La resaca
tercer trancazo
Entre todas las funciones que cumple un alambique de cañita, la más básica es la de ser un pequeño laboratorio casero. Quizás por eso sorprende que su invención se deba a la magia antes que todo. Fueron los alquimistas árabes de la Edad Media quienes perfeccionaron el proceso de destilación. En nombre de Alá buscaban el elixir de la vida eterna; luego de una vuelta por el alambique encontraron perfume. En todo caso, destilar cañita tiene más de arte que de ciencia. Los alambiqueros que conocí en mis viajes del pitorro trabajaban de forma intuitiva, siguiendo procesos aprendidos de generación en generación. El sistema suele seguir el mismo patrón: dos zafacones de lata -los “drones”, como se les conoce en el campo- se conectan por medio de una serpentina de cobre y un condensador. Uno de los envases se calienta con leña o gas, del otro sale el ron. Este enjambre de piezas se suele esconder en espacios donde reina el sucio y el descuido. Durante mi recorrido encontré alambiques almacenados entre la grasa del mecaneo en un garaje automotriz, llenos del fango que deja la selva, rodeados por la porqueriza de lechones en una finca. Todos seguían la misma línea artesanal, todos menos uno.Fue en una zona costera, cerca de algunas de las mejores playas de Puerto Rico, donde encontré un sistema extraordinario de destilación, totalmente distinto a los que había visto antes. Atrás quedaba el Camino Real que va del centro de la isla a la costa noroeste, donde bebí del rústico alambique de Don J (su nombre, como el de todos los artesanos mencionados, se ha cambiado para proteger su identidad). El espacio desaliñado donde se destilaba el pitorro El Patriota, en la guarida montañosa de Oquendo el artesano, también estaba a años luz de aquel alambique insólito que aspiraba a crear un ron mucho más fino. Su creador había desafiado la tradición puertorriqueña, descartando barriles y serpentinas en favor de un aparato en forma de torre, una columna reluciente de ocho pies hecha con cilindros de acero inoxidable. Del tope salía una serie de tubos, un pulpo con mangas que entraban y salían de aquel rodillo de hojalata que coronaba la columna. Tenía aspecto fantástico y barato, como si perteneciera a la escenografía de un B Movie de ciencia ficción de los años 50 o lo hubiera armado un estudiante precoz para la feria científica de su escuela.
De cierta manera, esa era la sensibilidad de la persona que lo había construido. Alberto es un tipo acicalado de treinta años con un estilo distinto al de los otros alambiqueros que conocí. Seguro de sí mismo hasta el tuétano, su estilo personal va de las camisas polo con la solapa hacia arriba al chancleteo playero y relajado. Bronceado, con el pelo untuoso y lleno de gel, llevaba la pinta que se espera de un concierge en un hotel boutique. Ese era precisamente su trabajo regular. Allí se había ganado la confianza de los dueños americanos, a quienes ya les había hablado de sus planes para producir un nuevo ron. Una gran parte de su tiempo libre se le iba en perfeccionar ese producto. Su hermano mayor, el comerciante de la familia, tenía un taller de mecánica pesada. Sus contratos con el municipio hacían que aquel garaje grande -cuyas paredes y techo de zinc lo tornaban en un horno cada vez que salía el sol- se llenara de camiones de basura necesitados de reparación. Detrás del taller había un solar abierto, las hileras nítidamente organizadas de un platanal esparcidas a lo largo del terreno. Allí, apartado en una esquina retirada de los racimos de plátano, estaba el alambique. Aunque el lugar no estaba a la altura de sus aspiraciones, Alberto tenía grandes expectativas para el ron que salía de su pulpo gigante.
“No estoy tratando de venderle un producto a nadie para que se emborrache”, me dijo el día que lo acompañé a destilar. “Lo que yo tengo es una visión de viñedo. Empecé con esto porque quería hacer cerveza artesanal”.
