La pertinencia de escuchar y escucharnos
El ego no es capaz de escuchar.
El espacio de la escucha como
caja de resonancia del ego se
abre cuando el ego queda en
suspenso. En lugar del ego
narcisista aparece una
obsesión del otro, unas
ansias del otro.
–Byung Chul Han
Sin embargo, la raíz de esto no es un asunto novel de cierto sistema económico y político. En gran medida construimos política y economía, sociedad y cultura, partiendo de ciertos temores e ideas antropológicas cuyo recorrido es tan antiguo como la primera conciencia que tuvo noticia de ellos. Ese miedo a la soledad, a posiblemente encontrarnos y descubrirnos, ha ido legitimando y normalizando la hegemonía de ciertas máscaras sociales que nos permiten desarrollar y asumir roles en una pléyade de dinámicas humanas ancladas en límites categóricos decididos a priori —lo que da cierta seguridad a nivel individual— y en una pantalla estética caracterizada por la superfluidad. Construimos y adoptamos egos para sentir cierta calma o presunta estabilidad. Ahondamos en su carácter egocentrista para evitar enfrentarnos con sinceridad y apertura. De esta manera, generamos una realidad en la que la proyección de ese ego se distribuye acomodaticiamente. Nos construimos en lo fenoménico a partir de un reflejo de nuestra visión ególatra. Hoy el mercado propicia y potencia esto como corriente inagotable de consumo.
Las nuevas tecnologías están al servicio, entre otras cosas, de explorar los límites de estas proyecciones continuas de nuestros egos en espacios cada vez más monádicos y narcisistas, pese a parecer saturados de diversidad. En parte se crean ficciones de múltiples comunicaciones intersubjetivas que esconden este ejercicio de proyección ególatra del que casi no podemos salir cuando entramos en las dinámicas, por ejemplo, de las redes sociales. Estas proyecciones que parten de cierta construcción egocentrista no son exclusivas del mundo digital moderno, pero sí suelen potenciarse de forma exponencial a partir de más espacios y opciones para ello. Hoy construimos perfiles a conveniencia; segregamos nuestros foros de comunicación mediante la limitación de sus participantes y de sus participaciones (como si fuéramos demiurgos de lo social); podemos borrar o modificar nuestras expresiones según sea el caso; construimos una personae virtual que es a su vez una proyección más de un ego que perfila cierto rol en apariencia social, y nos condicionamos fervientemente a los dictámenes de aprobación o rechazo que reciben nuestras comunicaciones.
Mientras sentimos una libertad expansiva en el aparente control de nuestra construcción como persona virtual (y real), a la vez sufrimos una correlativa angustia al vernos cada vez más sometidos a la aprobación o desaprobación de lo construido. Sentirnos ilimitadamente libres es la otra cara de la moneda en la cual nos percibimos progresivamente más limitados. La ilusión de libertad al concebir un importante prisma de oportunidad se va convirtiendo en una achicada celda que nos va aprisionando de forma silente. Al creernos más libres ahondando en las proyecciones del ego, de esa arquitectura siempre frágil y vulnerable de persona entre tantos y tantas, nos limitamos exponencialmente como seres humanos. Podemos sentir la aparente libertad de tomarnos tantos selfies como queramos, en las posturas que deseemos y en los paisajes seleccionados, pero esa libertad acarrea en muchos casos la prisión de someterla a la aprobación o desaprobación de mi entorno comunicativo virtual. La ansiedad por ver likes —no hay lo contrario quizá porque no abonaría a la mercantilización del producto— nos da pistas de hasta qué punto aquello que fue aparentemente libre se convierte en una cadena de limitaciones y precariedades. Parecería que todo lo que sea una proyección de mi ego, hoy con múltiples maneras de realizarlo, me lleva a sentirme menos libre, menos autónomo, menos auténtico.
