La práctica de la sabiduría en las enseñanzas del buddha Shakyamuni*
Sabbapāpassa akaraṇaṃ, No hacer el mal,
kusalassa upasamapadhāṃ; generar el bien,
sacittapariyodapanaṃ, purificar la mente,
etaṃ buddhāna’sāsanaṃ. esa es la exhortación de los buddhas.
De acuerdo con esta tradición hay dos maneras de entender el lenguaje: en tanto que referencia a las «realidades convencionales» (vahāra-vacana) y en tanto que referencia a las «realidades últimas» (paramattha). Las primeras nos remiten al conjunto de las formas de transmisión, organización y expresión de una lengua; las segundas incluyen a la mente (citta), concepto que incluye los complejos niveles de la actividad mental, y las distintas manifestaciones de lo que llamamos «conciencia»; los factores mentales (cetasika) que acompañan a la conciencia, los fenómenos materiales (rūpa) y nibbāna (nirvāna, en sánscrito). La lengua pali tendría la virtud de articular las realidades últimas. De ahí la «bondad» de esta lengua, pues nos señala el camino hacia esa verdad «inefable» que solo puede ser «tocada con la mente» (Dhamp. v. 218). Leemos también en el verso 23: «Meditando constantemente, siempre perseverando, los sabios tocan el Nibbāna, el incomparable sosiego de las ligaduras».
Las enseñanzas del Buddha forman parte del legado ancestral de la más antigua sabiduría (India, Grecia, China, Egipto, Mesopotamia, Judea). En la tradición del pensamiento y cultura de la India, alguien que ha comprendido y ha sido capaz, por su propio esfuerzo, de vislumbrar la naturaleza abismal del devenir, del interminable surgir y cesar de los fenómenos, se le reconoce como un buddha, es decir, aquél donde ha florecido la sabiduría y ha despertado del sueño de la existencia. Al sabio (muni) de los Shakya, reino situado a los pies de las Himalayas, cerca de lo que hoy es Nepal, se le reconoce como un buddha porque es aquél que ha destruido el ansia o la sed insaciable de existir (taṇhā). De esa manera lleva a cabo o realiza plenamente la emancipación de toda atadura, sea para con este mundo o para con cualquier otro. Por eso la sabiduría de un buddha es incomparable. Pues es «ese que en todos los modos conoce la muerte y el nacimiento de los seres, no apegado [asattaṃ], bien-ido [sugataṃ], que ha comprendido…» (Dhamp. v. 419).
Cuando hablamos de la práctica de la sabiduría se quiere hacer énfasis en que el noble deseo de entender las condiciones que llevan a la vida y la muerte. Está claro que no se trata aquí de un asunto especulativo o teórico sino de un desafío vital con el que se pone en juego la capacidad y el compromiso de cada cual para estar a la altura de lo que le toca vivir en medio de la fugacidad de lo que implica aparecer y desaparecer. Las enseñanzas de los que han Despertado tienen como punto primordial de referencia las condiciones reales de la existencia, la ignorancia que de ellas tenemos y la potencia de la mente para sobrepasarlas. No se trata de un juicio de valor acerca del sentido o sin sentido de la vida sino de una constatación de la naturaleza del devenir (yatha buttam). Como ha escrito Julius Evola: «Creadas por la acción [lo que se hace, dice y piensa], las formas condicionadas de la existencia se pueden disolver por la acción».1
Uno de los múltiples significados de la palabra pali Dhamma (Dharma en sánscrito) es, precisamente, ‘Enseñanza’. La escribimos en mayúsculas para distinguirla de dhamma (dharma), escrito en minúscula, término que podríamos traducir por «fenómeno», y que nos refiere a los componentes físicos, biológicos y psíquicos que conforman los diversos planos de la realidad, de lo que aparece como individuo y de lo real en su integridad y unicidad. Los fenómenos remiten tanto a la actividad condicionada del devenir (saṃsāra) como al ámbito incondicionado que rebasa la existencia y la no existencia, el ser y el no ser, la vida y la muerte (nibbāna o nirvāna).