De todas las cosas que lo separaban de los demás alambiqueros, lo principal era su acercamiento: era empresario primero y artesano después. Su modelo de negocios forma parte de un nuevo capítulo en la historia del ron cañita, que siempre se ha desarrollado en la sombra de la legalidad. En los últimos años, sin embargo, el pitorro se ha convertido en una marca registrada. Pitorro, Pito Rico y Cañita son ahora etiquetas elaboradas por destilerías pequeñas que pagan patentes de Hacienda. Las botellas que producen se posicionan como productos artesanales, aunque pocos artesanos rurales estén de acuerdo.
“Eso no es cañita de verdad”, me había dicho Don J frente al fogón de su alambique, al que señaló para subrayar su argumento. “Aquí es donde se hace el ron cañita de verdad”.
Oquendo, por su parte, desdeñó la idea de que un pitorro pudiera ser legal. “Por ahí puede que lo hagan en una fabriquita, pero lo de nosotros es la tradición”, me dijo.
Las guerras por el título de “verdadero ron puertorriqueño” se remontan, como mínimo, al siglo 19. En un principio toda aguardiente era artesanal y clandestina, por lo menos en Puerto Rico, donde las autoridades españolas prohibían su producción y multaban la venta. No fue hasta que el Rey Azúcar se coronó como la máxima potencia económica que el ron se comenzó a conocer como la bebida nacional. La elite criolla de la época adoptaba un trago con vocación marginal, una bebida que hasta entonces había pertenecido a los bohíos de los campesinos y las barracas de los esclavos.
“En el siglo 19 se desliga de las haciendas. Los hacendados se dan cuenta de que el ron dejaba dinero aparte de la azúcar, que era mucho más que un derivado”, me dijo el historiador Juan Llanes Santos de la Oficina Estatal de Preservación Histórica. Su ensayo The Development of the Rum Industry in Puerto Rico es uno de los escritos recientes más completos sobre la historia local del ron.
Fue durante la segunda mitad del siglo 19 que se estrenan algunas de las familias que aún hoy lideran la industria: los Fernández se dan a conocer por su Barrilito, los Serrallés sacaban los primeros sellos que trabajarían hasta llegar al Don Q. En Cuba, los Bacardí construían los cimientos de lo que un siglo más tarde se convertiría en un imperio global del ron con sede en Puerto Rico (adonde se mudaron en el 1936). El crecimiento exponencial de la industria continuó sin apenas enterarse del cambio de soberanía en el 1898. Según el ensayo de Llanes, ya para principios del siglo 20 las compañías de ron se convertían en el contribuyente más grande al fisco puertorriqueño. Agua potable, electricidad, un sistema emergente de educación pública y carreteras; toda la parafernalia de modernidad que se asociaba con el nuevo poder colonial de los Estados Unidos se financiaba a cuentagotas con esos impuestos.
La ruta del ron en la isla se bifurcó a partir de la prohibición federal del alcohol en los Estados Unidos en el 1920, una ley seca que arropó a Puerto Rico con su puritanismo imperial. Los alambiques industriales dejaron de hacer ron, destinándose a otros propósitos o desapareciendo por completo. Mientras tanto, la cañita volvía a sus raíces, destilándose de forma artesanal y clandestina en el campo. La era del alambiquero heroico, un Robin Hood del ron, se popularizaba a ritmo de plena. Ya para la década del 30 Manuel Jiménez “Canario”, uno de los grandes del género, plasmaba el conflicto de la época al son de su pandero.
“Los muchachos de Cataño ya no pueden contrabandear, porque el gobierno tiene una lancha que juega con las olas del mar”, sentencia en “Los contrabandistas”. La canción luego adquiriría nuevas resonancias en la voz de rebeldía orgullosa de Daniel Santos, uno de sus tantos intérpretes. La prohibición se acabó en el 1933, abriéndole la puerta nuevamente a la industria legal del alcohol. Esto no significó el fin de la producción de pitorro clandestino, sino todo lo contrario.
