Las razones del Moro
Recuerdo cuando, al reiniciarse las clases al final del verano, mis maestras me asignaban aquella consabida composición: “Lo que hice durante el verano”. En aquella época, me quejaba del ritual, pero ahora, en homenaje a aquellos días, les informo que, entre otras cosas, durante este verano leí el más reciente libro del crítico Terry Eagleton: Why Marx Was Right (New Haven: Yale University Press, 2011). La mayor parte de lo que el libro dice no es nuevo (con una excepción que discuto más abajo). Pero lo que dice lo dice muy bien. Y dice mucho que hay que decir en el momento actual: lo útil no tiene que ser nuevo necesariamente. El libro tiene como eje una pregunta: ¿Qué tal si buena parte de las ideas que se le atribuyen a Marx (y, por extensión, a los marxistas) nada, o poco, tiene que ver con sus concepciones? Efectivamente, nada más común que escuchar “refutaciones” de Marx que muy doctamente le atribuyen ideas que le pondrían de punta todos los pelos de la barba y de la melena. Aquí les pongo ocho ejemplos comunes (créanme, sería fácil extender la lista):
- Marx, obsesionado con el trabajo y la situación de la clase obrera industrial, no previó el creciente rol de la tecnología y del conocimiento en la producción. De muy poco nos sirve, por tanto, en la época de la internet.
- Marx planteaba que el capitalismo empobrecería cada vez más a la clase trabajadora, la cual se hundiría en una miseria cada vez más terrible.
- Marx concebía la historia (“teleológicamente”, gustan decir algunos) como una serie de “etapas” por las que todos los países han pasado o debían pasar: el feudalismo lleva inevitablemente al capitalismo, el capitalismo lleva inevitablemente al socialismo, etc.
- Marx abrazó un culto al “trabajo” como actividad que, más que cualquiera otra, debía definir la existencia del ser humano.
- Marx valoraba la “comunidad” sobre el individuo, lo colectivo sobre lo individual. Aspiraba a una sociedad uniforme en que todos tengamos lo mismo y vivamos de igual forma. Si valoramos al individuo, debemos rechazar el socialismo.
- Como defensor de la “Dictadura del Proletariado”, fue enemigo de los derechos democráticos y las libertades civiles.
- La naturaleza autoritaria y despótica de los estados “socialistas” ha sido la más clara refutación de las ideas de Marx y de la utopía marxista.
- Marx promovía una visión “prometeica” del crecimiento de la producción y de la productividad como única forma de “progreso”, por lo cual era ajeno y alérgico a toda consideración ecológica.
Ninguna de estas objeciones es invento mío. Todas, sin excepción, las he escuchado o leído más de una vez, por lo general, de boca o de la pluma de universitarios who should know better. Lo digo porque lo que tienen en común estas consideraciones es que todas atribuyen a Marx ideas que no defendió. De hecho, en casi todos los casos le atribuyen ideas opuestas a las que defendió. No insisto en ello por razones académicas, con todo el respeto que la academia se merece. Insisto porque al menos algunas hipótesis de Marx me parecen no ya útiles, sino indispensables para entender el momento y la coyuntura en que vivimos, es decir, para entender y buscar salidas a la famosa “crisis” (económica, social, ecológica) que nos atenaza por todos lados. ¿Y qué problema, me pregunto, puede ser más urgente? Seguir disparatando sobre el marxismo, sea al estilo conservador tradicional o al estilo posmoderno más hip, es algo que tan solo podemos hacer a costa nuestra y para beneficio de los gobernantes de quienes tanto nos quejamos (con razón).