A lo largo de los siglos, esta doble articulación de lo condicionado y lo incondicionado ha sido motivo de las más elaboradas y sutiles consideraciones, no exentas de grandes e históricas disputas. Sin embargo, se puede plantear que la Enseñanza persiste de manera única e indivisible, al margen de las polémicas institucionales y las posturas sectarias. La envoltura de lo condicionado y lo incondicionado es propiamente la naturaleza de lo real que abarca tanto al devenir como a su traspaso. Lo real no está sujeto, en última instancia, a ninguna forma de pensamiento, pues como ha subrayado Aigo Castro en su penetrante estudio sobre el gran maestro Zen Eihei Dōgen (1200-1253), «escapa a cualquier intento de encerrarla en los estrechos moldes de nuestra mente ávida de nociones absolutistas y/o relativistas irreductibles. La atávica compulsión humana por cosificar lo real queda abolida por la libertad polisémica misma de aquello que vanamente trata de categorizar».2 Después de todo, las enseñanzas o la Enseñanza de los buddhas es solamente el camino o sendero (magga) para la emancipación de la mente por sí y de sí misma, o lo que es igual, del peso de la existencia. Se lee en el Dhammapada (v. 348): «Abandona el pasado, abandona el futuro, abandona el presente; habiendo ido más allá de la existencia, con la mente liberada de todo, no irás de nuevo al nacimiento y a la vejez».3
Buddha se refiere a sí mismo en tercera persona como Tathāgata (तथागत en devanagari). Expresión que significa el que ‘así ha venido e ido’. Tathāgata y buddha son epítetos que designan la experiencia primordial y determinante de lo que realmente hay, la cual desborda al individuo o persona que lo experimenta. La Enseñanza precede y es independiente de quien la realiza. Como reza un importante pasaje de los textos canónicos: «Aparezcan o no los Tathāgatas en el mundo, sigue habiendo un hecho, una condición firme y necesaria de la existencia: todos las formaciones [o fenómenos condicionados: saṇkhārā] son impermanentes [aniccā], todas las formaciones están sujetas al sufrimiento [dukkhā], todos los fenómenos [incluyendo lo incondicionado: dhammā] están vacíos de mismidad [anattā]».4 Se trata, en efecto, de las tres marcas, características o signata de la existencia (tilakkhaṇa) que ponen en evidencia lo que hay, y que cada cual puede constatar por sí mismo, si genuinamente se lo propone.
Así pues: ¿qué es el mal, qué es el bien, qué significa ‘purificar la propia mente’ y realizar esa verdad «inefable» que solo puede ser «tocada con la mente?» Lo que se traduce por ‘hacer mal’ significa tener la intención, más o menos consciente, de hacer sufrir a un ser viviente, incluyendo, y esto es importante, hacerse daño a sí mismo. Lo que se traduce por ‘generar el bien’, significa engendrar o producir la capacidad de entendimiento: lo diestro, lo excelso, lo virtuoso, lo potente. El mal está ligado a lo que se conocen como los tres grandes venenos de la mente: dosa, (odio, con todos sus matices: desde el enojo y el miedo hasta el repudio, la abyección, la soberbia, la insensibilidad y la envidia), lobha, (la codicia y apego, desde la lujuria material y sensual hasta la voluptuosidad espiritual), y moha, (la ignorancia, en toda su amplia gama de matices: ofuscación, estupidez, confusión, ensimismamiento). La ignorancia remite, en última instancia, al desconocimiento de las condiciones reales de la existencia que se expresan en las Cuatro Nobles Verdades (ariya sacca) y en el Surgimiento Condicionado o Mutuo Condicionamiento de los fenómenos (paticcasmuppāda).
La purificación de la propia mente supone reconocer que lo que llamamos ‘mente’ es una febril actividad, inseparable del cuerpo (nāma–rūpa) que se debate en medio de lo que los antiguos griegos llamaban el páthema (πάθεμα), es decir, de las cualidades afectivas de la experiencia, incluyendo las mil y una formas de padecimientos cotidianos, sean tristes o alegres. La mente necesita, por lo tanto, ser enérgicamente disciplinada (viriya), cultivada en su desarrollo (bhavana), en la rectitud de las acciones (sila), en la concentración (samāddhi) y en la cabal atención (sati). En esto consiste lo que se conoce, como ‘meditación’ ο práctica meditativa.
