La violencia y lo sagrado de la vida
Estudio para nuevos años
Las más grandes violencias son producto de las más tristes carencias humanas. Suena razonable y muchos estamos dispuestos a creerlo, pero la realidad es que cuando la experiencia de estas ausencias ha conseguido transformar la materia de un ser humano tanto como para que viva del uso sistemático de la violencia, es ya muy difícil tenerle compasión. Cuando en el rostro o en las acciones de alguien vemos la fealdad de los desechos de nuestra propia sociedad, competitiva, desigual y burocratizada, es difícil ablandar el corazón. Es quizás, incluso, demasiado tarde, porque esa fealdad nos lastima al contacto; o nos eriza y provoca en nosotros una reacción igualmente violenta.
Y aún cuando conseguimos superar nuestras primeras reacciones de miedo o indignación ante un acto de violencia, e imponer nuestra capacidad de compasión por encima de nuestros dogmas y del temor a ser juzgados por otros, para acercarnos a la humanidad de ese «otro» que destruye lo que consideramos lo más sagrado, el reto es enorme. Porque quienes han sido lastimados repetidamente en lo más íntimo, tanto como para hacerles perder la fe en lo más sagrado de la vida, no se muestran fácilmente tal y como son, y con razón. Recordarles que la vida y la felicidad son derechos inviolables, es confrontarles con sus desengaños más atroces; es invocar el día en que perdieron esa fe en su propia vida. Entonces, más apremiante que sanar el dolor de esa pérdida, se hace el protegerse de sentirla. Una de las maneras más rápidas (y socialmente aceptadas) de conseguir este poder sobre sí mismo, es ejercitando poder sobre otros. Una de las maneras más antiguas de ejercitar este poder sobre otros es disponiendo de o destruyendo su vida -en lo físico, lo psíquico o lo afectivo. (Esto es lo primitivo de la pena de muerte.) Enfocar la energía en el dolor del otro, distrae del propio; y quien se recrea o se valida con el dolor ajeno, pensando que «menos mal que no fue a mí», no es mucho mejor que quien directamente lo provoca. Vivir necesidades elementales que no sean cubiertas -de amor, de protección, de alimento- deshumaniza; pero deshumanizarse para no sentir la necesidad de que sean cubiertas, es también una opción para quien quiere escapar la memoria de su propio sufrimiento. Con una herencia de promesas rotas, grandes ausencias, violencia física y psíquica, soledad, humillación personal y vergüenza social, ¿cómo se pagan las deudas internas a un yo sistemáticamente lastimado? ¿Qué se hace para que el dolor y la humillación no se lleven lo mejor de nuestra conciencia? ¿De quién recostarnos, que no se espante de los terribles vacíos y memorias con las que cargamos? ¿Con quién compartir nuestras pesadillas y el miedo a la oscuridad?
Para muchas personas que conozco -de diferentes edades, procedencias y caminos de vida-, algunas llamadas «criminales», otras con la potencialidad de serlo, estas preguntas no son ni siquiera pensables. Tras de ellos hay unos vacíos (a menudo una sola, pero importantísima ausencia que se repite, y que pocas veces se confiesa) que han desorganizado su existencia de tal forma, han desarticulado tan profundamente el sentido de su vida, que apenas son capaces de vislumbrar un horizonte que les permita intuir que otros mundos son posibles. O sea, atrapados en el torbellino de estos vacíos, no son capaces de alcanzar la distancia necesaria que requiere el acto mismo de pensar. Pensar, en su manifestación más humana, implica la posibilidad de separarnos (aunque sea fictivamente) de nuestro entorno, para poder contemplar, diferenciar y relacionar elementos y detalles. Por eso, cuando estamos en una situación difícil, tenemos a menudo que «tomar distancia» para «ver»/pensar mejor. Pero para quien el mundo exterior ha intervenido tan profundo en su ser como para alcanzar a destruir lo más sagrado, para colapsar esta distancia entre lo íntimo y la intemperie social y afectiva, esta distancia contemplativa es un reto extraordinario. Cuando llamamos a la «cordura» en medio de la «ola de violencia» que cada vez se nos hace más palpable; cuando pedimos que quienes «andan en malos pasos» «razonen», o «piensen», ¿les estamos pidiendo algo humanamente elemental, o les estamos exigiendo que se impongan a su mayor dolor, sin brindarles herramientas para hacerlo?
Y sin embargo, pensar es lo que nos toca hacer en estos momentos en que la violencia que por mucho tiempo nos ha acompañado, comienza a manifestarse de formas cada vez más visibles. Y hacerlo antes de que los eventos que vivimos nos maltraten tanto como para perder la fe en lo sagrado de la vida.
