La pregunta por la enseñaza de la filosofía
Con lo cual sale a relucir otra pregunta: ¿por qué? ¿En qué consiste esa extraña disciplina cuyo contenido no cesa verterse, a la manera de un desbordamiento, sobre su propio curso, trayecto y recorrido? ¿No entra en juego ahí el asunto mismo del lógos en tanto que rodeo o períodos, de ese encaminarse por los límites, siempre por definir y perfilar, de un sendero indefinido? ¿No es ese el mismo rodeo que caracteriza el juego del amor, el erotismo cuyo impulso o φύλια (phylia) conduce en medio de la penuria y la abundancia, a la sophía, a la sabiduría? ¿No es esa la sapientia que nos remite a la experiencia básica, primaria de las papilas gustativas y, desde ella, al viaje interminable del pensamiento? Dice el poeta: pensar entre dos, / como si hacer el pensamiento fuera igual a hacer el amor (R. Juarroz). ¿No son esas también las alas del deseo que, sin dejar de ser erótico, o precisamente por serlo, engendra el deseo de entender, la potencia infinita del entendimiento? Ya en los más antiguos himnos védicos que heredan los Upanishads, está la idea de que el amor y el deseo son el impulso primario que conduce al pensar y al lenguaje.
Una estudiosa de la filosofía en el continente africano, Séverine Kodjo-Grandvaux, afirma lo siguiente: «La philosophie n’est pas ce que caractérise en propre à Occident, elle appartient à tous, c’est-à-dire, à personne en particulier. Et elle peut se décliner à l’infini.» En principio, estamos de acuerdo con esa afirmación. Digo ‘en principio’ porque habría que matizar y distinguir entre el discurso de la filosofía, la experiencia filosófica y la práctica de la sabiduría. En ello venimos insistiendo desde hace más tres décadas, sin pretensión y ni premura alguna, pero sí convencidos de que el amor y el deseo de entender son la matriz de la máthesis (μάθεσις) y el máthema (μάθεμα), de la acción de enseñar y del acto de aprender, siempre y cuando esa intensa actividad responda al clamor de la inteligencia, y no a una mero manual técnico-pedagógico de instrucciones al uso.
Lo anterior implica que hay que tener en cuenta el ámbito afectivo en el que se desenvuelve, de manera ineludible, el pensamiento, es decir, el páthema, el entramado de las pasiones, sean tristes o alegres. En este contexto, la experiencia filosófica es aquello que pone en juego los límites del pensamiento en medio de los confines de lo ilimitado, la abertura sin fin que constituye el horizonte de lo real. Nada casualmente la palabra ‘horizonte’ (‘orizo, óntos) indica el límite indefinido de la mirada (‘oráo), es decir, de lo que es o, mejor, de lo que está siendo.
Esa puesta en juego pasa por el gesto agónico de la escritura que Platón saca relucir en ese maravilloso diálogo que es el Fedro. La escritura es el laboratorio conceptual de la experiencia filosófica, llevada hasta el límite de sus posibilidades como lo es el silencio que habita el lenguaje, y no necesariamente lo trasciende, pues un límite no es una limitación. ‘Agónico’ implica, la lucha y el esfuerzo por persistir o perseverar y también la vertiente lúdica, el riesgo y la aventura, sin los cuales no hay un pensamiento amoroso y saludable, ni espacio para la risa, la sonrisa o la carcajada.
Puesto que se trata de un amor y de una práctica de la sabiduría, la filosofía sólo puede ser fiel a Σοφία, a la sabiduría, a conciencia de que jamás podrá poseerla, pues ella es como el viento, está en todas partes y a nadie pertenece. Esa fidelidad se resiste a la servidumbre. Por esta razón, una vez emancipada de la teología, tarea que se inicia con Descartes y culmina con Nietzsche, la filosofía no puede reducirse una filosofía de la ciencia, de la matemática, de la historia, del arte, de la religión, de la educación, etc.). Su desafío está siempre en otra parte o, mejor, en el traspaso de otro umbral, siempre por discernir y esclarecer, pues su quehacer es una experiencia intemporal que, sin prescindir de la historia, al mismo tiempo la rebasa. Se trata de una intemporalidad que atañe al enigma del tiempo, y no al ideal de una filosofía perenne, atemporal.