Lo que está en juego es la práctica de la sabiduría (pañña, prajnā), la cual implica un recto entendimiento del devenir, es decir, de las condiciones que mueven al nacer y al morir, pero también al continuo surgir y cesar, aparecer y desparecer de los fenómenos. Hay que insistir en que este entendimiento, lejos de ser meramente teórico o especulativo, supone una íntima compenetración con las condiciones reales de la existencia ya mencionadas: impermanencia, transformación y volatilidad de todo lo que hay o está siendo (anicca); padecer, sufrir y persistir en la insatisfacción (dukkha); y la impersonalidad o el hecho de que todo lo que ocurre, acaece o acontece en un determinado momento no está ligado a una entidad permanente e inalterable que subsiste, sea material o inmaterial (yo, alma, conciencia, átomo). Este es el asunto fundamental, y muy difícil de reconocer, de anattā o anatmān. El carácter momentáneo de los fenómenos no deja por ello de indicar también la continuidad de un proceso interminable que no contiene tampoco un origen primordial o absoluto.
«Que el momento no escape de vosotros», afirma el Buddha (Dhamp. v. 315). Más que de la inútil captura del momento, se trata la disposición de la mente para acoger el insistente aparecer/desparecer de lo que ocurre momento a momento a tono con un recto pensamiento.5 Justo este momento no es el primero ni el último: es el único. He ahí una manera de entender la unicidad de lo real. Se trata, en definitiva, de liberar la mente del apego a la aflicción, del flagelo de la tristeza o, en su caso, de la adherencia a las mutantes alegrías pasajeras. Se trata de traspasar la angustia y el ansia de existir o de no existir. «Llegado el momento», dice Dōgen Zenji en alguna parte, «hay que abandonar los juguetes de la infancia». En este contexto de nada vale el anhelo, casi infantil, de Fausto: «Le diría yo al momento [Augenblick]: ¡detente, eres tan bello!»; o, por el contrario, la ingenua huída hacia delante que implica la distracción y el tratar de escapar del momento.
No hay nada ni nadie, humano o divino, capaz de lograr la plena satisfacción de los deseos; ni nadie para saciar definitivamente lo que se anhela. De entrada, el «bien» consiste en hacerse cargo de sí, ya que «uno no puede purificar a otro». Este punto es clave, pues no es de sano juicio dañarse a sí para beneficiar a otro: «Por el bien de otro, por más grande que sea, uno no debería hacer disminuir su propio bien. Habiendo comprendido su propio bien, debería ocuparse de su propio bien.» (Dhamp. v. 165, cursivas añadidas) Desde esta perspectiva, lo correcto no es sentirse culpable por el «mal» que uno ha provocado sino asumir la responsabilidad de las acciones y esclarecer las condiciones de su motivación para no reincidir en lo hecho.
Evitar el mal y hacer el bien son parte de la atención plena y cabal, la cual está dirigida a despertar en nosotros el ingénito noble deseo de entendimiento. Por eso conviene más hablar de ética que de moral en sus sentidos prescriptivo o normativo, pues el bien y el mal no son realidades últimas sino efectos o consecuencias de las acciones intencionales que repercuten, de manera ineludible, sobre las condiciones de vida que nos envuelve a todos.
Esto nos conduce a otra cualidad fundamental de la existencia que en la tradición budista Mahāyana va a adquirir una peculiar relevancia, con Nagārjuna (aproximadamente 150-250 de la era común) y Bodhidharma, fundador de la vital y transformadora tradición Zen (Ch’ang, en chino), quien proveniente del sur de la India, y llega a la China en el siglo VI de nuestra era. Dicha cualidad o marca es el vacío o la vaciedad (suñña, śunyāta). Esta noción de «vacío» no debe identificarse con carencia, ausencia, desolación. Se trata, más bien, de todo lo contrario: ella alude a la común vastedad de lo condicionado y de lo incondicionado, ya que ambos aspectos de lo real están igualmente absueltos de mismidad o aseidad. «¿Cuál es el sentido primordial de la verdad sagrada?», le preguntó el emperador Wu de Liang a Bodhidharma. La respuesta de Bodhidharma no se hizo esperar: «La vastedad del vacío. Nada sagrado». Siglos más tarde, en pleno auge de la cristiandad, y ante el desconcierto del poder eclesiástico y su furor inquisitivo, el gran pensador alemán Meister Eckhart (1260-1327/29) dirá: «Puesto que Dios está vacío de todas las cosas, él es todas las cosas».6
De esta manera, todo lo que hay, es decir, la integridad de los fenómenos es, en última instancia, inasible, porque no contiene nada en sí mismo. Lo único que lo sostiene es el entramado infinito de las acciones o de los modos de ser, como diría Spinoza. En este contexto, la verdad «inefable» que solo puede ser «tocada con la mente», consiste en una experiencia única, tan íntima como impersonal, por la que cesan las construcciones, formaciones o creaciones mentales y se abandona, de una vez, toda forma de anhelo, apego o atadura y, por ende, la adherencia a los propios padecimientos que es realmente la fuente de lo que significa sufrir: «El bikkhu de mente serena, que ha entrado en una casa vacía [suññagaram pavitthasa] y que percibe claramente la Enseñanza [Dhamma], experimenta un júbilo superior al de los humanos [amanusi rati hoti]». (Dhamp. 373) Eso que se experimenta es justo el momento de lo que está ahí en todo momento, siendo evidente de suyo, y no un añadido de la mente.
