La creencia y la vergüenza
Mucho se ganará cuando por fin logre inculcársele a las masas (las de los frívolos, las de los intestinos de alta velocidad de cualquier clase) que no se supone que lo toquen todo; que hay experiencias sagradas para las cuales tienen que quitarse los zapatos y mantener apartadas sus manos sucias –en esto tal vez consista su mayor progreso en la historia. Del mismo modo, quizás nada disguste más de la gente supuestamente educada y de los creyentes en las ideas modernas que su falta de modestia y la cómoda insolencia de sus ojos y de sus manos con las que lo tocan, lo lamen y lo trastean todo.
-Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal1
Acaso sea la escandalizada nobleza de Nietzsche, y ese asco suyo tan contundente por la frivolidad de las masas creídas (incluyendo, sobre todo, la frivolidad de aquellos que las masas mismas conceptúan de educados), acaso radique en esa nobleza el principio para una moral del intelectual y del artista, en cualquier tiempo que se jacte de moderno. La masa de Nietzsche, aclaremos, no es la de los condenados de la tierra, la de los oprimidos, ni mucho menos la de la plebe. Es sencillamente la masa de los modernos, de todos aquellos que se sienten tan cómoda e imperturbablemente primer-mundistas. A un verdadero pensador moderno, irónicamente –nos advierte el filósofo, le compete una radical incomodidad con esa seguridad tan irreflexiva con que la modernidad del desarrollo se entrega a su conocimiento, a sus logros y a sus certezas. Hay que devolverle, diríamos siguiendo el talante de esta posición, al objeto su lejanía, su espacio sagrado, aquello que Lezama Lima llama la cantidad hechizada. La modernidad, para Nietzsche, coincide con el advenimiento a una era del manoseo, del acceso promiscuo a las verdades al por mayor.
De hecho, no sería demasiado arriesgado llamarle a esta moral de la distancia una moral barroca, o neo-barroca, siguiendo la pista lezamiana, para la cual todo lo difícil es estimulante, según reza el arranque de su Expresión Americana; una moral de lo retardatario frente a las facilidades de la penetración, de los recovecos del pliegue frente a la conveniente tersura de la línea recta. El linaje de esta estirpe posee escondrijos reconocibles. La aristocracia que profesaba el dandy de Baudelaire, por ejemplo, es del mismo cuño que esta nobleza nietzscheana, así como su estratégico apartamiento de la muchedumbre. El dandy, nos dice Baudelaire, es alguien que no se azora, que no se deja apantallar por el brillo de la novedad. Una incredulidad similar es la que obligará a Freud, en el filo del siglo, a impugnar las pretensiones de la cultura que él llama prostética, propia del capitalismo tardío, esa que se urde en el círculo vicioso entre la culpa y el principio del placer. La misma prótesis que busca el placer encuentra, tarde o temprano, el malestar en la cultura. La cultura de masas, nos dirá, se aferra a sus prótesis sin distancia crítica. Al principio de este tercer milenio podemos afirmar que todo deviene hoy de algún modo para convertirse en un gadget: cualquier lugar común posee la eficiencia potencial del adminículo. Walter Benjamin aludía a esta era de la reproducción industrial (la del adminículo, la de las prótesis) como los tiempos de la pérdida del aura. Es decir, de la distancia. Todo se hace asfixiantemente próximo, todo está traducido, interpretado, facilitado, armado, cumplido, procesado y sentido de antemano por esos intestinos de alta velocidad que descargan la inmensa pirámide excrementicia del mercado de las imágenes. El aura, que conste, es una poderosa ficción de Benjamin, no había aura antes de su pérdida, es un trompe l’oeil de la melancolía para asignarle a la distancia un objeto perdido y fundar en él una ética para su recuperación.
