La ruina diaria
Para los que vinimos a rellenar el espacio que se abría para nosotros en la expansión suburbana de los años sesenta, el universo se nos reveló con olor a nuevo. Ni la acera ni los estucados artesanales habían tenido tiempo para desarrollar manchas de humedad, que son algo así como el equivalente a las patas de gallo en un rostro maduro. La grama apenas cedía a las impurezas del cadillo y el moriviví, que vine a descubrir a los diez años corriendo descalzo. Los expresos tenían sus líneas de carriles impecablemente dibujadas. El cerquillo domesticaba el encuentro entre la naturaleza y el encintado, extendiendo así la pureza geométrica de la casa de urbanización a la calle.
Para ver deterioro estaba el casco de Río Piedras. La pestilencia de aguas negras vertidas sobre el alcantarillado pluvial daba la bienvenida al banquete visual de incongruencia y descontrol, producto de la acumulación de voluntades y tiempos. Para un ojo infantil adoctrinado por la serialidad fordista de la urbanización, Río Piedras era lo más cercano al infierno. El calor dentro de la Plaza del Mercado, que siempre recuerdo en ruinas, completaba el descenso infernal.
Hay niños que tienen buena memoria para los rostros. Lo mío eran los materiales y su deterioro gradual. Recuerdo la primera vez que vi pintar una pared en dos tonos y tipos de pintura, aceite y acrílico. La ocasión fue el regreso a la escuela del año 1975, cuando en medio de la recesión de entonces resultaba oneroso pintar todo un inmueble; cubrir los primeros cinco pies de un color encubridor con pintura de esmalte era la manera barata de tapar manchas y preparar el muro para el abuso de párvulos, pre-adolescentes y títeres de escuela superior. Recuerdo también que fue esa la primera vez que pareé un acto de destrucción con el nacimiento de una nueva estética, cuando aparecieron en el patio del colegio unos bancos decorados por alguna monja catalana (o valenciana) con la técnica del trencadís, a base de azulejos de cerámica triturados.
Mi vida adulta en Puerto Rico, y la de muchos otros coetáneos, ha enfrentado el deterioro epidémico de un entorno que se hizo casi a la misma vez, y con una materialidad de muy poca resistencia al clima y al uso cotidiano. El país se viene abajo, y esta vez no hablo del tópico metafórico de una economía, gobierno y clase dirigente quebrados. Hablo de cómo cada paso, cada mirada que del niño y ahora adulto expongo a lugares conocidos se encuentra con un nuevo referente de destrucción. Las ansias conservacionistas de arquitectos especializados en el tema no han provisto mucho alivio, pues en todo caso su esmerado intento por volver el edificio intervenido a su origen lo que hace es resaltar, por contraste, la ruina en la que se inserta esa nueva verruga de perfección restaurada.
Tampoco ayuda le exposición a referentes del parque temático, que cuentan con movilizaciones cuasi-militares de mantenimiento y protocolos precisos de prevención y reparación de daños. Mi Río Piedras no puede ganarle a Orlando, y aclaro que ni se me ocurriría ponerlos a competir, aunque si me presionan diría que Plaza Universitaria podría parársele al lado a cualquier parque temático del sur de la Florida y poner el nombre de Puerto Rico en alto.
Para ojos cada vez más entretenidos con visualidades de alta resolución y retoque virtual, la experiencia del deterioro urbano en Puerto Rico debía ser particularmente evidente. Si Orlando es un contendiente difícil de ganar en materia de pulcritud, ganarle al ojo digital es prácticamente imposible.
Sin embargo, a pocos parece molestarle el deterioro, y se va enrareciendo uno de la multitud feliz con esa mirada de asco de viejo neurótico que denuncia lo que a toda luz no parece existir como problema.
De vez en cuando encuentro un alma gemela en el que se fue de la Isla y regresa a exclamar, sin poder contener la frustración: “que feo se ha puesto todo”. Escucho a mis colegas arquitectos quejarse de la “falta de mantenimiento”, algunos muy cómodos con la idea de traer al mundo diseños que requieren mano de obra intensa para que puedan dar cara con dignidad por al menos cinco años, porque fíjense que ni diez me atrevo a pedir ya. Trayectorias completas de arquitectos desaparecen antes de que estos produzcan su última exhalación. Nada dura.