Desde esta perspectiva, todos los filósofos son contemporáneos, y ninguna filosofía es ajena o extranjera. Todo filósofo, sea hombre o mujer, es portador de una enseñanza. No hay, ni puede haber, una caducidad del pensamiento, por más que se proclame su obsolescencia, partiendo de la falacia programática de que el cerebro funciona como un ordenador o una computadora. De esa manera, se pierde por completo de vista que sin el natural o espontáneo (sponta sua) artificio del lenguaje – característica mental, y no solamente neuronal, del animal que habla –, no habría inteligencia artificial ni ciencia del cerebro.
Henri Bergson apunta en la dirección correcta al proponer que la filosofía debería ser capaz de «trascender la condición humana». Sin embargo, cambiaríamos el verbo ‘trascender’ por traspasar y elevarse, pues de lo que se trata es de sobrepasar la fábula del mundo, empezando por la de la propia individualidad, y abandonar el letargo de la ignorancia. No otra cosa significa, para nosotros, alétheia (άλέθεια), el noble despliegue de la verdad. Esto implica, entre otras cosas, no quedar sujetos a la reproducción dircursiva de la filosofía, a las identificaciones sectarias o doctrinales; a lo que este, aquella o aquél, filósofo o epígono dice o piensa, a la doxografía de una u otra escuela de pensamiento. Hay que instalarse de lleno en la pregunta, en el cuestionamiento, en la investigación; seguir las huellas, los vestigios, las veredas de lo que significa vivir a la altura de un inmenso e inagotable legado. Se trata de generar un vigoroso y jovial experimento con las propias fuerzas vitales, y no un semblante que no haga más que consolidar la égida, hoy en día avasalladora, de la lógica del capital, el despotismo del dinero y los artilugios del marketing.
Es posible constatar que los conceptos filosóficos son creaciones o ficciones de la mente, pero también invenciones que salen al encuentro (invenio) de lo real. Ese talante creador e inventivo es compartido con las imágenes poéticas, sea cual sea su modo de expresión (verbales, plásticas, musicales), en virtud, precisamente, de la fuerza expresiva del pensamiento. Su inventiva o capacidad de descubrimiento es compartido con las ciencias y las matemáticas en virtud de la acción y disposición clarificadora de los personajes conceptuales, al decir de Deleuze, que protagonizan el drama de la escritura filosófica. En lo que a los conceptos matemáticos se refiere, ellos son también creaciones de la mente, pero sacan a relucir una dimensión de lo real que no está delimitada por el conocimiento de la naturaleza ni por las coordenas espacio-temporales de la física, aunque necesariamente las implique. Esto explica el rigor, la precisión y la «irrazonable eficacia de las matemáticas» (Eugene Wigner), las cuales son un instrumento indispensable para la investigación científica.
Basta con pensar, por ejemplo, en el concepto de lo transfinito de Cantor, y el maravilloso descubrimiento de que dado un infinito, siempre puede haber una infinito mayor, aunque no sea numerable o cuantificable, pero sí real y ontológicamente decisivo. Esto explica también la tentación de una mathesis universalis que no poco matemáticos subscriben, y que nos remonta a Platón, pero también al gran debate con las neurociencias y el problema, más vivo que nunca, del materialismo. Pues cabe preguntarse hasta qué punto la materia es tan insondable como la mente que la investiga, que no es, ni puede ser, un aparte, una parte extra parte de lo que se está o investigando o se desea investigar.
Por su parte, las teorías científicas, sea en el dominio de la física o de la biología, pueden concebirse como un diseño de la naturaleza que atañe, pero no agota, lo real. Se trata del diseño conveniente de lo que lo que, en un momento dado, aparece, se nombra y se identifica como realidad. A este respecto, las teorías que se forjan con los conceptos filosóficos, a diferencia de las científicas, son también modos de habitar este mundo y de lograr la indispensable acquiesentia mentis, la serenidad mental para sostener la fuerza del pensamiento y la potencia del entendimiento. Los conceptos filosóficos acarrean un compromiso ontológico (no necesariamente metafísico), una postura ética (no necesariamente moral), una apuesta política (para nada ideológica). En fin, ellos implican una estética del pensamiento que rebasa el asunto de la belleza o de lo bello, para situarse de lleno en un llamado a la atención, a la cautela, y hacerse cargo de sí, el tiempo propio de cada cual.