La desaparición de la distancia –esa pérdida del aura, produce, sin embargo, una distancia mayor, una distancia de la distancia, un alejamiento de la posibilidad misma del pudor. La cultura de las masas, la de la prótesis, es hoy ya plenamente la cultura de los medios, la misma que Guy Debord ha llamado del espectáculo, la que Baudrillard denomina la transparencia del mal, la que Lyotard llama tecno-ciencia. Es la cultura dominada por la búsqueda del goce inmediato, pero entendido el término del modo específico como Lacan lo propone: el goce busca el objeto-causa del deseo, que no se conforma hoy con nada menos que lo real, (lo rai tru, el coso en el fondo de la cosa, diríamos en puertorriqueño) y que no ceja jamás en su repetido y empecinado sitio a lo inarticulable, sin que nada quede inmune al látigo lascivo de su lengüetazo. Ese goce es el goce de lo real. Esa mirada de la transparencia, irrespetuosa de la lectura y de la hermenéutica, la que se cree que lo penetra todo con sus dígitos virtuales, con su digitalidad, es una mirada impunemente pornográfica. La pornografía vive entregada a la fotografía de lo real, buscándolo en los escondrijos de cualquier madriguera que se le escape provisionalmente al lente que lo detecta todo, que busca la manera de que lo veas todo. La culpa, por su lado, prima hermana de la pornografía, vive entregada a su obseso-compulsiva tarea de limpiar el sucio difícil, de restregar, hasta dejarla limpia, la invisible mancha en la mano de Lady Macbeth, esa mancha que no es otra que la mancha misma de la letra, lo que Áurea María Sotomayor llama, en una imagen extraordinaria, la gula de la tinta, y que podríamos llamar también el porné, la prostitución de la grafía. No sería demasiado exagerado imaginarse cómo el goce culpable de la porno-grafía (la escritura de la prostitución, o la prostitución de la escritura) sería hoy el vicio de turno de una Emma Bovary posmo, la última permutación de su incontrolable apetito por aquellas novelitas sentimentales. Pero Emma ya no sueña frente a la ventana de su casita de Tostes. Ahora está sentada frente a su televisor, esperando, como entonces, a que ocurra un acontecimiento. Avital Ronell ha visto en la gula de Emma los rudimentos de la usuaria, de la adicta, y con ella la cristalización de toda una literatura de la adicción. Para Ronell, igual que para Sotomayor, acaso haya una gula de la tinta más poderosa que la gula de la porno-grafía, una adicción inherente al acto literario, potenciadora de otro tipo de usuaria. No se trataría de liberarse de las adicciones, sino de encontrar una por la que valga la pena desgastarse.
No me extrañaría que un programa favorito para una Emma posmo fuera Big Brother (Emma Bovary c est moi!), pero no el de la novela de George Orwell, sino el reality show de ahora, en el que unos cuantos jóvenes son encerrados en una casa llena de cámaras que los vigilan mientras confabulan los unos contra los otros para sacar a los más débiles. El último que se quede, por supuesto, se gana el premio. La cámara los vigila, pero ya no para castigarlos. Ya no se trata de vigilar y castigar, sino de vigilar y premiar. Si el capitalismo (el de la novela de Orwell, por ejemplo) era antes un ogro puritano obsesionado con la avaricia de la acumulación, hoy vivimos en otro mundo. El capitalismo salvaje obedece ahora una lógica ciega del dispendio, del espectáculo agresivo del goce. La cámara se enfoca en los muchachitos para verlos gozar, para observarlos mientras mienten, se traicionan y se delatan los unos a los otros, para gozar con ellos o para gozar a través de ellos.
De hecho, de lo que se trata hoy día con cualquier lente vigilante, en vez de avergonzar, es de ver gozar. Ya no hay otro que nos vigile a través de una cámara para cogernos en el acto, o que nos observe desde lo alto, aunque lo alto no sea el cielo, ni mucho menos la altura moral de alguien en particular. Ahora el otro se ha desaparecido en un mí mismo viendo al mundo gozar. Una celebridad es eso: alguien a quien uno ve gozar mientras sale de una discoteca, mientras es conducido a la silla eléctrica, o mientras penetra, una noche, a Paris. El otro soy yo como si estuviera gozando.