Si bien las imágenes afectivas que cada cual se hace de sí y de los otros a partir de las formaciones mentales y la construcción del yo, el sentido de la identidad personal y sus identificaciones, son recursos propios e inevitables de la actividad mental, que hay que aprender a observar para efectivamente comprobar la naturaleza ilusoria y ficticia de dichas imágenes. Escribe Dōgen con su maravilloso entendimiento del recurso a la paradoja: «Estudiar la Enseñanza del Buddha (Buddha-Dharma) es estudiarse a sí mismo. Estudiarse a sí mismo es olvidarse de sí. Olvidarse de sí es dejarse despertar [o iluminar] por la infinitud de los mundos. Dejarse despertar por la infinitud de los mundos es desprenderse de la propia mente-cuerpo [shinji-dasuraku], y de la mente-cuerpo de todos los demás. Así, ni un rastro del despertar queda, y ese no-rastro prevalece para siempre».7
Cuando se nos refiere a la verdad inefable, la palabra que aquí se traduce por «inefable» es anakkhate, término que indica que esa «verdad» no es creada por la mente o por el lenguaje [ata-kkha-vaca]. En términos ontológicos, la verdad es lo real que siempre ha estado ahí, pues es previo y más primordial que toda consideración especulativa acerca de lo que es o no es. En todo caso, a la luz de la práctica de la sabiduría, las palabras no pueden menos que convertirse en el crisol de la experiencia. No es, por lo tanto, de la impotencia del lenguaje de lo que aquí se trata sino, por el contrario, de la potencia infinita del vacío en tanto que fuente de toda creatividad, incluyendo por supuesto la fuerza del lenguaje y el silencio que lo habita. Brotan así de su propia fuente (sponta sua), la compasión (karuṇā) y el amor incondicional (mettā), virtudes primordiales para una lidiar de manera fecunda con uno mismo y con la conflictiva y frecuentemente desgarradora convivencia humana. Dichas virtudes no se reducen a su aspecto afectivo, emocional o sentimental, sino que nacen espontáneamente del entendimiento y del más alto cultivo de la sensibilidad. Téngase aquí en cuenta que el término ‘virtud’, del latín virtus, significa fuerza de carácter, es decir, lo opuesto a la pusilanimidad.
Sin embargo, puesto que, como se ha dicho, la Enseñanza precede a su transmisión por parte de los Tathāgatas, los criterios del bien y del mal, así como los frutos de la purificación de la mente son parte de un sendero a cuyas bondades no hay que quedar sujetos o sometidos, pues las enseñanzas solamente indican, señalan o apuntan el camino. Le toca a cada cual realizar o llevar a cabo la emancipación de la mente de sí misma, es decir, de su innata tendencia al apego. Dice el Buddha: «Así os he enseñado cómo el Dhamma [Enseñanza] es similar a una balsa que permite pasar a la otra orilla, y no algo a lo que hay que aferrarse».8 No se trata, pues, de una doctrina más a la que hay que adherirse y promover a la manera de un vulgar proselitismo. No se trata de ser ‘budista’, un feligrés o adepto a la Enseñanza. Se trata de compenetrarse con lo que hay e investigar por sí mismo, si hay el noble deseo para ello, lo que implica nacer, vivir y morir.