“Una vez que la industria formal vuelve, el alambiquero ya había cobrado el título de ron puertorriqueño”, me explicó Llanes. “Hay una competencia ideológica y el Estado se preocupa por los impuestos que está perdiendo por los alambiqueros. Al perseguirlos intentaban obligar al pueblo a comprar ron que sí pagaba impuestos, impuestos que se utilizaban para financiar la campaña de industralización de la época”.
Esa es la tradición que siguen los artesanos que había visitado. Alambiqueros como Don J y Oquendo elaboran un ron cuya identidad se basa en evadir impuestos y regulaciones. Ahora una nueva generación de empresarios independientes como Alberto intentaba cruzar una frontera totalmente distinta: el supermercado. Alberto no aprendió a hacer ron a través de su padre o de su cuñado, como lo hicieron Don J y Oquendo, sino de libros y en internet. Luego de varios prototipos fallidos había desarrollado la máquina insólita de mangas y reflujos que me había invitado a ver. Era un día importante, Alberto se preparaba para hacerle una presentación de negocios a su hermano, por si le interesaba invertir en el proyecto. A pesar de ser una mañana brumosa, su alambique brillaba desde su esquina en el platanal. Como en las otras paradas de mi ruta pitorrera, había traído una cámara para documentar el proceso, pero Alberto me pidió que no tomara fotos o vídeo. “No quiero que me roben la idea”, me dijo, a pesar de que los planos que él mismo había utilizado para construir su alambique se podían acceder fácilmente en Google. La modificación más ingeniosa constaba de una parrilla de camión que se asomaba de un lado de la columna.
“Para condensar ron hace falta mucha agua fría”, me explicó. “Como yo no tengo un manantial cerca, resolví ese problema añadiéndole este radiador y una bomba que puede llegar a reciclar hasta 600 galones la hora. Es mejor para el medioambiente”.
La jerga técnica que tanto utilizaba -temperaturas y medidas y gases con nombres de tres y cuatro sílabas- no había surgido antes en mis viajes. Para destilar ron llegaba armado con termómetros, hidrómetros y pilotos de gas que regulan la intensidad de la llama. Era la misma metodología moderna que utilizaba para fermentar la melaza, el indispensable grado cero del pitorro.
No se sabe a ciencia cierta el momento o el lugar preciso, pero en algún momento del siglo 17 un esclavo o un colono anónimo agarró la podredumbre controlada de la melaza, ese líquido dulce y viscoso que sobra luego de hervir la caña para sacar la azúcar, y la pasó por un alambique. La alquimia milagrosa redimió esa fermentación, haciendo de lo podrido un trago que terminó por definir la cultura etílica del Caribe. Alberto mezclaba la melaza con agua, azúcar negra y levadura; el último ingrediente siendo el catalizador de la putrefacción. Seguía las indicaciones de tablas y gráficas para lograr la fermentación perfecta, que usualmente tomaba alrededor de semana y media.
“La levadura se fermenta a 60 grados Fahrenheit, pero en Puerto Rico se hace más rápido por la temperatura de la isla”, me indicó.
Ya me había topado con procesos de fermentación más típicos en el taller de Oquendo, donde se suelen fermentar a un mismo tiempo dos o tres baticiones, como le dicen los artesanos más tradicionales. El nombre viene de la acción de batir periódicamente ese caldo turbio en pleno proceso de descomposición.
“Mi papá le metía frutas pasadas -podridas, como decimos acá en el campo- y pedazos de carne”, me había dicho Oquendo en aquella ocasión. “Para aquellos tiempos hasta se le echaba excremento en una media”.
Esa reputación de mierda aún persigue a la cañita. Todavía es lo primero que mencionan los que ven al pitorro como una bebida insalubre; aquellos que se niegan a beber de ella por miedo a contagiarse con un virus o alguna bacteria. Los bebedores de pitorro se burlan de esa actitud con camisas y carteles que resaltan el elevado grado de alcohol que contiene. La creencia popular es que se trata de un porcentaje capaz de eliminar a cualquier elemento nocivo. “‘El pitorro mata’”, vi que decía una etiqueta pegada en la pick up de Oquendo, “mata el catarro, mata los piojos, mata las penas y prende el trimer”. De una manera o de otra, durante mis viajes no conocí a un solo artesano que fermentara con excremento. Ellos tampoco sabían de nadie que hiciera sus baticiones de esa forma hoy en día.