Quizá esta frustración, o constante insatisfacción, tenga que ver con lo inauténtico de esa construcción impostada de personae a la que nos aferramos constantemente. Aprovechar las oportunidades y medios de proyección egocentrista no es la causa matriz de esta insatisfacción o temor. Probablemente sea el apegarnos a una idea ficticia de ego la que nos hace sentir más inseguros e inseguras. Esta falsedad inauténtica de máscaras ocupa un importante aspecto de nuestras vidas, estando siempre atentos y atentas por velar por la integridad e identidad de estas, de las cuales creemos depender, o al menos pensamos que nuestra felicidad depende de ellas. Mientras tanto, dejamos a un lado la siempre pertinente tarea de conocernos a fondo, de autoevaluarnos, de descubrirnos como seres humanos vulnerables en un mundo del que controlamos muy poco, pese a que lo queremos controlar todo, como si fuéramos ese demiurgo de las redes sociales. Nos empeñamos en esa tarea mediante el control de las proyecciones de nuestro ego. Sin embargo, al no poseer las capacidades materiales de controlar lo que ocurra con esa construcción, es inevitable la frustración, la insatisfacción constante y reiterada, el sufrimiento y el aparente desamparo.
Estas dinámicas, además, tienen un efecto importante en la comunicación con la otra persona. Somos relación, lo que implica que no dependemos sólo de lo que hagamos o produzcamos, sino de un sinnúmero de condicionamientos sociales y naturales que van limitando nuestras capacidades de acción. Si nos creemos la ficción que hemos construido a partir de la colección de máscaras egocentristas que utilizamos a conveniencia, la comunicación con el otro u otra será más inauténtica, más superflua y menos efectiva. Para comunicarme con la otra persona humana —que la comunicación con otras especies animales es un mundo todavía por explorar— debe haber sinceridad y apertura por parte de una como de la otra persona. Comunicación debe implicar el deseo de entendimiento; el querer expresar algo con la pretensión de que se acepte su validez. Si partimos desde construcciones frágiles e inauténticas del ego, de emisor o emisora, esa comunicación con fines de entendimiento estará siempre viciada. A su vez, si recibimos esa comunicación desde el prisma de nuestra proyección egocentrista, esa recepción de lo comunicado también será deficiente e irreal.
Romper con esas proyecciones ficticias del ego no implica negarlo de por sí. Lo que significa es utilizarlo no para proyectarlo sobre otros y otras, no para imponerlo o aferrarnos a la idea que hemos creado de este, sino para abrirnos a las posibilidades que nos presentan las comunicaciones intersubjetivas. Es decir, dirigirnos hacia el entendimiento partiendo desde la apertura necesaria que faculta que podamos estar dispuestos a ser convencidos y convencidas de las razones y posiciones que nos expresen las otras personas. Para esto necesitamos, sin embargo, empezar a conocernos a nosotros y a nosotras mismas. En parte las proyecciones son capas ilusorias para ocultarnos, para evitar ese viaje hacia los adentros. Conocernos implica ser conscientes progresivamente de cómo nuestra consciencia condiciona nuestro cuerpo y nuestra percepción de la realidad material. Partir desde esta difícil tarea de autoreflexión nos posibilita ser capaces de discernir o discriminar entre aquellas capas falsas que nos ocultan, y aquellas aperturas que nos permiten romper con esas dinámicas tan ficticias y, en algunos casos, violentas.
Esta apertura a descubrirnos también se puede traducir en una apertura a descubrir al otro o a la otra. Escuchar a la otra persona desde esas capas herméticas del egocentrismo narcisista es embriagarnos de sonido, pero no de sentido. Escuchar una selva de ruido, como solemos hacer en espacios físicos y virtuales eminentemente ruidosos, no significa realmente escuchar ni tampoco escucharnos. Probablemente lo que signifique sea todo lo contrario. Mientras más ruido, más distracciones. Mientras más sonidos, menos sentido. ¿Acaso no es eso lo que hacemos cuando exponemos —e imponemos— una idea o argumento sin estar dispuestos a ser convencidos por quien tiene una refutación al mismo, o un criterio diferente? Es decir, sin estar dispuestos a escuchar lo que tiene que decir el otro o la otra. No el mero hecho de leer u oír lo expresado, sino ocuparnos de entender el sentido de la comunicación. Parte de la creación de esas capas egocentristas de falsedad tiene que ver con la expresión, aunque no necesariamente con la comunicación, y esto puede echar al traste precisamente esta última. Si mi proyección de ego —a la que me apego con la intención de cierta seguridad— conlleva la generación de ciertas ideas o argumentos como elementos constitutivos, voy a aferrarme a esas ideas como extremidades mismas de esa construcción proyectada a la que me adhiero para no sentir inseguridad en el mundo de la impermanencia.
