Las palabras
La magia de las palabras no es otra cosa que el crisol de la metáfora. Y la metáfora es la condición de posibilidad del lenguaje, lo cual empata perfectamente con su función primordial que es la poesía. ¿Pero qué es un crisol? Leemos en el diccionario de la RAE: «Recipiente hecho de material refractario, que se emplea para fundir alguna materia a temperatura muy elevada.» Se diría, pues, que la metáfora y, con ella la poesía, es una empresa de alquimia, en su sentido más rudimentario, pues de la fusión de la materia, nace la laboriosa mezcla de los líquidos que dieron pie al nombre original en el árabe hispano que designa dicha actividad: alkímya.
Sin embargo, la idea fundamental aquí no es el misterio oculto de la piedra filosofal. Se trata, por el contrario, de un principio evidente y seminal que podría formularse con dos palabras de Heráclito: transformándose reposa. ¿Qué es lo que reposa? Todo lo que hay: cada cosa en su simple estar-ahí, en el ser-así de lo que está siendo, y que por eso mismo no cesa de transformarse, de fundirse para resarcirse de nuevo en la distinción singular de lo que aparece. Las palabras no son, pues, solamente palabras. Con ellas se descubre que el entendimiento nace de compenetración con lo que hay; y que lo que le da consistencia, continuidad y estabilidad al devenir es, paradójicamente, la plena vaciedad de su metamorfosis. Por lo tanto, no hay peor confusión que la que nace del empobrecimiento de una lengua, de la ignorancia de las palabras y de la incapacidad para atender el profundo silencio con las que ellas sacan a la luz el ánimo del pensamiento.
Consultemos a los poetas para ver qué nos enseñan al respecto. De hace más de dos mil seiscientos años nos llegan estos versos del poeta arcaico griego Simónides: A solas, el sol, en el cielo. Y a la manera de un comentario, escribe Salvatore Quasimodo: Mi supera la luce. El verso se entiende, claramente, en nuestra lengua, no hay ni que traducir. El sol nombrado es el astro cuya luz nos sobrecoge y nos envuelve hasta la oscuridad. En el fragmento 14 del Poema de Parménides aparecen estas palabras: La Luna de nocturno fulgor, luz ajena errante en torno a la Tierra. Y escribe Julia de Burgos: Estoy sencilla como la claridad. A tono con esto, escribe Giuseppe Ungaretti: M’illumino d’inmenso.
No hay que hacerse idea de nada para dejarse iluminar por estas tres palabras que componen el destello de una inmensidad. Y basta con tener en mente lo más elemental de la teoría de la relatividad para entender que la sencillez de la luz equivale a la constante de su velocidad, la cual es a la vez, finita e ilimitada, pues persiste en su trayecto, sin importar su marco de referencia o las coordenadas espacio-temporales de su recorrido. La luz, como el universo, nunca envejece. Como ha dicho el poeta dominicano Manuel del Cabral: ¿Qué puede hacer la edad de la palabra / donde la eternidad es niña todavía?
¿Qué es el sol que nos ilumina, y que sol no sería si no existieran también los innumerables soles que han nacido, y que siguen naciendo en nuestra galaxia, y en las trillones de galaxias del universo conocido, para no decir nada de esa otra inmensidad que siempre está por conocerse? He ahí un señalamiento estrictamente físico y repleto de lo real de la poesía y no ya de la pobre realidad que día a día se nos atosiga. Más aún: ¿qué sería de esta Tierra sin los «hijos de la tierra» que dan nombre a lo que somos. Humanus (de humus: tierra): Hablo con la boca apretada a la tierra / para que escuchen las raíces (Miguel Florián). Y leemos este verso en The Waste Land de T. S. Elliot: I will show you fear in a handfull of dust (Ángel Flores traduce: «Te mostraré lo que es el miedo en un puñado de polvo.») Porque, en efecto: Todas las cosas mueren / abocadas al polvo que las vuela (José Luis Vega). ¿Pero qué es la muerte si no el desprendimiento: el umbral / de una lágrima (Manuel Junco); el porvenir de una infinita regeneración que rebasa por completo lo humano, lo inhumano y lo divino?
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¿Y qué sería del agua sin el aire que se respira? (Respirar es entender… ¡Cuánta evidencia en la atmósfera! – Jorge Guillén) Y para volver al inicio: ¿qué sería del aire sin el cobijo de la luz? ¿Y qué sería de la luz sin la palabra que la nombra y el tacto que destila su escucha? Porque aún los ciegos pueden llegar a ver más que los que creen ver cuando estos se deslumbran con lo que a la postre les ciega, como le ocurrió a Dante con el dulce pero angustioso fulgor del paraíso (Mentri’io dubbiava per lo viso spento, / de la fulgida fiamma che lo spense…«Mientras yo me angustiaba con mi ceguera / por el fulgor que me había enceguecido»…Divina Comedia, Canto XXVI. La traducción es de Abilio Echeverría). Por eso hay que aprender a obscurecerse y despertar a la luz de las palabras y del sabio silencio que las habita.
*Este escrito nace de la revisión y la elaboración de un texto publicado en el boletín Dilo de la Academia Puertorriqueña de Lengua Española, enero-junio 2014.