La soledad de los zapatos: memoria e instalación colectiva
Sentado sobre los muertos
que se han callado en dos meses,
beso zapatos vacíos
y empuño rabiosamente
la mano del corazón
y el alma que lo mantiene.
Que mi voz suba a los montes
y baje a la tierra y truene,
eso pide mi garganta
desde ahora y desde siempre.
La metáfora de los zapatos vacíos en el poema de Hernández recuerda la ausencia y el dolor que emanan de la instalación colectiva de zapatos frente al Capitolio. El conjunto de botas, zapatillas, tacones, zapatos de niños y de ancianos materializa la desolación y la orfandad colectivas. Esta instalación, que aquí llamo “La soledad de los zapatos,” es un lugar de memoria. Ante los efectos desorientadores que pretenden producir el silencio y la mentira, la simbiosis de estos “zapatos vacíos” por un lado alegoriza la marginalización y exclusión social de una gran parte del pueblo puertorriqueño. Por otro lado, como instalación colectiva, “La soledad de los zapatos” recuerda que las tragedias no son divinas, ni el destino es su mediador, ni se producen ex nihilo (fuera de la nada), sino que terriblemente son creadas por los seres humanos mismos. En otras palabras, los principios políticos relacionados con el predominio de la razón instrumental (en oposición a la razón crítica) son, paradójicamente, responsables de diferentes tipos de violencia, leyes de exclusión social y triunfantes calamidades causadas por la instrumentalización de la naturaleza.
Ciertamente, esta instalación colectiva de zapatos demanda reflexiones sociales y respuestas responsables que tomen en cuenta las razones materiales –sociales– de este tipo de tragedias. Si bien es cierto que los poderes institucionales evitan que la verdad sea aprehendida directamente, también es cierto que es posible develarla mediante la historia y las diversas expresiones del arte. Al comienzo de la sección titulada “Acción” en La condición humana, Hannah Arendt declara que los seres humanos podemos reinventar realidades y soportar el dolor si ponemos nuestras penas en el arte o contamos una historia sobre ellas.
Lo que Arendt sugiere tácitamente con esta afirmación de que la realidad puede transformarse mediante distintas manifestaciones del arte, es que la Historia es la dimensión por la cual la vida humana es trágica. Si la Historia es la dimensión por la cual la vida humana es trágica, porque la Historia está hecha de ruinas, las preguntas que me gustaría plantear son: ¿cómo podemos recuperar la esperanza –si es posible una tarea como esta– dentro de la Historia? ¿Cómo podemos, haciendo eco de las palabras de la filósofa española María Zambrano, deshacer la tragedia?
La tragedia, observó Raymond Williams ya a mediados de los años sesenta, no solo se refiere a un género literario, sino también a una multiplicidad de experiencias históricas. La tragedia no es simplemente muerte y sufrimiento, y ciertamente no es un accidente. Tampoco es únicamente una respuesta a la muerte y al sufrimiento. Es más bien un tipo particular de evento social y un tipo de respuesta al mismo que son trágicos. Por lo tanto, Williams relaciona la tragedia con experiencias de transformaciones sociales tales como la limitación, la destrucción, la marginación, las utopías, las frustraciones y las perversiones sociales.
La instalación colectiva de zapatos presenta preguntas tanto éticas como políticas. Dicha superposición de preocupaciones éticas y políticas son, entre otras, la precariedad de la justicia y las atrocidades políticas cometidas por órdenes institucionalizadas y por el neoliberalismo feroz del presente. Todo ello ha causado la despolitización de los individuos, la degradación del ser humano y el vilipendio de la sociedad. Como dijera Fredric Jameson en su libro The Political Unconscious, la Historia es lo que duele.
“La soledad de los zapatos” nos obliga a mirar los intersticios y los límites del silencio, ya que los silencios de la justicia en la ley pueden permitir que las cosas se escuchen. Las posibilidades de justicia social no radican en enunciados de leyes en sí mismas, sino detrás de las leyes, en los silencios donde se agotan las declaraciones de las mismas. El silencio y la inacción, expresó el dramaturgo catalán Salvador Espriu, no son humanos.
En esta instalación colectiva de zapatos vuelven a estar presentes, como si fueran fantasmas, múltiples instantes de dolor, de agonía y de terror. Su recurso plástico se convierte en un eco que demanda respuestas. Se trata de muertos que por momentos parecen estar vivos, que no han podido descansar todavía. Se trata de la memoria –de un pasado que no ha pasado– suspendida en el tiempo, mas no perdida en este. Aquellos que no somos del desierto, decía Arendt, aunque vivamos en él –porque nos han obligado a vivir en un desierto– tenemos la capacidad de transformarlo en un mundo más humano. De mucho ruido y muchos ecos.