Sin saber y ser conscientes de la falsedad de esas proyecciones egocentristas, es normal que sienta que me agreden constitutivamente cuando me refutan, critican u opinan diferentemente. Lo voy a interpretar como un atentado a mi constitución como persona, como máscara. Una crítica, más que vista como una oportunidad para autoevaluarnos y examinar con sinceridad las proyecciones que hemos hecho de nuestro ego, es considerada como un insulto, como un ataque, como una afrenta a aquel constructo arcaico que seguimos denominando como honor. Reaccionamos en la inmediatez en vez de evaluarnos. Nos defendemos como si alguien realmente nos estuviera atacando, o pudiera efectivamente atracarnos. Protegemos esa construcción de yo con garras cuando lo que percibo no es acorde al libreto propio de mi narrativa dominante sobre la realidad. Nos ofendemos, nos defendemos, reaccionamos y hasta refutamos, pero en muchas ocasiones ni hemos escuchado seriamente lo que nos han dicho, o el peso racional de su sentido. Nuestro aferramiento a esa construcción de ego nos imposibilita en muchos casos escuchar al otro o a la otra. Quedamos al margen de la reacción natural e inmediata, no ante el entendimiento sosegado y ecuánime ante lo expresado.
¿Acaso esto no es lo que se percibe en muchas dinámicas de interacción humana, desde asuntos privados hasta asuntos eminentemente públicos? Muchas veces llegamos a una interacción con una idea clara y estricta de lo que se dirá y de lo que se permitirá decir, de lo que podrá ser dicho y de lo que será descartado de plano. Construimos ciertas narrativas sobre la realidad para luego proyectarlas a conveniencia de nuestra construcción egocentrista. Evaluamos la interacción comunicativa de acuerdo al libreto preconcebido que traemos como piedra en una mochila. Pretendemos imponer nuestras razones de forma estratégica, aunque sea mediante el ardid de la retórica y de la abundancia de las falacias. Nos aprestamos a disparar nuestro arsenal de argumentos para que logren ser hegemónicos en la interacción comunicativa. Nos preparamos para imponer lo que entendemos que debemos decir y así sobresalir en el esquema de competencias que hemos creado. Mientras hacemos esto, mientras adoptamos innecesariamente una posición a la defensiva, empeñamos todas nuestras fuerzas en imponer, en atacar, en sobresalir, en defender la idea que tenemos de nosotros y nosotras, es decir, del ego. ¿Cómo nos va a quedar tiempo para escuchar al otro o a la otra?
Toda interacción en la que se pretenda imponer una idea o argumento será intrínsecamente violenta. No estará destinada a la comunicación con fines de entendimiento, sino a la imposición ideológica y argumentativa mediante la estrategia y la coerción. Si sabemos qué libreto llevaremos de antemano a una conversación o presunto diálogo, erradicaremos la posibilidad misma de espontaneidad humana y de autenticidad en un verdadero diálogo entre partes que deben respetarse mutuamente. Esto no sólo sucede en nuestras interacciones privadas, sino visiblemente en nuestras pobres dinámicas políticas, las cuales en muchas ocasiones son reducidas a mera teatralidad de formas estratégicas y a reacciones acríticas en un marco de impostada competitividad. Hemos normalizado tanto estas dinámicas violentas que suelen ser parte de cierto sentido común muy alejado de lo que pueden ser comunicaciones con fines de entendimiento. Si bien la democracia misma surge como efecto de la discordia, de la diferencia y del desacuerdo, su fin no es mantener el statu quo que le dio origen, sino intentar solucionarlo de forma justa. No obstante, hoy vemos dinámicas que pretenden anclarnos obstinadamente en esa falta de comprensión, en ese desacuerdo, en esa competencia en la que muchos y muchas entienden que se pueden sentir a gusto. Una visión de interacción, a su vez, arraigada en cierta masculinidad histórica que prefiere imponer en vez de comprender, hablar en vez de escuchar, atacar en vez de cuidar.