Un mundo sin otro real, sin respeto a ser mirados verdaderamente por otro que ponga al traste las fantasías imaginarias de mis veleidosas identificaciones, es un mundo donde se ha perdido radicalmente la vergüenza.2 ¿Qué implica decir que vivimos en un mundo en el que se ha perdido la vergüenza? Siente vergüenza quien se sabe mirado por otro. Es el otro, con el peso de su mirada, el que retiene el poder de avergonzar. La vergüenza es incluso anterior a la culpa. La culpa pide, ante todo, perdón, porque se sabe sujeta a un juicio. Pero al que se avergüenza le basta con saberse mirado por esa mirada absoluta previa a cualquier juicio, una mirada cuya única función es que sepamos que somos vistos, que somos el objeto absolutamente expuesto de la mirada de un otro. La vergüenza no ocurre porque pone al descubierto nuestra culpa, que al fin y al cabo es producida por un agente que, para poder hacernos sentir culpables tiene ya que compartir nuestro sistema de valores. La vergüenza ocurre porque pone al descubierto nuestra desnudez, atravesando el soporte que garantiza la consistencia de nuestra subjetividad y sacando a relucir la nulidad sobre la cual construimos los aparejos de nuestras representaciones. Por lo tanto, decir que se ha perdido la vergüenza implica, en última instancia, decir que ha desaparecido esa mirada que la produce. Vivimos cada vez más en un mundo sin otro.
En un mundo sin otro todos somos, de algún modo, los mismos. En eso consiste, quizás, el triunfo más detestable de la democracia liberal. Eduardo Lalo recoge, al principio de su colección de ensayos Los países invisibles esta erosión de la diferencia con una formidable paradoja: “El mundo ya no es el mismo porque ya no es diferente”. La función principal de esa democracia niveladora no es precisamente defender los derechos de las minorías, es decir, hacer valer la diferencia de los diferentes, sino asegurarme el derecho a la mismidad en un mundo dominado por el gusto, las ambiciones y las fantasías compartidas de una pequeña burguesía elevada al rango de clase universal. La lucha de clases ha desaparecido en el primer mundo: todos somos, de algún modo, miembros del mismo imaginario pequeño burgués. Nada es más importante para el imaginario de este supuesto mundo sin clases que la protección de aquello que atente contra su permanencia. Por eso hoy día, en el mundo desarrollado, la seguridad es más importante que la verdad e incluso más importante que la libertad. La ley de esa patria, la del Patriot Act, es la ley de la seguridad. Cuando la seguridad es lo esencial, lo social se define a partir del miedo a la muerte. La sociedad existe para protegernos del peligro.
¿Qué se debate verdaderamente en esta guerra de nuestros días contra el terrorismo, tan distinta de varios modos a los tiempos de la guerra fría? La guerra de dos grandes sistemas monoteístas del mundo: el fundamentalismo islámico y el cristianismo burgués, es decir, el capitalismo cristiano, es una guerra entre los que defienden la seguridad de su comodidad y los que defienden la verdad de su creencia. No está demás, en estos tiempos en que la palabra terrorista se ha convertido en el mantra que nos mantiene protegidos bajo el manto de nuestra mismidad, intentar escuchar la presencia de ese otro tan desaparecido de nuestros medios: el otro que está dispuesto a morir por lo que cree, el otro para quien los códigos del honor y el heroísmo no son cosa del pasado. La post-modernidad del capitalismo salvaje ha producido una máxima universal: ningún valor en el que más o menos se crea vale la pena el sacrificio de nadie. Nada puede comprometer seriamente mi comodidad. Lo que define al sujeto que se sabe moderno es el perímetro de su comfort zone. Así piensa el mundo globalizado, un mundo cada vez más entregado al espectáculo del goce y de su continuo redoblamiento. Que conste: el asesino suicida, el hombre bomba, no es un producto exclusivo de los extremistas islámicos. Los dos jóvenes de la Columbine High School que masacraron a sus propios compañeros de clase eran asesinos suicidas del mismo cuño, lo mismo que cualquiera de esos ciudadanos de la clase media norteamericana que un buen día, en plena fantasía paranoica, abren fuego dentro de una oficina de correos o un establecimiento de comida rápida, saciando su sed de justicia en un baño de sangre. Tampoco hay que pensar que el arrojo de la creencia es asunto exclusivo del islamismo radical. El ejemplo de Malala Yousafzai, la niña afgana a quienes los talibanes le dispararon en la cabeza es hoy una heroina de rango mundial, una defensora sin ambages del derecho universal de las mujeres a la educación.
