La vigilancia de las costas
La seguridad del país depende del control de la costa y es por esa línea de tierra y mar, del litoral, por donde entran las armas, las mercancías ilegales y las personas que vienen de otros destinos. Gente interesada en internarse en este territorio sin pasar por la aduana o por la inspección de las autoridades, es decir, sin ser fichados, sin pagar arbitrios y traficar con cosas no permitidas por la ley. Es por eso que la vigilancia de costas es una preocupación fundamental del gobierno de esta ínsula y, por ende, hay que atenderla. Pero no es fácil, las embarcaciones se mueven sigilosas en la noche y en las playas hay quienes están dispuestos a colaborar.
Por otro lado, las fuerzas de Estado no son suficientes, por lo que hay que establecer un plan detallado para que las fuerzas militares, de mar y tierra, puedan detener el tejemaneje ilegal. Para ello se necesita más personal, preferiblemente “voluntarios”, que desde tierra puedan monitorear lo que sucede en las aguas. Hay, sin duda, un problema logístico y técnico. Hay áreas de la costa que son abiertas y se puede observar mejor el tránsito de embarcaciones. Por otra parte, hay zonas donde el número de cayos e islotes dificultan el proceso, como ocurre, para tomar el ejemplo de la costa oeste, de Cabo Rojo a La Parguera, y de ahí a La Montalva en Guánica. En algunos puntos de esa costa, quienes trafiquen por esas aguas encontrarán todo tipo de escondrijos y una costa matizada de salitrales y mangles que se prestan para ocultar armas y mercancías.
La vigilancia de la costa no es un asunto trivial reducido a tener gente vigilando, requiere de una planificación precisa y de una asignación de efectivos policiacos y militares para cubrir su linealidad y extensión. Es por ello que a la costa hay que dividirla en segmentos y asignar a los efectivos militares que se encargarán de su vigilancia.
Por ejemplo, en el oeste, es cuestión de segmentar la costa de la siguiente manera: los cuerpos (batallones), con sus secciones de 30 y 34 hombres, han de estar asignados a la zona de costa que han de vigilar, y cada uno deberá reunirse y organizarse en el puerto que le corresponde. En Añasco, por ejemplo, estarán asignados los que velan desde Punta Cadena hasta Algarrobos en Mayagüez; en Mayagüez, deben reunirse los que vigilen el litoral de Algarrobos, Guanajibo, Joyuda y Puerto Real de Cabo Rojo; en Puerto Real, los encargados de ese puerto tendrán la responsabilidad de velar por Punta Guaniquilla, Boquerón, Punta Águila, Los Morrillos, Las Salinas y hasta Isla de la Cueva; y en el puerto de San Germán, es decir, allí en La Parguera, los que se encarguen de toda esa área hasta llegar a Salinas Fortuna. Esto no es asunto para tomarse a la ligera. Cada uno de los grupos recibirá instrucciones precisas del oficial que les comandará, con la manera de movilizarse, cómo comunicarse, las parejas de vigilantes, los turnos y relevos que tendrán, de modo que la vigilancia sea de 24 horas, la manera en la que se interviene con las embarcaciones desde tierra, los avisos a los puertos para que las embarcaciones puedan intervenir con ellas y con su cargamento ilegal, el proceso de custodia del material incautado y la manera de inmovilizar las embarcaciones una vez hayan sido intervenidas en el transcurso del desembarco. Las fuerzas destinadas a esta tarea tendrán sus instrucciones y la asignación de sus puestos, de manera tal que pueda cubrirse —en la medida de lo posible— toda la enrevesada geografía y geomorfología de la costa. De esa manera, las instrucciones tendrán muy claramente los nombres de las áreas y los puestos asignados para toda esta costa oeste, por ejemplo: Punta Peñones, Pitahaya, El Botoncillo, Las Salinas, Punta Cadena, Peña Cortada, El Carenero y Playa Sucia, entre otros.
El problema es preocupante, y el número de efectivos asignados requiere de coordinación con las fuerzas policiacas alejadas de la costa para que puedan venir al auxilio de quienes vigilan la costa cuando sea necesario. Los efectivos de Hormigueros, San Germán, Lajas, Sabana Grande y de otras jurisdicciones deben estar disponibles para asistir a los batallones de vigilancia de la costa. Para cada uno de ellos, debe haber instrucciones claras y precisas de cómo han de intervenir y trabajar al mínimo detalle. Las autoridades deben también encargarse de que los efectivos militares tengan suficiente abasto de agua potable, comida, lugares donde guarecerse, los uniformes apropiados y una buena condición de salud para proveerle al país un servicio de excelencia.