Tómese, por ejemplo, la primera de las afirmaciones en la lista anterior: Marx tiene poco que decirle a la época de la computadora y de la internet. La realidad es que Marx insistió que una de las dimensiones que distinguen al capitalismo de toda sociedad anterior es su tendencia a la incesante innovación tecnológica. Capitalismo es, para Marx, sinónimo de constante revolución técnica, resultado de la aplicación de la ciencia a la producción. Más aún, para Marx, el capitalismo se caracteriza por un creciente rol de la técnica y el conocimiento, y por un decreciente rol del trabajo directo en la producción: el capitalismo se mueve tendencialmente hacia la automatización, mediante el constante desplazamiento del trabajo por máquinas. En ese sentido, nada de la economía de la ciencia y el “conocimiento” en que vivimos le hubiese sorprendido. Lo único que Marx añadía era que, si bien el capitalismo se caracteriza por ese constante desarrollo tecnológico, no deja por ello de ser un sistema de explotación del trabajo, al igual que lo fueron sociedades de clase en el pasado. Así explica cómo el valor y el precio a los cuales las mercancías se ven reducidas en el intercambio no son otra cosa que representaciones de trabajo humano. Por lo mismo, explica cómo aquella parte del valor de la mercancía que se convierte en gananciaes también trabajo: trabajo realizado por los productores y productoras que pasa a manos del capital. Y aquí está la contradicción: el capital que, por un lado, se nutre de trabajo humano, tiende, por otro, a reducir el rol del trabajo en la producción. Digámoslo dramáticamente: el capital se estrangula a sí mismo. Es un motor que se corta la fuente de gasolina. Tiende al desarrollo tecnológico, pero su relación con la tecnología no será armónica, sino contradictoria. ¿Cuál sería el resultado de esto, según el ilustre barbudo? Se traduciría en crisis periódicas en que el capital no será capaz de usar la misma tecnología que ha creado para obtener la ganancia esperada; crisis que se desatan no por falta de máquinas, conocimiento o tecnología, sino porque aparentemente sobran máquinas, conocimiento y tecnología; crisis en que se generaliza la pobreza, la miseria y la inseguridad, a pesar de que existen los medios materiales para satisfacer las necesidades fundamentales de todos y todas. ¿Será necesario plantear que estamos describiendo la crisis actual del capitalismo? Baste con mirar a Estados Unidos: la más poderosa, la más rica potencia capitalista del planeta, dotada de incalculables recursos técnicos y científicos, en que la crisis, absurdamente, lanza a millones de personas a la precariedad y en que millones de dólares invertidos se desvanecen, sin que nadie pueda hacer nada al respecto. Marx nos explica la lógica de ese absurdo.
Por lo mismo, Marx no pensaba que el capitalismo debía conllevar un empobrecimiento absoluto de la población: en sus periodos de expansión, el sistema muy bien podía suponer un progreso de sus niveles de vida. Pero, Marx añadía varios matices. Entre ellos: lo que el capital da un día lo quita el siguiente. Durante la crisis, intentará arrebatar todo lo alcanzado durante la expansión. ¿Será necesario plantear que se trata de una descripción del momento actual? Para muestra, un botón: el acuerdo que ha permitido salvar el tranque sobre el presupuesto y la deuda del Gobierno de Estados Unidos, pacto que tiene como uno de sus pilares nuevos recortes a los programas sociales, agencias públicas, programas de becas, entre otros.
Pero, no hay que confundir el apoyo de Marx a los trabajadores con la defensa de las bondades morales del “trabajo” ni de la muy burguesa “ética del trabajo” que a menudo se le atribuye. Para Marx, una de las razones para condenar el capitalismo es precisamente su tendencia a convertir el desarrollo técnico en fuente no de tiempo libre para todos y todas, sino de desempleo para unos y sobretrabajo para otros. El capitalismo, no Marx, vive obsesionado con hacernos trabajar cada vez más tiempo y cada vez más intensamente. Para Marx, una de las bondades del socialismo debe ser que por primera vez permitiría usar las máquinas no para aumentar las ganancias de unos pocos, sino, al contrario, para satisfacer nuestras necesidades y, a la vez, reducir lo más posible la jornada de trabajo: si el capitalismo es el mundo del neg-ocio, es decir, de la negación del ocio, el socialismo supone una expansión del reino del ocio frente al tiempo requerido por el trabajo. Tiempo libre: esa es la verdadera riqueza, planteaba el Moro (el Moro: Marx, para su país, era de tez llamativamente oscura y así lo apodaban sus amigos). Tiempo libre para todas las actividades que se escogen libremente y que corresponden a los intereses e inclinaciones de cada cual, intereses que Marx no dudaba serían muy variados. El socialismo sería, por tanto, un reino de la diversidad. La igualdad, para Marx, como muy bien lo resume Eagleton, no suponía tratar a todos por igual, sino atender por igual las distintas necesidades de cada cual. El socialismo de Marx era, por lo mismo, radicalmente individualista: su objetivo era precisamente el florecimiento de cada individuo. Lo que Marx sí subrayaba es que nadie podrá alcanzar eso por su cuenta: para lograrlo tenemos que luchar colectiva y solidariamente contra el capitalismo y sus consecuencias. Todos para uno, y uno para todos, como decían los tres mosqueteros, sin ninguno renunciar a su individualidad.