Gozar cansa, extenúa. Hastiados del goce y de sus inclementes imperativos, hay quien no puede más, hay quien no puede sobrevivir en un mundo donde lo que se ha prohibido, en última instancia, es la prohibición misma. El nuevo super ego de estos tiempos ha dejado de ser aquel avaro puritano de los principios del capitalismo que prefería la acumulación por sobre el disfrute, o que convertía la acumulación en el único disfrute posible. Hoy día de lo que se trata más bien es de la prohibición de las prohibiciones: prohibido prohibir. El Super Ego, por el contrario, ordena gozar. El resultado de la orden es, por supuesto, el descubrimiento de la imposibilidad constitutiva del goce como tal, lo que produce la proliferación irrefrenable del consumo y un incremento insoportable de la ansiedad. En vez de acumular, la búsqueda del goce dilapida, convirtiendo al sujeto en un consumidor conspicuo, en un usuario del goce; usar en el mismo sentido del que usa y es usado por la droga.
¿Cómo defender lo mío en mí, si se trata precisamente de aquello extraño en mí, lo que rehúsa vulgarizarse de mí, lo inhumano, lo ominoso, lo otro en mí? El goce, es cierto, nos martiriza, pero también nos singulariza, aunque nos quiebre y nos sofoque. Acaso haya un goce que rehúsa acomodarse a la lógica de la distribución del capital; un goce que permanece intacto, imposible de reconocer, detrás de nuestro trabajo, de nuestro placer, detrás de cualquier actividad que se merezca nuestra concentración. Ese goce que, a falta de términos mejores llamaríamos afecto, y entre los afectos, ansiedad, es el goce que se presenta como el dato irremediable de nuestra escisión radical, del des-alineamiento inherente a la vida misma por el cual un sujeto es ajeno para sí, permanentemente pospuesto, sucesivamente desplazado en la lógica metonímica de la significación.
Es Lacan quien dice que no es dios el que necesita salvar al hombre, sino el hombre quien necesita salvar a dios.3
La idea de dios, ¿no es acaso esta distancia implacable de sí, esta presencia inexpugnable de un otro? Salvar a dios es salvar la integridad del sujeto, reverenciar la extrañeza constitutiva de su ser. Por eso acaso no haya mayor peligro que cuando hacemos absolutas nuestras representaciones de dios. Sólo habla realmente de dios quien está dispuesto a hacer saltar en pedazos sus imágenes de la divinidad. Hay que defenderse de la transparencia de la idolatría, lo que implica defenderse de las veleidades del goce, de la supuesta penetrabilidad de su verdad. La divinidad es impresentable porque es sublime, en el sentido kantiano: se puede imaginar, pero no se puede articular. Esa raíz iconoclasta del cristianismo, que le viene sobre todo de su origen judaico, está presente de varios modos en Freud y en la ética misma del sicoanálisis: no te harás imagen de mí. Las imágenes son los rostros provisorios, siempre en última instancia desconfiables, del dios verdadero. El único dios verdadero acaso sea el dios distinto de sí, el dios que me mira desde su otredad. Eso sería la justicia: la búsqueda del dios verdadero en el otro, en el otro por el cual no soy sino el desvío que marca mi auto-desconocimiento.
¿Cuál sería el mandato espiritual y moral de un dios impresentable, de un dios sublime? ¿Cómo darle forma a ese mandato en un mundo postmoderno tan afanado en la secularización del poder, en la penetración de lo real, en la foto-porno-grafía del goce? Si el siglo veinte termina con el fin de la guerra fría y la caída del meta-relato del progreso de la historia, según lo entiende el camino que va del idealismo alemán al materialismo histórico, el comienzo del nuevo siglo lo inaugura esta nueva y vieja guerra de dos modos de entender el monoteísmo: dios como el uno supremo del cristianismo burgués o dios como el otro supremo del islamismo radical. ¿Hasta qué punto, en última instancia, se trata de una guerra entre la fe en la creencia religiosa y la fe en la tecno-ciencia? Lyotard mismo nos dice que la tecno-ciencia (y añadiríamos su correlato directo: la cultura de los medios) es el último gran meta-relato de occidente, el último discurso que pasa por ser una verdad inapelable, la verdad reducida a la eficiencia virtual del dato, de la información reducida ahora al byte. Esas serían las dos grandes violencias de nuestro tiempo: el engreimiento de una verdad religiosa más allá de toda crítica y el engreimiento de una verdad tecnológica que se vende como evidente.
