Las prótesis epistemológicas
Me encanta la metáfora del título. Se la debo al profesor de filosofía vasco Daniel Innerarity y me parece particularmente pertinente a un problema que confrontamos los educadores hoy día; los universitarios y los maestros de primaria y secundaria. Es un problema que siempre ha existido pero que hoy con la tecnología cibernética se agrava. Me refiero a cómo nuestro conocer se constituye sobre las autoridades: familiares, educativas, religiosas y los hoy día poderosísimos medios, incluyendo la cada vez más ubicua Red.
Es un proceso de adquisición de conocimiento por segunda mano que comienza en la niñez y adolescencia. Por necesidad, para aprender depositamos nuestra confianza en padres y abuelos, familiares, curas y pastoras, maestros, vecinos; aquellas personas con las cuales nos relacionamos y a quienes le conferimos autoridad. También, quizá un contrapeso, contamos con los amigos que nos ofrecen versiones acaso más rebeldes de “la verdad”. Algunos privilegiados, ya sea porque nos rodean adultos libertarios, ya sea por esa rebeldía nacida del conocimiento mismo que obliga al cuestionamiento y a la crítica, alcanzamos esa etapa en que observamos, preguntamos, leemos y formamos juicios propios. Se llama alcanzar la madurez. De pequeños los adultos nos enseñan según su más sano juicio, no puede ser de otra manera, a distinguir lo que creen bueno de lo malo. Pero ha de llegar el momento en que leemos a Aristóteles, a Kant, al Quijote, Faulkner o García Márquez y vamos poco a poco forjando una ética propia sobre la base de una larga indagación, de la investigación que prosigue del cuestionamiento del mundo y los seres que nos rodean. Es el proceso de construcción de nuestras propias prótesis epistemológicas.
No obstante hoy, este proceso que siempre ha sido escabroso, difícil, lo es más por las trampas que nos tiende la cibernética, trampas casi invisibilizadas por la sacralización de la autoridad que le conferimos a la tecnología, a lo nuevo, a la Red. Uso para ilustrar un ejemplo reciente.
Hace poco uno de nuestros geniales legisladores de mayoría despotricó en la Red contra el plan de salud de Obama, todo debido a un error. Hablaba de algo que no existía en el plan. La misma Red le hubiese dado acceso al proyecto de ley del Presidente Obama. ¡Ay, pero entonces nuestro representante (o su ayudante) hubiese tenido que leer y tratar de entender lo que leía, que para más está en la Red pero, ¡en inglés, un idioma extranjero! A muchos estudiantes les pasa lo mismo. El uso continuo de la Red, combinado con la falta de lectura, de análisis, de verdadera educación, les confiere algo de información pero sin las herramientas necesarias para comprenderla. Pensar no es algo que pueda hacerse en bites, con gran rapidez. Se necesitan maestros, lecturas, tiempo, debates. No se trata de ser anti Red, pero sí crítico. Las nuevas tecnologías hay que tomarlas con calma y aprender a utilizarlas adecuadamente. Debemos pensar qué uso le queremos y debemos dar a las tecnologías cibernéticas. Juan Goytisolo (El País, 21/01/2012) quien se autodenomina superviviente de un universo cognositivo amenazado, ya hace tiempo critica la pérdida de la capacidad de lectura y destaca cómo hoy día sabemos más y más cosas, cada vez menos importantes. Señala Goytisolo cómo desde Nicolás Carr a Rodrigo Fresán muchos especialistas en los efectos de la cultura cibernética nos alertan que uno de los efectos más terribles es su tendencia a reducir nuestra capacidad para la lectura. Cita a Fresnán: “La pérdida de la capacidad de concentración que procura la lectura larga y tendida ha sido suplantada por la voraz disposición para consumir telegráfica y espasmódicamente frases de 140 caracteres y por la cada vez menor capacidad de hacer memoria, porque disponemos de un cerebro exterior y eficiente, llamado Google”. (Cuadernos Hispanoamericanos, noviembre, 2011) No es sólo aquello de que para qué voy a leer a Kafka o García Márquez si Google me ofrece un buen resumen –parafraseo a aquella gran legisladora nuestra de los resúmenes llamados cliff notes que la hicieron confundir a Laguerre con un guionista de televisión. Es que también el cambio cotidiano a las imposiciones de la computadora y todos los demás artilugios cibernéticos alteran el cerebro y reducen nuestra capacidad de atención.
Podemos confrontar el asunto, como nos dicen muchos “educadores”, adaptando los currículos para ofrecer a los chicos lo que ellos quieren, lo que les gusta. Por eso mismo, la diabetes está acabando con ellos, porque los padres en vez de educarlos sobre lo que deben querer y su cuerpo necesita y construirles un gusto por esas cosas –piñas, guineos, manzanas, tomates, zanahorias– nos resulta mucho más fácil y menos trabajoso darles lo que quieren, o sea, lo que el mercado impone, Coca Cola y Snickers. Así, pero a mi juicio para peor, sucede con la educación. No, no creo que haya que leer a Homero o Cervantes nada más. Un cuentecito de Juan Bobo de cuando en vez o un comic de Spiderman puede ser entretenido, pero jamás deberán sustituir en el salón de clases lo que antes llamábamos buena literatura. Que los chicos aprendan a utilizar la cibernética con todos sus artilugios, pues sí, pero primero deben aprender a leer y escribir, quizá entonces, a diferencia de nuestros gobernantes, puedan aprender a pensar cuando se eduquen un poco. Conocer para saber cómo evaluar lo que el mercado cibernético le empuja a través de la Red. De eso se trata. Conocer para saber vivir en el mundo que les rodea.