De esta manera, si bien en nuestras interacciones privadas nos proyectamos continuamente para cumplir con las exigencias de nuestra construcción egocéntrica, a nivel público y colectivo la dinámica no suele ser muy diferente. Es muy común confundir una alegada relación de pareja con el cumplimiento sistemático de ciertos roles y expectativas como si fuéramos autómatas. Llegamos a cierta interacción con una lista de lo que se debe decir, cómo y cuándo. Con un ajuar de pretensiones, expectativas y deseos que nos ahogan como seres humanos cada vez menos libres, cada vez más condicionados por nuestros miedos. Con un acercamiento tan hermético y cerrado como ese, no es probable que empeñemos todas nuestras capacidades para escuchar al otro o a la otra; para entender qué nos quiere comunicar. En vez de dedicar nuestros esfuerzos y atención consciente a lo que nos comunica la otra persona, probablemente estemos pensando si eso que percibimos coincide con nuestro libreto de proyecciones egocentristas; con nuestro relato personal. ¿Cómo nos vamos a entender si partimos de pretensiones, deseos, proyecciones y expectativas? Quizá hay más distancia entre dos personas hablando que entre dos que estén en polos geográficos opuestos.
Esto se traduce a nivel colectivo en nuestras pretendidas comunicaciones políticas. En pleno siglo XXI quienes fungen como operadores políticos se empeñan en reproducir interacciones propias de parvulario. Reacciones exageradas, insultos discretos o descarados, ataques innecesarios a la defensiva y regocijo ante la alegada derrota del adversario, que es visto ignorantemente como enemigo. ¿En realidad la política y la democracia tienen este fin? ¿Acaso la pura teatralidad del infantilismo y de la competencia viril es el objetivo de emprender un proceso político? Madurez política, en gran medida, debe significar estar abierto a escuchar al otro o a la otra, a reflexionar sobre sus argumentos e ideas, a estar dispuestos a convencernos por sus razones, y a fijarnos objetivos en los que podamos entendernos y así poder crear consensos más saludables democrática y humanamente. Adoptar una actitud contraria, como lamentablemente la hegemónica, implica perpetuar la teatralidad de una farsa que afecta a colectivos enteros. Sin embargo, para ello debemos comenzar con nuestras interacciones privadas, con nuestras dinámicas ordinarias con otra gente, con nuestra relación ante las demás personas en el mundo compartido.
Evitar extrapolar la violencia que ejercemos en nuestras comunicaciones privadas al ámbito público debería ser una tarea prioritaria tanto a nivel individual como colectivo. Las pretensiones tiránicas del despotés del espacio privado no deben ser reflejadas en las ínfulas caudillistas de la esfera pública. Nuestros contrincantes ideológicos nos dan una maravillosa oportunidad de conocernos y de conocerlos; de crear las condiciones para poder entenderlos y entendernos. Intentar destruir o descalificar a la otra persona por ser adversario —que no enemigo— es actuar de forma ya no sólo violenta, sino peligrosamente ignorante. Por ello no dejaremos de ser relación, tanto con ellos y ellas como con nuestro entorno medioambiental. Imponer nuestra razón sin considerar seria y abiertamente criterios diferentes no va a construir un mundo en el que habremos hecho desaparecer al adversario. Esa pretensión despótica es tan irreal como ignorante. Vamos a seguir relacionados de una u otra forma, y la relación más injusta no es sino la de sometimiento y subyugación. Escucharnos atentamente es una muestra de respeto, y sin respeto no puede haber una comunicación ni fértil ni efectiva. Tampoco puede haber democracia donde las partes no se respetan, aún cuando estén ideológicamente en las antípodas.
Por cierto, ¿no son estas interacciones egocentristas y coercitivas las que en tantas ocasiones nos perpetúan y ahondan en la polarización ideológica? ¿En la competencia innecesaria? Si estoy decidido o decidida a no escuchar a la otra persona por considerarla mi enemiga –contrastando mi construcción de ego con la otredad conscientemente construida-, ¿cómo podré intentar llegar a un mínimo de entendimiento sobre asuntos que nos afectan como personas y como colectivos? ¿Acaso no es esto en lo que se empeñan los estrategas del proselitismo mediático y del marketing electoral? ¿No es otra forma despótica de ignorar, despreciar y censurar al otro o a la otra en una pretendida democracia? Desde el fanatismo religioso hasta el político o deportivo los ejemplos son tan bastos como lamentables y trágicos.