Ni qué decir tiene cuán ardua, difícil y exigente es esta práctica. La Enseñanza es clara y diáfana. El reto es vivir a la altura de ella y descubrir por sí mismo cuán fértil, bondadosa y esclarecedora puede llegar a ser cuando se la entiende íntegra y cabalmente. Por esta razón, sean cuáles sean las intenciones, no es justo ni sensato abstraer de su contexto la práctica meditativa que el Buddha enseña y reducirla a una técnica de auto-ayuda o una «herramienta para el manejo de las emociones», a tono con la oferta y demanda del mercado cultural de la lógica del Capital, ese nuevo amo de la Tierra. Al decir de un antiguo y conocido proverbio chino, cuando el sabio apunta a la luna, el tonto ve el dedo y no la luna.
* Este texto es la versión revisada y elaborada de una conferencia ofrecida en la Universidad de Puerto Rico en Humacao, el 9 de febrero de 2016. Agradezco al Departamento de Humanidades de ese recinto, a su directora Dra. Zoé Jiménez Corretjer, al Prof. José Miguel López y al abad de la abadía San Antonio Abad, Oscar Rivera, haber gestionado la invitación. También aquí se profundiza en lo expuesto en una anterior columna, http://www.80grados.net/
- La doctrina del despertar. El budismo y su finalidad práctica. México, Editorial Grijalbo, 1995. El original de este libro, tan extraordinario como controversial, es en italiano. Hay también una edición en inglés. [↩]
- Las enseñanzas de Dōgen. Barcelona, Editorial Kairós, 2002, p.177. Para una abarcadora visión contextual de las enseñanzas del Buddha, el libro de Helmuth von Glasenapp, La filosofía de los hindúes (Barcelona, Barral, 1977), sigue siendo un clásico ineludible. [↩]
- En su instructivo libro Zen and the Taming of the Bull. Towards a definition of Buddhist Thought (Londres, Gordon Fraser, 1978), Walpola Rahula sitúa en su contexto el verso citado y escribe: «An acrobat named Uggasena attained arahantship [una de las dimensiones del despertar o de la iluminación], periously balanced, on the top of the bamboo pole in the course of performing risky acrobatics when he heard from the voice of the Buddha an utterance almost like a Zen koan: Let go in the front; / Let go behind; / Let go in the middle, / Gone beyond existence, / with a mind freed everywhere, / Thou comest not again to birth and decay.» [↩]
- Angutara Nikāya, Libro de los Tres, 40. La cita está tomada de la edición española de EDAF, Madrid-México, 1999. Para una excelente edición antológica de los textos canónicos al inglés – hasta donde sé, la única disponible en una lengua occidental –, puede consultarse la siguiente a cargo de Bikkhu Bodhi: In the Buddha’s Words, Boston, Wisdom Publications, 2005. Las tres marcas de la existencia también aparecen en Dhammapada, 277-279. [↩]
- El célebre carpe diem, quam minima credula postero de Horacio, podría entenderse cercano a esto, si se le traduce libremente así: «acoge el momento, otorgando la mínima confianza al antes o después.» [↩]
- Traduzco del original en alemán: «Darum ist Gott ledig aller Dinge – und (eben) darum ist er alle Dinge.» Predigten, Elsnerdruck GmbH, Berlin, 1963. Es claro que esta frase rebasa por mucho lo que se conoce como panteísmo y misticismo. A pesar de la posición no-teísta de la enseñanzas del Buddha, hay puntos de interesantes confluencias con el peculiar teísmo de Eckhart, precisamente en virtud de esta noción de vacío. Este asunto fue motivo de valiosas investigaciones por parte de los componentes la llamada escuela filosófica de Kyoto a principios del pasado siglo, en Japón. Véase al respecto el libro de Shizutero Ueda, Zen y filosofía (Barcelona, Herder, 2004). Hay que cuidarse, sin embargo, de las premuras de los estudios comparados, y no extrapolar las categorías del pensamiento occidental al pensamiento asiático, ni viceversa. [↩]
- Genjōkōan. Traduzco de la edición inglesa del Shōbōgenzō («El tesoro del verdadero ojo del Dharma»), obra de la cual dicho opúsculo forma parte. Versión directa del japonés por Kazuaki Tanahashi, Boston, Londres, Shambala, 2013. [↩]
- Majjima Nikāya, 22. Entiéndase bien: no es lo realizado con la práctica lo que hay que abandonar, sino el apego a sus beneficios, como remarca Bikkhu Boddhi en su comentario a este discurso (Boston, Wisdom Publications, 1995, Nota 255). [↩]