Uno de los síntomas del poder de la tecnociencia como eje regulador del estado y de la misma cultura mediática, es que cada vez se hace más difícil separar a uno de la otra: el estado es el mercado que es el mercado de las imágenes y las imágenes pasan por ser el dato. La tecno-ciencia ha producido un ideologema universal: lo real es lo virtual. Como parte de su proceso de convicción se opera un proceso de conversión (de lo real como lo virtual) que culmina en una demonización de la creencia religiosa. Me refiero a esa creencia religiosa que está dispuesta a asumir las consecuencias de su proyecto. Hoy día, curiosamente, el fundamentalismo protestante es en el fondo tan alarmante como lo sigue siendo para muchos la homosexualidad, aunque ambos se detestan, porque detestan quizás el radicalismo de sus respectivos posicionamientos. No confundamos la creencia radical con el neo-pentecostalismo New-Age que reverencia la prosperidad a toda costa, o con esa cultura gay light que se vende en el mercado como la unión de la gracia con la voluntad, es decir, de Will and Grace.
Hablo del peligro de actuar en función de una creencia, lo que implica asumir las consecuencias implícitas en la realización del proyecto de esa creencia. Hasta qué punto a veces tildamos de meramente fundamentalista aquella creencia que está dispuesta a actuar en función de ese programa. Y hasta qué punto el modo de creencia más aceptado en un mundo liberal es aquel que se conforma con una espiritualidad cívica, de uso domestico, que se acomoda fácilmente a la necesidad de aplacar las ansiedades típicas de la vida postmoderna. (Lo mismo se podría decir, por cierto, de la homosexualidad burguesa de los derechos civiles, hecha exclusivamente a la medida de la institución tradicional de la familia, completamente ajena a la extrañeza radical de su deseo).
Una creencia es universal, no cuando la practica todo el mundo, sino cuando el que la practica asume plenamente las consecuencias de su ejercicio. Hay un elemento poderosamente radical en el momento de universalización de una creencia. Si se piensa en el apóstol Pablo, hay que partir de que su radicalismo era un elemento esencial de su poder de convicción. El que hizo posible la universalización, en el sentido del expansionismo geográfico, del proyecto cristiano, es precisamente el que actuó por fe, el que, sin conocer a Cristo personalmente, se propuso convencer a un público totalmente ajeno a esta noticia, de que el verdadero triunfo de la vida de Cristo fue su resurrección. Esa transformación de la crucifixión, de una aparente derrota en un extraordinario triunfo, requiere un convencimiento mucho más poderoso que el de una mera creencia suave que mitigue nuestras pequeñas culpas. Creer, desde el punto de vista de la religión, significa creer lo imposible. Creer en lo imposible, que es lo mismo que decir creer en nuestro deseo aunque nos conste, o porque nos consta, que su objeto es imposible.
Por otro lado, ¿hasta qué punto lo que sucede con esta fe “light”, hecha a la medida de una post-modernidad temerosa, descreída o disociada de los grandes relatos, es que es una version paralela del abandono de los grandes proyectos políticos? Vivimos en la era de las microfísicas del poder, de los pequeños nódulos de acción ciudadana, todos estos nuevos movimientos sociales, como el eco-pacifismo, el feminismo o los derechos de las minorías. Todo esto nos parece muy bien. Qué bueno que este mundo tan desolado y lúgubre todavía posea bolsillos de justicia, aunque estén actuando desconectada y aisladamente. ¿Pero hasta qué punto la opción del fragmentarismo politico corre paralela a un debilitamiento de la creencia en la verdad? Es decir, en la creencia de que lo que motiva mi fe justifica el peligro de actuar en función de ella. No me refiero a la verdad de cada cual, esa mercancia liberal que hace posible la sana convivencia de los consumidores de la verdad, la verdad que el estado tecno-científico permite como un modo de terapia, sino la verdad que está dispuesta a asumir las consecuencias de sus actos, la verdad que me ciega hoy y me condena a rectificarme mañana con un convencimiento parecido. La verdad del cristianismo no es relativa, ni tampoco lo es la verdad de los grandes sistemas religiosos de la humanidad, como tampoco lo fue la verdad de los sistemas totalitarios que la impusieron y la siguen imponiendo salvajemente en su momento. Eso es rigurosamente cierto, pero por otro lado, el peligro del poder de la verdad no excusa a los que creen en ella de actuar por ella. El miedo a la imperfección de la verdad no se resuelve nunca en un mundo que vive sólo para protegerse de sus peligros. De hecho, la supuesta desaparición de ese otro del escenario de nuestras ansiedades (tanto del otro musulmán como del otro radical del ser, el otro que nos avergüenza) no nos protege nunca de la inminencia de su regreso.