Ese tiempo libre sería también el fundamento de un nuevo tipo de democracia: una democracia con verdadera y activa participación ciudadana. Es cierto que Marx usó el término “dictadura del proletariado”, que sería mejor sacar de circulación. Pero, hay que recordar que lo usaba porque, para él, todos los estados son dictaduras en el sentido de que están comprometidos con la reproducción de ciertas relaciones sociales: los estados capitalistas liberales (digamos, Estados Unidos) y los más autoritarios (digamos, Chile bajo Pinochet) han sido y son todos, en ese sentido, modalidades de la “dictadura de la burguesía”. Y, del mismo modo que puede haber una “dictadura de la burguesía” que reconozca derechos democráticos, celebre elecciones, etc., la idea de la “dictadura del proletariado”, para Marx, no estaba reñida ni con los derechos democráticos ni con todo lo que normal, y correctamente, asociamos con el término “democracia”. De hecho, ¿cómo podrán los productores gobernarse a sí mismos si no es por medio del debate abierto e irrestricto sobre los diversos problemas que enfrentan y sin poder escoger y elegir entre diversos proyectos, propuestas y programas que necesariamente tendrán que ser representados por diversos partidos, organizaciones o candidatos.
El fundamento más adecuado para tal democracia, como ya dije, es el tiempo libre, que a la vez depende de cierto grado de desarrollo de la productividad: eso es lo que permite a todos y todas incorporarse cada vez más a la tarea de gobernar. ¿Qué pasaría con el proyecto socialista en ausencia de tales condiciones? ¿Qué pasaría en condiciones de atraso y subdesarrollo? Se trataría, entonces, de las condiciones favorables no para la democracia que acabamos de bosquejar, sino para que, mientras la mayoría sigue sometida a largas jornadas de trabajo, otros monopolicen la dirección de las instituciones. Estamos, por supuesto ante una de las más terribles ironías del siglo 20: las revoluciones socialistas han triunfado allí donde más pobres eran las condiciones para su florecimiento. Pero, como puede verse, lejos de refutar el marxismo, la degeneración burocrática de las revoluciones socialistas puede, y debe, ser sometida al análisis y a la crítica marxistas.
No pasemos por alto las dos restantes “refutaciones”: el Marx “productivista” y el Marx “teleológico”. Sobre lo primero: más que de la crítica anticapitalista de Marx, el culto de la producción y la productividad es típico del capitalismo. Marx, sin duda, celebra el desarrollo de la productividad promovido por el capitalismo. Lo considera premisa indispensable para la satisfacción universal de necesidades materiales y la generación de tiempo libre. Pero, en su momento, ya denunció la destrucción de la Tierra por el capital. Si no denunció otros desastres fue porque no los vivió y porque, como casi todos los revolucionarios, pensaba que la revolución estaba más cerca de lo que realmente estaba: hoy, sin duda, hablaría del calentamiento global con la misma naturalidad que en su momento incorporó a su crítica del capitalismo los estudios sobre el efecto de la agricultura moderna en los suelos. Si la ecología nos explica que hay límites al desarrollo, Marx nos demuestra que el capitalismo no respeta límite alguno: en pos de la ganancia, le pasa por debajo, por encima o por el medio a lo que ponga en su camino. Es un tren que va derecho al abismo, como decía Benjamin. Es un buldócer sin reversa. No hay tal cosa como capitalismo verde. Una ecología coherente tendrá que ser anticapitalista.
Como bien indica Eagleton, Marx rechazó explícitamente la idea de la historia humana como una escalera de etapas predeterminadas por la que todo país estaría obligado a ascender. Ni siquiera, añade Eagleton en una de las partes más interesantes de su libro, hay que entender la concepción histórica de Marx como un relato en el que el happy ending socialista compensa los males y pesares sufridos durante la trama que le precede. La visión de Marx es, más bien, trágica. Trágica, para empezar, porque la historia humana es, a cierto nivel y a pesar de su variado desfile de personajes y situaciones, más monótona de lo que normalmente pensamos: para la gran mayoría de la humanidad, ha sido la mayor parte del tiempo una historia de explotación y opresión, y de trabajo y tedio con poca recompensa. Sólo así se ha construido el edificio de eso que llamamos progreso. Como también decía Benjamin: todo documento de la civilización es también un documento de la barbarie. Y trágica, además, porque el socialismo no podrá borrar ni resarcir tanto sacrificio, ni hacer justicia a las víctimas ni resucitar a los caídos. Mejor hubiese sido que la historia humana andara por otros caminos. Lo único que podemos hacer es tratar de arrancarle algo bueno a esta trágica condición: una sociedad más libre e igualitaria. Ese desenlace no es inevitable. Es posible. De nuestra inicitiva depende que esa posibilidad se haga realidad. Así, del texto de Eagleton aparece un Marx y un marxismo más sobrios, cuyos logros están matizados por la conciencia de los muchos que quedaron en el camino. A quien quiera leer más sobre esto le recomiendo el libro de Eagleton. Pero, le sugiero que no espere al verano que viene: el paso que trae la crisis del capitalismo lo convierte en lectura urgente.