trata principalmente de un problema ético que puede o no coincidir con lo legal y que dependerá, variablemente, del contexto. Tratar de encajonar el asunto en lo jurídico y atribuir una clave totalizante con la cual evaluar toda instancia del llamado plagio, ignora que en nuestras dinámicas culturales compartimos frenéticamente, tomamos y robamos, atribuyendo o no, según nos permitan las normas que sean apropiadas para diferentes contextos y comunidades creativas. Lo que en un contexto puede constituir una práctica reprochable, en el otro puede ser celebrada.
Así, por ejemplo, tomar prestadas tres oraciones en un artículo académico probablemente no violenta los derechos del autor citado, porque es casi seguro que constituya Fair Use (en clave jurídica). Pero no reconocerle la autoría al escritor de esas tres oraciones es problemático en el entorno universitario, aunque no porque constituya una ilegalidad.
En otro tipo de comunidad creativa puede importar menos el reconocimiento de autoría. Artistas copian estilos de otros y se hacen referencias los unos a los otros, a veces en dinámicas de reconocimiento mutuo que son halagadoras, honorables y que no son objetables en ese entorno cultural específico. Sólo basta pasar un rato en Youtube y examinar la cantidad de “mashups”, en que se toma prestado contenido audio visual de todas partes para construir una historia. A veces se habla de “piratería” en esos casos, pero la realidad es que son actividades aceptadas tanto por los dueños de la propiedad intelectual, como por la población en general (y muy probablemente aceptables bajo el régimen de derechos de autor también). Pero en el entorno académico, el nivel de tolerancia es menor. Los valores detrás de las normas de transmisión de información varían conforme a los diferentes entornos culturales. Y, con ello, cambian nuestras nociones de lo que constituye plagio y piratería. Así, cuando las categorías de pirata y plagiador van cargadas de un contenido normativo poderoso y se despliegan con una violencia discursiva que condena todo acto de apropiación creativa, identificándole como un robo, se soslaya cierta riqueza social.
Ahora bien, no cabe duda de que hay contextos en que el problema del plagio se plantea como uno de urgencia crítica.
En el entorno universitario, ya se ha dicho –y revelan los acontecimientos recientes–, la apropiación no atribuida de contenido es severamente condenada. Ahí el respeto de pares y la evaluación de estudiantes se da sobre la base de las contribuciones que pueda hacer una persona al saber. Obviamente, los académicos y estudiantes no siempre contribuimos ideas completamente innovadoras —de hecho, es más común (y hasta esperado) reciclar, rescatar y recontextualizar ideas de otros, adaptándolas a problemas contemporáneos. A lo mejor es precisamente porque todo el tiempo copiamos que nos vemos moralmente obligados a atribuir las ideas y frases que tomamos prestadas. Además es necesario que una investigadora pueda corroborar las fuentes de los trabajos con que se topa, de modo que la obra pueda someterse al juicio crítico de los pares.
Otro contexto donde el plagio es crítico es el judicial. Cuando la palabra está autorizada para ejercer la fuerza, como lo es la palabra de un juez o jueza, la fuente de su voz es esencial para el individuo que recibe ese poder: la autoridad del juez debe ser válida y su legitimidad a veces depende del pedigrí legal o político de aquello que utiliza para respaldarla. En el contexto judicial el tema del llamado plagio por boca del juez toma, pues, un matiz importante pues podrá minar su autoridad: por un lado, el imaginario de lo judicial depende precisamente de que el juez no sea original; es decir, su función es pensada como una rígidamente limitada por el texto, la constitución y jurisprudencia previa, razón por la cual tiene que fundamentar todo lo que dice apropiadamente de modo que se le atribuya a su voz la objetividad e impersonalidad de la ley (objetividad que, en conspiración de silencio, todos sabemos es ficticia). Aunque todo el tiempo los jueces copian sin atribuir los escritos de abogados que postulan ante el foro (práctica que es explícitamente reconocida), todo lo que dicen debe estar acompañado de enjundiosas citas y fuentes legales. Aquí el uso de fuentes sin atribuir es problemático –tal vez más problemático que en el entorno académico– porque oculta la verdadera fuente de su autoridad y roba a la ciudadanía la oportunidad de escudriñar con microscopio la dinámica interna, el razonamiento y las fundamentaciones del ejercicio del poder por esos funcionarios. Y, cuando ese plagio es detectado, se arroja dudas sobre toda la mística detrás de la cual va respaldada la autoridad moral de su fuerza. Comenzamos a dudar de la legitimidad y solidez de todas las promesas previas y futuras. Tal vez aquí es oportuno recordar una instancia que reseñé hace tres años en que el Tribunal Supremo (su nueva mayoría) copió literalmente texto de Wikipedia sin atribuir la fuente a ese medio digital.
La palabra “P” es, como he repetido, camaleónica. Pero ahora en más de un sentido. No sólo porque su contenido cambia contextualmente. Sino porque ya ni sabemos cuál palabra representa —plagio, pirata o poder.