El ingrediente básico de la fermentación tampoco es lo que era antes. Es en Brasil, Panamá y República Dominicana donde se fabrica la melaza que luego se importa a Puerto Rico. La razón es sencilla: ya no crece caña en una isla cuya historia está inextricablemente ligada a la azúcar. La última central cerró en el año 2000, acabando con la escasa producción local de melaza que aún quedaba.
“Viene de allá, de esas repúblicas”, me dijo Oquendo, lamentándose de la calidad que se consigue actualmente. “La melaza de aquí antes era pura, pura, pura. Una melaza como amarilla, se veía lo natural que era”.
De vuelta al alambique octópodo de Alberto, el joven empresario graduaba la llama que quemaba la fermentación. Durante todo el proceso de destilación no dejó de moverse como un alquimista hiperactivo alrededor de la columna, ajustando válvulas y verificando bujías a cada paso. Una vez que el termómetro marcó la temperatura adecuada, lo podrido se convirtió en vapor. Alberto abrió la llave al lado del alambique, la bomba de agua y el radiador se encendieron con un ruido de motora que acelera. El agua fría inundó la torre para volver a tornar el gas en líquido. Quince minutos después se empezó a sentir el olor medicinal que anuncia la llegada; el entusiasmo de Alberto por las primeras gotas de ron se hacía contagioso.
“Tu ves, esto podría ser tremenda clase de química para un grupo de escuela intermedia”, me dijo.
Una vez que salieran los galones del día, mediría el porcentaje de alcohol por volumen con un hidrómetro, un instrumento desconocido para muchos artesanos. Los alambiqueros tradicionales utilizan técnicas antiguas que no dependen de tecnología alguna. Algunos mojan un paño con el ron recién sacado y lo prenden en fuego, si sale una llama azul saben que se trata de un buen porcentaje. En el Camino Real Don J me había mostrado su técnica. Luego de agarrar un gancho con un galón reciente lo meneó frente a mí.
“¿Tú ves eso?”, preguntó mientras me enseñaba el interior. Lo que quedaba sobre la superficie del líquido era una cubierta intricada de burbujas que le daban una calidad efervescente. “Perla cubierta, 200 grados prueba. Así decía mi cuñao”, concluyó.
Alberto prefería saber el grado exacto de alcohol en su producto. “Un negocio exitoso depende de la calidad y la consistencia”, me mencionó. Había invertido más de dos mil dólares a lo largo de cuatro años, pero no sabía cuál sería el próximo paso. La burocracia del Departamento de Hacienda no lo dejaba progresar con su sueño de vender un ron de autor.
“Lo más importante es arrancar”, me dijo. “Para llegar hasta aquí ha sido mucho tiempo, mucho trabajo, mucho dinero. Pero Hacienda exige que uno tenga el ron hasta 365 días en un barril de stainless steel y madera. Esa es la ley”.
Puerto Rico mantiene una de los controles gubernamentales del ron más estrictos del mundo. Esa reglamentación va de la mano con un arbitrio estadounidense muy importante en la historia de la isla, el Rum Rebate. En esencia, el tesoro federal recoge los impuestos del ron destilado en la isla que se ha vendido en los Estados Unidos y le devuelve ese dinero al gobierno local. Más de $350 millones al año regresan a Puerto Rico de esa manera. Una parte del dinero vuelve a las grandes compañías a través de promociones e incentivos. Pero para recibir esos beneficios hace falta un sello muy específico: Rums of Puerto Rico.