Por eso hay que examinar a fondo el miedo a la creencia en el mundo desarrollado de los gobiernos capitalistas modernos, ese mundo que antes se llamaba el primer mundo y que ahora se vende como el único mundo posible o deseable. Cuando el pluralismo cultural se convierte en una versión del pluralismo de la creencia, opta por atenuar el mandato de esas creencias. El resultado es la promoción de la tolerancia como el máximo bien común de una cultura de la diversidad. Y el resultado es también un debilitamiento de la creencia de cada cual. Para tolerar al otro me debo hacer yo mismo más tolerable, por lo cual conviene diluirme en un mundo globalizado que no admite el hueso duro de las verdaderas diferencias, las diferencias reales, las diferencias que son radicalmente antagónicas porque se fundan, no en el convenio del consenso, sino en la expresión de la singularidad. El multi-culturalista hace tiempo que abdicó la diferencia real de su cultura.
Creer es tener vergüenza. El que cree, oculta celosamente el fondo irrepresentable de sus permutaciones, el residuo inalterable de sus desplazamientos, la extrañeza ineducable de su inhumanidad. La singularidad no es sino la huella de ese desplazamiento. Ante todo, no hay que avergonzarse de la vergüenza. La vergüenza es poderosa.4 Sabe defender su territorio, protegiendo el lugar santísimo de los impostores, los forasteros y los mercaderes. Nietzsche, de nuevo, ese sacerdote ateo de la creencia, nos revela que acaso la voluntad del poder sea en última instancia la voluntad del pudor. En otro pasaje fulminantemente iluminador de Mas allá del bien y del mal no vacila en afirmarnos que los poderes de la vergüenza no son otros que los poderes de la modestia. Que no sepa tu mano derecha lo que hace tu mano izquierda. Acaso la filosofía no sea otra cosa, nos querrá decir, que ese recinto sagrado del quizás, ese lugar recóndito protegido por el acaso. Los dejo con esta cita contundente:
La profundidad ama las máscaras; lo más profundo odia incluso la imagen y las parábolas. ¿No será que es precisamente lo contrario el disfraz apropiado para la vergüenza de un dios? […] Hay ocurrencias de tal delicadeza que vale la pena que cierta rudeza las encubra; hay actos de amor y de extravagante generosidad ante los cuales lo más aconsejable es darle una tunda con un palo a cualquier testigo ocular. Eso le aturdiría su memoria. Hay quienes hasta aturden y abusan la suya propia para poderse vengar, aunque sólo sea de este testigo solitario: la vergüenza es inventiva.5
- Traduzco de la versión de Walter Kaufmann, Vintage, New York, 1966, sección 263, p. 213 [↩]
- Uso el término, en lo que sigue, según lo propone Lacan hacia el final de su Seminario 17, El reverso del sicoanálisis. Sigo de cerca su propuesta de que el sicoanálisis consiste, precisamente, en la producción de vergüenza en el analizado por medio del silencio del analista. En la comprensión del estatuto de este término según se trabaja en ese seminario me ha sido muy útil la recopilación de ensayos de Justin Clemens y Russell Grigg Jacques Lacan and the Other Side of Psychoanalysis, Duke University Press, 2006, sobre todo los de Jacques Alain Miller, Eric Laurent y Dominiek Hoens. Para una lectura cuidadosa de la relación entre la vergüenza y el capitalismo me ha sido imprescindible la lectura de Joan Copjec en May 68, The Emotional Month, en Lacan, The Silent Partners, edición de Slavoj Zizek, Verso, London, 2006, págs. 90-114. [↩]
- “Es cierto que la historieta de Cristo se presenta, no como la empresa de salvar a los hombres, sino a Dios.” Aun, Seminario 20, Paidos, 1995, p. 131. [↩]
- Sobre los poderes de la vergüenza recomiendo el sugerente ensayo de Steven Connor The Shame of Being a Man, en su versión completa aquí [↩]
- Obra citada, sección 40, p. 51. [↩]