¿Qué hacer con la enorme cantidad de personas que vive entre nosotros cargando con horrores que revelan la trivialidad de nuestros moralismos y la liviandad de nuestras más firmes convicciones? ¿Qué hacer con el daño ya hecho en la profunda humanidad de tantas personas con las que compartimos este mundo, que no sea evadir la mirada para que sus vacíos no nos arrebaten; o convertirlos en espectáculo para espantar la verdadera conmoción que nos generan? ¿Cómo superar la necesidad de nombrarlos «criminales», «drogadictos», «enfermos», para que instituciones y sistemas se encarguen de ellos y nos liberen de la terrible y temible tarea de mirarlos a los ojos y dejar que nos miren; de la espantosa responsabilidad de comprender y compadecer? ¿Cómo abordar el tremendo reto de restablecer o crear sentido en donde ha sido aniquilado en su fibra más profunda, en su raíz más vulnerable -en la confianza en el derecho inalienable a amar y ser amado? ¿Cómo suturar heridas cuya profundidad desconocemos, sin aforismos o citas filosóficas -de un librito de bolsillo, o de un powerpoint por internet, sin citas bíblicas- que nos permitan salir ilesos? ¿Cómo, en especial, entregarnos a esta tarea cuando lo que vemos no es la pena ni la esperanza, sino los productos finales de una larga cadena de privaciones y desposesión, materializados en atentados a la vida y a la felicidad propia y la de otros? Si sólo vemos, reportamos e investigamos estos «crímenes», sin por algún momento sentir la necesidad de emprender una arqueología de las vidas que han perdido la posibilidad de creer y de querer ¿no dejamos también, nosotros, de pensar?
Ni el entendimiento puramente racional, ni el moralismo nos ayudan a contener la violencia en nuestro país, puesto que ambas formas de someter a juicio descartan las contradicciones y ambigüedades como componentes de la verdad. Tampoco ayuda el estudiarnos a fondo el repertorio de violencias espectaculares que podemos consumir en los medios, ni la curiosidad morbosa, ni romantizar la vida y los hechos de quienes «no tuvieron otra opción»; porque todo esto se distrae con la violencia como fenómeno y no es capaz de observarla como síntoma de múltiples causas e implicaciones. Mucho menos ayuda reprimirla, tranquilizándonos con la idea de que no somos capaces de «llegar a esos extremos» (confesando pecadillos aquí y allá, por aquello de), cuando en realidad creemos que hay muertes dignas y muertes indignas. Con todas las violencias que producen y reproducen, que celebran o que condenan nuestras sociedades, la violencia, junto con el amor, es probablemente la fuerza menos comprendida. Y un buen primer paso para abordarla saludablemente puede ser aceptar que aún no la entendemos.
Las reacciones públicas ante el reciente evento de la muerte de José Gómez Saladín, publicista, sin trasfondo de problemas con la «justicia», es un indicio de cuánto nos queda por andar. Tan desorientado es reclamar que «todos somos José Enrique» como sería sostener que «todos somos Alejandra Berríos Soto, Lenisse Aponte Aponte, Edwin Torres Osorio y Rubén Delgado», acusados de asesinarlo. Y sin embargo, que acojamos con tanto ímpetu la primera expresión sin considerar la posibilidad de la segunda es también un acto de violencia social y simbólica. Ofuscados en el horror del acto singular del asesinato (qué sucedió a cada hora, cuándo fue la última vez que), envueltos en el puro fenómeno, tampoco podemos vislumbrar un horizonte que nos ayude a entender motivos o a prever procesos. ¿Por qué no comenzar a analizar el evento desde antes -desde el momento en que ellos, quienes están acusados del asesinato, fueron violentados? ¿Desde el momento en que dentro de cada uno de ellos comenzó a existir la posibilidad de algún día cometer un acto como ese? ¿Por qué esperar a que sea difícil tener compasión para tomar nuestras decisiones, como individuos y como sociedad?
¿Cuál es el sentido de celebrar una Navidad -una llegada, una transformación, una nueva dirección- y un fin de año sin fin del mundo, si no nos abrimos a estas preguntas? El reto es acercarnos a la pura humanidad que nos rodea. Alcanzar la posibilidad de abrazar a quienes nos horrorizan con sus historias, y no paternalmente, para susurrarles al oído alguno de nuestros dogmas, ni para convencernos a nosotros mismos de nuestra propia bondad. Sino para acercarnos al torbellino de dolores, desecho y destrucción que ha deformado sus vidas, para que al menos no estén tan solos. Y para, cuando aparezca la primera oportunidad, comenzar a recoger juntos los destrozos y a despejar el paisaje. Para tener la paciencia inagotable que requiere esta tarea. Para aguantar recaídas. Para compartir con ellos nuestras propias dudas y miedos; para sentir con y a través de ellos. Y para, finalmente, acceder a que nuestras vidas se fundan irreversiblemente con las suyas, porque no es posible tocar sin ser tocado.
La «sociedad pensante» que tanto pedimos no es lo que va a permitir que estemos todos seguros en nuestra vida en sociedad. Esa sociedad pensante es lo que existirá cuando los cuerpos y las vidas de todos estén seguros.