La filosofía no es para los incautos o los mentecatos. La filosofía no es para cualquiera; es para quien quiera, para quien realmente desea entender. Ella obliga a desprenderse de la docilidad de la mente y de la sumisión de los cuerpos, al decir de Foucault, porque está ligada a la entereza e integridad de una noble forma de vida. ¿Cómo enseñar y aprender esa obligación que es, ante todo, una obligación consigo mismo, sin caer en el autoritarismo, pero tampoco en la molicie o flojera del liberalismo? ¿Cómo hacerlo a sabiendas de que nadie aprende con cabeza ajena y que toda enseñanza se inserta en una acción política, en una prágma politiké?
La experiencia filosófica, en tanto que práctica de la sabiduría, y no solamente como discurso en torno a las representaciones institucionales de la filosofía, envuelve, no una mathesis universalis, sino un máthema libre, libre incluso de sus propias ataduras conceptuales. El máthema de la filosofía es siempre un erótema (ερώτεμα), una amorosa pregunta que conjuga el qué, el cómo y el por qué, hasta poder llegar a afirmar libremente el vivir sin por qué, como bien lo entendió el maestro Eckhart: «Quien durante mil años preguntara a la vida: ¿‘por qué vives’?, si pudiera responder, no diría otra cosa que ‘vivo porque vivo’. Esto es así porque la vida vive de su propio fondo y brota de lo suyo; por eso vive sin por qué, porque vive de sí misma…»; siendo, habría que añadir, nada en sí misma, y todo en cada cosa.
La experiencia filosófica es una práctica de la sabiduría porque es una práctica de la libertad. Se trata de la libertad de la desposesión o desasimiento, el estar «libre y vacío» (leid und frei) de sí y, por lo tanto, del anhelo de posesión. Pero, a su vez, sin perder de vista las ineludibles relaciones de poder, con frecuencia mortíferas, como lo comprobarón Sócrates, Séneca y el guerrero filósofo-emperador Marco Aurelio; o los desfiladeros de la locura, como lo experimentó Nietzsche. Pero, sobre todo, sin perder de vista el horizonte, es decir, los confines de lo ilimitado, ese punto indefinido de encuentro de la Tierra y el gran vacío del Cielo, del que nadie está excluido, y donde tampoco nada permanece, que los griegos nombraron como χάος, en la India śūnyatā, en la China taixu o kong, en Japón ku.
Puesto que la filosofía no pertenece a nadie, ni a ‘occidente’ ni a ‘oriente’, hay que ponerse en guardia contra las apropiaciones nacionales o regionales de la filosofía, pero también contra el universalismo que, en nombre de la Verdad o del tribunal supremo de la Razón, obvia lo más elemental: la singular experiencia del pensar y la experiencia radical de lo común que lo anima y sostiene. La filosofía no es un asunto de ideales, ideologías o destrezas de comunicación. Hay que insistir en que los conceptos son ideas, vislumbres poéticos del pensamiento; criterios de inteligibilidad que permiten lidiar con las duras condiciones de la existencia: nacer, vivir, enfermar, envejecer y morir. No hay mejor antídoto contra el deslumbramiento, la estulticia o la estupidez que la experiencia filosófica.
La filosofía es, sin duda, un asunto del cerebro. Pero el cerebro no es, sin más, una máquina de cálculos y cómputos. Si se insiste en hablar de máquina, recordemos que ‘méchané’ significa mecanismo ingenioso o confabulador; y que el cerebro es, no solamente una gran «selva neuronal» (¡Unas 100,000 millones de neuronas y unas 10,000 sinapsis por cada una!), sino también una formidable «máquina de sueños» que ha engendrado, a lo largo de un complejísimo y doloroso proceso evolutivo, el prodigio de la mente, la mente luminosa, capaz no solamente de mentar, comentar y mentir, sino también de despertar, es decir, de realizar o llevar a cabo su propia emancipación.
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*Texto leído el 26 de enero de 2019 en el simposio ¿Cómo enseñar filosofía?, celebrado en el Museo de Arte Contemporáneo, en San Juan de Puerto Rico.