Veía a Gustavo Dudamel en un video en El País. Hablaba sobre un nuevo disco para su disquera alemana. Un anuncio vestido de entrevista. (¡Ay, los medios ya no informan ni forman, ofrecen espectáculo!) ¡Cuánto recordé aquella querida profesora de apreciación de música de la Facultad de Humanidades que me enseñó, más allá de lo que ya habían logrado mis viejos, lo que era la buena música! También me hacen falta hacen aquellos magníficos conciertos del programa de actividades culturales del recinto. Sin ellos no tendría ahora la capacidad de disfrutar esa música clásica que para mí es tan necesaria como el aire que respiro, la que Dudamel afirma no debe llamarse clásica pues a los jóvenes les asusta la palabra. Pues no, que se asusten con los vampiros que tanto les gustan si quieren, pero no con Mahler o Bach. Que aprendan a discriminar, se goza bailando un danzón, claro que sí, pero el goce que nos provee un cuarteto de Mozart o Beethoven o una sinfonía de Mahler es de otra categoría. No los confunda, joven director venezolano, ni siquiera por aquello de que los alemanes vendan su disco nuevo. Lo que tenemos que hacer es educarles el gusto para que le pierdan el miedo a lo bueno, a lo clásico, en todas las artes.
Creo que fue Jean Jaques Rousseau quien una vez dijo que si a los seres humanos no se nos enseña el amor por la belleza es como negar el encanto de vivir. Todos hoy día en Puerto Rico, y no dudo que por el resto del mundo también, nos quejamos de que nuestros asuntos sociales andan mal. Vale, pues sí, andan muy, pero que muy mal, pero mucho mejor que la valium y dicho sea de paso, mejor para la salud del cuerpo y el alma, es contrarrestar con las artes la angustia existencial, la depresión que los medios insisten en contagiarnos con toda su “información” espectacular sobre robos, corrupción, fraudes, asesinatos y violencia diaria. Ahora el buen cine, gracias a las nuevas tecnologías, está disponible a pesar de la oferta tan reducida del monopolio de distribución de cine en este país. Tenemos bellos museos con buenas exposiciones, de cuando en vez buen ballet y teatro gracias a los grandes sacrificios de los artistas, un buen conservatorio de música que a pesar de la política anticultural de nuestro gobierno y por la vocación profesional de los profesores, prepara los futuros músicos puertorriqueños, sobreviven nuestra Orquesta Sinfónica, el Festival Casals y los libreros hacen lo imposible por mantener una buena oferta literaria al acceso de todos. ¿Cuál es entonces el problema?
Consiste en eso de educar el gusto, crear buenas prótesis epistemológicas. Nacemos con la capacidad para conocer, con la sensibilidad necesaria para aprender a disfrutar de las artes pero salvo en el caso de los privilegiados por excepción, aquellos que aprenden a aprovechar el goce de tener un buen profesor que le guía por esa maravillosa senda, nuestro sistema educativo cada día ofrece menos y menos oportunidades a los chicos, jóvenes y universitarios para acceder al placer de la lectura, del buen cine, danza, ballet, teatro, al placer de un buen concierto sinfónico, un recital de altura. Ya hasta la naturaleza la contaminamos con el ruido, la basura; parques y playas en este hermoso Caribe nuestro ya son casi inhabitables. He visto jóvenes haciendo esfuerzos por limpiar las playas y los parques, sí que los hay y bien está que tengan esa conciencia de ayudar al prójimo, pero qué bueno sería si a todos se nos educara para respetar la belleza para que todos también la podamos disfrutar y eso incluye a los servidores públicos que deberían ocuparse de la limpieza y el ornato.
Nuestra sociedad colapsa, ha pasado con otras sociedades –la historia nos ofrece los ejemplos. Necesitamos aguijonear nuestro entendimiento con nuevas prótesis epistemológicas, construir nuevas utopías, nuevos proyectos políticos a la altura de los tiempos. Si no lo hacemos, si no estimulamos nuestra inteligencia y conocer colectivo, ¿qué futuro podremos tener? Si no insistimos en que el gobierno dé prioridad a estos elementos de la cultura tan importantes para la salud física, mental y espiritual pronto la deshumanización galopante de la cual nos hablan filósofos, historiadores, sociólogos, antropólogos, psicólogos y artistas nos seguirá corroyendo, destruyendo más nuestras democracias e imposibilitando las relaciones sociales y los placeres y goces necesarios para ser propiamente homo sapiens sapiens. Llegaremos al final de los tiempos que analiza Salvoj Zizek en uno de sus últimos libros. Quizá el asunto deba verse como lo hace él. Un apocalipsis de cuyas cenizas no nos quedará más remedio que construir un nuevo colectivo emancipador. (Slavoj Zizek. Living in the End Times, Londres: Verso, 2010.)