Quien haya leído cuidadosamente este escrito hasta aquí, debió percatarse de que he usado los verbos en su forma presente adrede solo para evocar nuestra reciente obsesión con la vigilancia de costa, pero de lo que en realidad escribo es sobre el pasado y, específicamente, sobre el último lustro del siglo XIX. En ese momento, el gobierno español en la Isla desató una ofensiva para impedir que se armara la grande y para que los esfuerzos de los separatistas boricuas desde el exilio y de los revolucionarios cubanos por regar la subversión en Puerto Rico no encontrara terreno fértil. La situación económica y laboral de la Isla estaba en precario, los motines y huelgas abundaban y el gobierno continuaba con su mano dura y represiva. La paranoia y el miedo por ser invadidos, aunados a la violencia que se vivía en otras jurisdicciones antillanas, movió a las autoridades a diseñar e implementar un plan detallado de vigilancia de costas desde tierra firme. De esta manera, defendían el litoral de subversivos y de los inescrupulosos que traían armas para empujar a las gavillas a tomar al país por asalto.
Para evitar esta amenaza, las autoridades contaron con la Guardia Civil de todas las jurisdicciones, voluntarios al servicio de la milicia, guardias montados, los cornetas (para avisar) y efectivos del prestigioso cuerpo de Cazadores de Alfonso XIII. Presumo que contaban también con las embarcaciones de los Matriculados de Mar, que todavía estaban enlistados, y las de los guardacostas, pero por estar adscritos a la Marina no aparecen en las descripciones que he examinado para la costa oeste. Es como si hoy quisiéramos vigilar la costa y no tuviésemos embarcaciones (cosa que sucede a menudo con los Vigilantes del Departamento de Recursos Naturales y Ambientales) o que no contásemos con las Fuerzas Unidas de Rápida Acción (FURA) o la Guardia Costanera estadounidense. Las fuerzas militares de la vigilancia de costas tenían un protocolo detallado para intervenir con las embarcaciones que llegaban a tierra y para apresar a los intrusos y su carga. Tenían instrucciones de no disparar a las naves, pero siempre se zafó uno que otro tiro a quienes no respondían a las voces que les interpelaban con el grito de “¿Alguien vive?”.
Los despachos examinados sugieren que, en términos generales, el plan se implementó con cierta eficacia. No obstante, las tropas y los voluntarios sufrían algunas vicisitudes. Una inspección realizada en 1896, por un oficial del Cuerpo de Cazadores de Alfonso XIII, indicaba que los barracones y ranchos para guarecerse estaban en malas condiciones, se les colaba agua de lluvia, la comida no era muy buena, no se les proveía carne fresca (tenían algunos que aguantarse con “galletas y tasajo”) y la potabilidad del agua era cuestionable. Para colmo, los militares pasaban, literalmente, la zarza y el guayacán, pues la costa suroeste era un medio hostil, cubierto de espinales, malezas y lajas cortantes que desbarataban los zapatos “guajiros” de los soldados. Los que estaban destacados en las Salinas de Cabo Rojo sufrían la radiación solar sobre los campos blanquecinos. El trabajo era fatigoso, e insertados en manglares, pantanos y salitrales, sobre todo en el tiempo de las lluvias, con los terrenos saturados, padecían de paludismo (malaria), así como de úlceras y otras “manifestaciones en la piel” debido a las niguas que eran “una verdadera plaga en la costa”.
No, realmente no me interesa mucho la vigilancia de costas en el día de hoy, aunque reconozco su importancia. Mi lectura (y escritura) la hago para arrojar luz sobre esos procesos, en la larga duración, con la esperanza de que allá lejos haya alguna lección que aprender. Lo que me interesa es conocer y reconstruir el litoral históricamente, y algunas fuentes documentales insospechadas (como la que he relatado) me llevan a la toponimia y los avatares del litoral, que desde siempre ha sido un espacio liminar, fronterizo y permeable por donde fuimos construyendo una identidad costera. Y es que yo no me creo mucho eso de que le dimos la espalda al mar, que dejamos de ser gente “de costa y yola”, y que nuestra historia es la de un pueblo que se metió monte adentro. Debo admitirlo, hay algo de cierto en eso, pero por otro lado no hemos construido esa historia de la costa. A decir verdad, no la hemos mirado con detenimiento.
Es por eso que prefiero apuntar el catalejo historiográfico y antropológico en dirección al litoral, para encontrar ese paisaje olvidado y soslayado, cuyos contornos físicos y sociales a veces aparecen en esos documentos que me aguardan digitalmente en el Centro de Investigaciones Históricas (UPR-RP) o en el Archivo General de Puerto Rico.
Referencias:
McCay, Bonnie J. 2009. The Littoral and the Liminal; Or, Why it is Hard and Critical to Answer the Question “Who Owns the Coast?” MAST [Maritime Studies] 17(1): 7-30.
Expediente sobre el servicio de vigilancia de costas en el Departamento de Mayagüez. Documentación de Puerto Rico en el Archivo General Militar de Madrid, Capitanía General de Puerto Rico. Código de referencia: 5166.8
Agradezco, como siempre, a mi gente del Centro Interdisciplinario de Estudios del Litoral: a Cynthia Maldonado Arroyo por su trabajo editorial y a Johnny Irizarry Rojas y a Carlos J. Carrero Morales por sus comentarios y por ver más allá del horizonte.