Advierto que no propongo volver a la foto del primer día de la modernidad, con ese impecable balance de claroscuro al servicio de su obsesiva-compulsiva ortogonalidad. Quisiera, sin embargo, encontrar la manera de incorporar el deterioro reconociendo incluso la indeseabilidad de explotar mano de obra barata para que las superficies se vean lindas cada vez que decida mirarlas. Admito envidiar esa manera italiana de contrastar el descoñete con el detalle refinado, que nada tiene que ver con el Viejo San Juan, que para mí es la versión arquitectónica de una de esas patéticas mujeres que se dejan retratar bajo la rúbrica de “Real Housewife from…” El Viejo San Juan existe hoy entre la sobre-restauración y el abandono, al punto de que La Habana me ha parecido, aún en su peor estado ruinoso, un lugar mucho más elegante que este facsímil de historia, que no es otra cosa que una urbanización cerrada pero abierta. Lamento aguarle la fantasía bohemia a sus residentes.
Pongo mis esperanzas en la estética del deterioro que veo nacer entre los más jóvenes, dedicados a fundar con entusiasmo “venues” a lo largo y ancho de Santurce con un ojo diestro y desinhibido a la hora de administrar el error y la inconsistencia. De ahí a que esos ejercicios en improvisación gamberra percolen en la conciencia de los diseñadores del patio hay una espera agobiante, y es que la formación del profesional del diseño en Puerto Rico, sea interiorista, urbanista o arquitecto, está dominada por mitos aspiracionales europeos, el South Beach de Miami, y un minimalismo que si antes parecía redimirnos de las cursilerías del “rústico mejicano”, terminó siendo empleado sin conciencia de lugar y propósito. Hoy ese estándar de diseño convive con el país en ruinas, su pretensión excluyente jamás la plantearía como antídoto al deterioro acelerado.
Quisiera hacer las paces con la ruina sin tener que manufacturarla artificialmente en un acto de pintoresquismo impostado. Quisiera mirar el presente sin tener que gritar en silencio frente al abandono que dejó perder tantos instantes de ciudad extraordinarios. Quisiera lograr belleza en la acumulación de voluntades sin la mano imprudente del diseñador, que de tanto imponer un mismo orden produce otra forma de ordinariez, tan o más ofensiva que la que intenta contrarrestar.
Uno de los enemigos más potentes de la belleza, aún en su estado ruinoso, viene de la red de alcaldes y administraciones gubernamentales que construyen para el ojo distante del automóvil, estirando el presupuesto para satisfacer sus escozores monumentales sin atención al detalle. Desde el auto en marcha una luz estratégicamente localizada, y hasta una pancarta, visten cualquier embeleco de obra significativa. Se extraña en estas intervenciones de cuatrienio una belleza difícil que se manifieste en el encuentro íntimo entre el peatón y su ciudad, y la realidad es que son muy pocos los sitios en San Juan, o en Puerto Rico, que resisten ese primer plano de acercamiento, esa toma insidiosa donde el abandono del proyecto de país ha dejado una cicatriz grotesca o un gesto incompleto.
Borrar estos queloides del paisaje urbano puede ser contraproducente. Puedo intuir las objeciones éticas, producto de un muy necesario cuestionamiento de la hegemonización de la belleza que no considera la riqueza de cuerpos y culturas de gloriosa incompatibilidad. Por otro lado, dejar que la ruina avance y la generosidad hacia el transeúnte desaparezca de toda agenda, que es hoy la constante en cualquier recorrido cotidiano, es aceptar que el ordenamiento jurídico que importa es el que privilegia a la propiedad privada, y que cualquier ansia de convergencia pública en el espacio es secundaria en derecho y en intención. Lo singularmente hermoso se circunscribe hoy al gesto privado, que siempre se reserva el derecho de admisión. Si ese es el consenso que prevalece, si la utopía sólo será un asunto de gestión personal frente a la incapacidad de articular un entorno público cuya belleza no requiera tanto encuadre y dirección de arte, tendré que ir planeando el destierro, porque no me interesa un país que vuelca toda aspiración a futuros privados de hijos que ni siquiera vivirán aquí. Para los que nos quedamos y somos parte del presente, no hay manera de aceptar la ruina como el escenario de la vida diaria sin que ello despierte alguna forma de inconformidad y conciencia activista.
Esas conciencias también las he visto, y muy a mi pesar siento que más que atacar al orden que permite y viabiliza la degradación del entorno urbano, lo que hacen es reforzarlo, decorando la cloaca como si ello fuera a disipar la peste.
Me resisto a vivir como la J.Lo y el duo de Wisin y Yandel en el videoclip de “Follow the Leader”, brincando de techo en techo en medio del cuerpo destripado de una ciudad-favela contra un mar prodigioso pero ajeno. Su silueta elástica es un truco digital, en realidad ellos no están ahí, su presencia ha sido post-producida, y lo que parece ser una hermosa yuxtaposición entre indumentaria de alta tecnología y urbanidad descompuesta es pura ilusión, el panorama hacia un irreparable desencuentro.