La Universidad sin entorno
Érase el caso de un guaynabito que por vicisitudes de la vida y bancarrota de su padre, el hombre de negocios, tuvo que interrumpir sus estudios en una prestigiosa universidad de los Estados Unidos y matricularse en la Universidad de Puerto Rico un semestre en que no había huelga pero había cuota. Allá en el Norte estaba en su tercer año de universidad, que es cuando uno empieza a cogerle apego a las rutinas universitarias, a acostarse a las tres de la mañana y matricularse en clases que empiezan a las dos de la tarde, a ir a esquiar a Vermont los fines de semana largo y tirarse en tren a Nueva York a ver la última sensación de Broadway. Tenía allá amigos de abolengo, que hablaban de trajes hechos a la medida en Londres y aventuras en la Riviera italiana como si fueran rasgos de la cotidianidad. El guaynabito cargaba todos sus gastos a la tarjeta de crédito que el viejo le había conseguido al cumplir los 18 años, y vivía el dolcefarniente del estudiante boricua que en el Norte se matricula en cursos de español para principiantes y tenis en pareja para aficionados.
El tener que descender de esa nube a hacer fila para el pago de matrícula en Río Piedras (pidiendo prórroga, porque la bancarrota del viejo iba para largo) fue una gran prueba, porque como decía su tía solterona, con el colapso de la empresa familiar el Señor les había enviado una gran prueba y cada cual tenía que asumir su parte. Esto significaba que tenía que venir en tren a la universidad, comer en una cafetería alborotosa de prepas y sentarse en pupitres mugrosos incrustados con chicles de siete generaciones. También estaba el horror de tomar cursos requisitos con profesoras regañonas y tenerse que sentar en el piso en los pasillos para poder enchufar su computadora portátil.
A todas estas cosas se estaba habituando el traumatizado guaynabito cuando de la noche a la mañana se enamoró súbita y desesperadamente de una Rosa que estaba en su clase de introducción a la filosofía. El guaynabito, que se llamaba Billy Joe, por un prócer del siglo 20 en su familia conocido por Guillermo José, había tenido novias antes, al menos dos al año sin incluir los veranos, pero eran personajes de ocasión que se esfumaban en cuanto la moda cambiaba. Lo de Rosa lo tomó desprevenido. Era una fascinación total, intensa, absorbente. De pronto el horizonte de su vida se contrajo a una persona.
-Te tienes que mudar a Río Piedras, sentenció Rosa. Eso de estar mirando el reloj para no perder el último tren es de nerdos. Podemos conseguir barato un apartamento en la calle Humacao. De hecho, ya lo separé. Una amiga mía lo está dejando.
Billy Joe no pudo menos que asentir. En su casa no hubo oposición. Sus padres se estaban divorciando, y él era una complicación de la cual se habían habituado a prescindir.
Si descender a la Universidad de Puerto Rico había estremecido su sensibilidad, el mudarse a Santa Rita fue una revolución cultural. Hasta ese momento él había estudiado en una universidad sin entorno. Todo lo hacía dentro del recinto, hasta coger el tren. El mundo fuera de las verjas de la universidad lo conocía por cuentos de pasillo. Era un mundo salvaje, inhóspito, impredecible, peligroso, insalubre, facineroso, sujeto a tiroteos y redadas de la policía, olvidado de Dios y del alcalde de San Juan. Uno no caminaba por esos vecindarios, mucho menos de noche. Los que se hospedaban allí eran dominicanos o estudiantes de la isla.
Rosa era de la isla, de algún pueblo, más allá del peaje de Bayamón, al que Billy Joe nunca había tenido que ir. La complicación era que en cuanto se mudaron al apartamento empezaron a aparecer parientes y compueblanos de Rosa, a todas horas del día y de la noche, algunos se quedaban a ver televisión, registrar la nevera y hasta quedarse a dormir en el sofá. Nada de esto inmutaba a Rosa, ni siquiera cuando se presentó su abuela en un carro público con un racimo de plátanos y dos pollos que había que matar y desplumar para que pudiera haber asopao. Billy Joe nunca había mondado plátanos, pero le gustaban los tostones, y la abuela le enseñó a partir las puntas, hacer rajas en las partes filosas y a mondarlos con las manos. Al asopao de la abuela se presentó la mitad de los compueblanos, pero trajeron cerveza y chicharrones, guitarras, bongoses y poesías inéditas, y la fiesta sólo se acabó porque la vecina de abajo empezó a gritar por la ventana, lo que atrajo una patrulla de la policía. Algunos parientes se requedaron hasta un par de días después del evento, y hubo uno que no se podía ir, explicó Rosa, porque estaba fugado de una institución juvenil y no tenía donde quedarse.
Billy Joe empezó a pensar seriamente en conseguir un trabajo para sostener su nuevo tren de vida, porque con la mesada del padre apenas podía pagar su parte de la renta. Se enteró que en un supermercado de Hato Rey estaban buscando cajeros y allá fue a llenar una solicitud. También visitó todos los come y vetes de comida rápida y escudriñó los anuncios en los periódicos que buscaban guardias de seguridad. Una dominicana vecina le aseguró que en Floral Park había envejecientes que pagaban por ocho horas de cuidado nocturno, pero entonces eso era alejarse de Rosa. Acabó trabajando unas horas cada día en un taller de reparación de bicicletas en Capetillo, pero la paga dependía del flujo de clientes y después de un par de meses lo dejó. Rosa mientras tanto estaba dando tutorías de astrología a unas damas de University Gardens y le iba muy bien.
Cuando llegaron las navidades sintió ganas de emplearse en el Paseo de Diego envolviendo regalos, pero los chamacos de Venezuela y Buen Consejo lo disuadieron con sus cuchillas mohosas. Acabó entonces vendiendo agua del país de dieta frente a la Plaza del Mercado, donde lo encontró don Eleuterio, el chofer de su tío Manfredito, la víspera de Nochebuena, y se regó la noticia por Torrimar, San Patricio y Garden Hills, pero nadie hizo nada.