Una reflexión personal sobre mis temores y mis mecanismos para ocultarlos, sobre mi construcción cerrada de ego narcisista y las reacciones de apego que surgen de este, convendría para ir subsanando las dinámicas comunicativas con nosotros y nosotras, así como con las otras personas y nuestro entorno. Aquella máxima socrática que nos sugiere –u ordena– conocernos no es más que un primer paso para crear las condiciones necesarias para el entendimiento. Ya no solo el entendimiento de cómo funciona mi mente, mi consciencia, mi cuerpo, sino al que puedo aspirar mediante el diálogo sincero y abierto con otra persona. Si no revoluciono mi manera de entenderme mediante el discernimiento de las capas falsas que vamos creando —y nos van imponiendo— a lo largo de esta aventura de la vida, arrastraré esa ignorancia y la proyectaré a mis dinámicas de interacción social y medioambiental. Si no me escucho por temor a descubrir algo que no me agrade, a saber según qué categorías y referentes, me conformaré como una arquitectura de falsedades que luego se proyectará sobre otros y otras de manera probablemente coercitiva. El ruido de la información disponible a cántaros no debe confundirse con el arte de escuchar y atender plenamente. Ese ruido nos puede llevar fácilmente a alejarnos de nosotros y de nosotras. A escucharnos menos mientras más sonido exista.
Detenernos individualmente es un ejercicio imperativo para comenzar a autoevaluarnos. Para esto el silencio es el marco de posibilidad para enfrentarnos con nosotros y nosotras, sin ruidos ensordecedores ni estímulos embriagantes. Parar el flujo de acciones mecánicas es cada vez más complejo, o pésimamente visto ante un mercado que pretende dominar mediante lo opuesto, pero es una labor tan necesaria como pertinente para emprender autoreflexiones que luego deben ser realizadas a nivel colectivo. Nuestras vidas no pueden ser guiadas por un cúmulo de mentiras aceptadas, como así tampoco nuestros destinos comunes deben ser guiados a través de esas falacias proyectadas y agregadas. Quien pretenda revolucionar un mundo tan desigual e injusto como en el que hemos vivido hace tanto, debe comenzar por revolucionarse a sí mismo. El primer paso, quizá, sea escucharse. Eso potenciará que podamos escuchar a los otros y a las otras, y así entender que no somos tan diferentes como nos hemos proyectado. Podrá, además, adoptar formas de interacción que no se basen en la competencia ignorante, esa que crea diferencias donde en realidad no existen como tal. Donde hay competencia no puede haber altruismo, y donde hay altruismo sólo puede haber apertura, empatía y compasión.
Escuchar al otro o a la otra no es escucharme a mí mismo. No es percibir lo que mi relato egocentrista requiere para validarse o legitimarse. Tampoco es asumir una postura falseada de receptor sincero sin serlo realmente. Escuchar a la otra persona, como escucharnos a nosotros y a nosotras, es abandonar esa ficción ególatra y atender plenamente lo que nos comunican sin juzgar ni atacar, sin defenderse ni reaccionar inmediatamente. Escucharnos es un laboratorio para llevar a cabo esta difícil tarea con otras personas. Escuchar nuestros miedos y temores sin culparnos y sin agredirnos es un ejercicio vital para cultivar apertura. Una apertura que nos abrirá un escenario de posibilidades que es turbio a causa de nuestro aferramiento a la construcción de nuestros egos. Una forma de apertura que conllevará sinceridad y honestidad como virtudes necesarias ante la pretensión de entendimiento. Empezamos con nosotros y nosotras, y luego entonces podremos hacerlo con quienes comparten nuestro entorno y son (somos) parte integral del mismo. Abandonar las ficciones de nuestros egos —ardua y gradual tarea— es condición necesaria para respetar sinceramente al otro o a la otra. Sin respeto, sin embargo, no habrá ni compasión verdadera, ni entendimiento, ni tampoco, a nivel colectivo, una política auténtica.