“Para que tenga la etiqueta tiene que haberse destilado en Puerto Rico y añejado por doce meses en barricas de roble blanco”, me dijo José Delgado, un químico que trabaja con el Negociado de Bebidas Alcóholicas del Departamento de Hacienda, la oficina que se encarga de regular el ron. “Decir Rums of Puerto Rico es como decir Mercedes Benz en Alemania”, añadió con un dejo evidente de orgullo. Luego procedió a detallar el laberinto de licencias que hacen falta para destilar ron de forma legal.
Una microempresa como la de Alberto no tenía manera de cumplir esos requisitos. Su capacidad de producción, como la del resto de los que operan en la clandestinidad, es una gota en el océano de ron producido por las grandes compañías. Después de todo, el sector de espíritus destilados vendidos dentro de la isla le trajo unos $47 millones al erario público el año pasado. Lejos de ser la actividad generalizada que fue en su momento de mayor amenaza a la industria formal, el pitorro se ha convertido en una bebida de temporada, reservada para las navidades y elaborada por artesanos envejecientes.
“Posiblemente te encuentres con alguien que llegue a los $160 mil en ventas, como mucho”, me dijo Delgado. “Seguramente tienen un costo operacional de $30 mil, pero es producción pequeña y limitada al área, con ventas que se hacen por referencia y de acuerdo a una época específica del año. Lo más seguro lo hacen para las navidades, para meterse 5 mil o 6 mil pesos en el bolsillo. Recuerda que para ellos es un part-time”.
Alberto le solía vender botellas de 700 ml a los turistas por $20, pero en los últimos meses había dejado de hacerlo. Aunque seguía sacando ron para curarlo con su variado repertorio de frutas, ahora se concentraba en encontrar inversionistas que lo mantuvieran a flote. Por eso el día que lo fui a visitar era tan decisivo. La propuesta que le haría a su hermano requería que este le diera $14 mil para seguir operando.
“Estoy tratando de conseguir los permisos, por eso ya no hago tanto”, me dijo. “Esto no es para estar haciéndome 20 o 30 pesos cada semana”.
Cuando probé su ron, reencontré sabores tradicionales como el café, la china y el tamarindo. El de grosella sorprendía, la fruta parecida a la cereza rendía un sabor ácido y robusto, como una frambuesa agria en una piragüa alcoholizada. Sus botellas tenían un aspecto más pulido, la bebida bajaba con cierta suavidad, aunque dejaba un regusto ardiente. Ese era parte del dilema; el pitorro de Alberto no era tan bueno como el de los mejores artesanos que me había encontrado. No daba la talla de elixir dulce y duro de El Patriota de Oquendo, a pesar de ser mucho mejor que el denominador común más bajo. Su crudeza tampoco le permitía competir con el sabor procesado de un ron industrial.
Antes de despedirnos, cuando ya se acercaba la hora de la reunión de negocios, Alberto me mencionó que ya tenía su etiqueta hecha, diseño gráfico incluido.
“Mi ron se va a llamar Clandestino”, me dijo.
Aún tendría que esperar para imprimir esas etiquetas. Cuando lo llamé unas semanas después, Alberto me comentó que su hermano había optado por no entrar en el negocio. Eso no lo detenía, ya estaba pensando en otras propuestas para posibles inversionistas. No estaba dispuesto a convertirse en un artesano ocasional, con una bebida exclusivamente navideña. En eso también desafiaba el rol que actualmente juega el pitorro en Puerto Rico. Con sus grandes planes para un ron de autor que se asemejara a la botella de un viñedo pequeño, Alberto se alejaba de lo que realmente buscan muchos bebedores de caña. Ese sentido de puertorriqueñidad genuina que no se ajusta a ningún gobierno, destilado trancazo a trancazo.
NOTA: Esta es la tercera parte de una crónica sobre el pitorro puertorriqueño dividida en cinco capítulos. Accede aquí al primer capítulo: Metiendo caña y al segundo: Agua bendita para un altar a la patria. La semana que viene publicaremos la cuarta entrega: Un vasito de pitorro.