Las tareas de la violencia
[Este artículo dialoga con uno anterior de Mara Negrón intitulado «El verbo descarnado o hacernos cargo de la violencia»]
La palabra violencia es todo menos clara. Para hablar de ella necesitamos cierta dilucidación, saber, pues, de qué estamos hablando. Atribuimos violencia a una gran cantidad de fenómenos no necesariamente parecidos entre sí. Decimos que es violenta, en primer lugar, la agresión física, desde el contacto no permitido, que violenta la percepción de pertenencia que uno tiene respecto de su propio cuerpo, hasta la muerte dada por un otro al que no le ha sido demandada. Violenta es una persona que reacciona imprevisiblemente y de manera exagerada, según las medidas de lo común en las relaciones entre personas establecidas por la costumbre del lugar, con una fuerza desproporcionada a la situación, ya sea mediante el uso de la palabra, ya mediante el uso del cuerpo. El insulto es violento. Decirle a alguien sus “verdades” es violentar la tranquilidad de su conciencia y ánimo, y puede llegar a ser verdaderamente destructivo. Violenta es la privación de los derechos con los que contamos en la vida normal de occidente, teniéndolos como fundamentales y dados más o menos por hechos, como la libertad de movimiento, de expresión, de reunión, de creencia, de elección de profesión, de pareja, de género, de sexualidad. Es violento ser obligado por la fuerza (física o psicológica) a hacer lo que no se quiere, a ser lo que no se es. Violento es también el rechazo. Pero igualmente son violentas las manifestaciones de la libertad, la protesta, incluso cuando a nadie se mate, cuando a nadie se viole ni se secuestre, cuando a nadie se hiera, toda revuelta es violenta. Incluso la revolución pacífica lo es, y si no lo fuera no lograría nunca el efecto deseado. La lucha pacífica busca evitar la muerte, pero su resistencia se va imponiendo, confronta al otro, lo cohibe, le quita campo de acción, legitimidad, lo destruye. He aquí que aparece nuevamente una forma de este vocablo: destrucción. Lo común a todos estos fenómenos es, justamente, su carácter destructivo. La violencia es, podemos decir, un acto destructor. No es una cosa, evidentemente, sino un acto. Sólo puede ser violento lo que acaece. Pero lo que acaece es también algo que pasa, no un estado de cosas. Un acto se da y se desvanece, si bien sus efectos le sobreviven incalculablemente. Si la violencia es destructiva, no puede ser un estado permanente, pues en ello hay una contradicción insostenible: un estado de cosas no sería tal si fuera siempre ya destrucción de sí mismo.
Ahora bien, como la realidad admite intermedios, gracias a los cuales las contradicciones son posibles y se sostienen, sosteniendo a la realidad misma, hay que reconocer que no se da nunca ni un estado de cosas absolutamente constructivo y estable, ni una permanente actividad destructiva que anula toda posible estabilidad. El acto violento, es, entonces, un acto presente al interior de un cierto estado construido, establecido, que goza de una cierta permanencia. Por eso tiene siempre ese carácter irruptivo, sorprendente, “inusual” aunque sea cada vez más común. La violencia no es, por sí misma, buena o mala, pues hemos visto que incluso manifestaciones en pro de valores que nuestra sociedad actual occidental considera “buenos” (i.e. la libertad) son violentas: buscan destruir, mediante la acción, un orden establecido que se presenta como “malo” (porque viola los derechos fundamentales, etc.)
Así considerada, la violencia es pues, una manifestación óntica, digamos fáctica, de una fuerza destructiva. Mas, hay que buscar siempre quitar la ingenuidad a la mirada. Ese es, al menos creemos desde hace algunos siglos en la tradición de pensamiento europea, el papel de todo aquél que se dedique verdaderamente a pensar. La destrucción no es siempre o nunca mera destrucción. Hemos dicho que se da siempre al interior de un orden constructivo o construido. La afirmación y la negación son los dos polos que colindan, cada uno un lado del límite, y lo real histórico no es sino el límite mismo, en el que ambos coinciden sin confundirse. Así el orden social se sostiene en ese límite entre lo construido y su destrucción. Este modo de ser “natural” al ámbito de la historia nos dice, pues, que la historia incluye siempre dentro de sí la violencia. Lo violento no es el accidente que acontece al orden, y del cual éste podría bien prescindir, si se consumara su forma perfecta, absoluta, sin accidentes. La mirada atenta a ese terreno que es la historia nos ha enseñado ya que la violencia es, en este sentido que venimos diciendo, necesaria. Se nos presenta ahora, pues, como un atributo ontológico de la esfera de la existencia humana. Y la mirada crítica puede ir todavía más allá. La violencia no es sólo algo que se da necesariamente en el curso del tiempo histórico… bien observadas las cosas, ella funda la historia. La creación es un gesto violento. El ámbito de los trabajos y los días del hombre sólo puede ser allí donde se ha violentado ese otro ámbito al que él también perteneciera: la naturaleza natural (natura naturata). La historia comienza con el establecimiento de un orden social, que en principio es arbitrario, pero que significa el rechazo, en adelante, de la arbitrariedad subjetiva, particular, en pos de la asunción de la arbitrariedad común como algo necesario, que pasa a ser así “natural”. Pero ello significa, a su vez, el rechazo paulatino del dominio de las leyes naturales naturales, substituidas ahora por lo que puede llamarse, en buen espíritu ilustrado, una “naturaleza espiritualizada”. La violencia aparece entonces ante nuestra mirada como un acto que es tanto ontológico (en sus dos niveles: fundacional y estructural) como óntico.
¿En qué sentido nos ocupa, pues, la violencia? Cuando nos preguntamos cómo hacernos cargo de la violencia, hay que tener sobre todo en cuenta de qué violencia podemos encargarnos. Si los principios y las estructuras son onotológicas, si de verdad creemos en lo que decimos, ellas no son objeto del capricho ni de la voluntad. No podemos cambiarlas meramente por deseo. Si el orden social y la historia tienen a la violencia como un elemento constitutivo, no está en nuestro poder eliminarlo, sin eliminar a su vez el orden social y la historia. Una arrogante voz podría decir, ¡eliminémoslos, pues, si con ello nos deshacemos de la violencia! Pero el tal reclamo no sería sólo arrogante, sino también insoportablemente ingenuo. Por un lado, es imposible acceder al “origen” del orden social, al momento anterior al orden mismo, y ser entonces eso que éramos cuando aún no éramos hombres.
En otras palabras, no podemos recuperar la “naturaleza natural”, que por otro lado no es más que un supuesto del pensamiento que reflexiona sobre su ser, y no un “hecho histórico” reconocible, accesible a nuestra mirada, reconstruible en el discurso. Por otro lado, la erradicación de la historia, ¿es posible? ¿Qué significa esto? Lo cual requiere que se pregunte antes: ¿qué es la historia? Que la historia puede llegar a su fin, ser erradicada, es una tesis que ya se ha planteado. Sea como quiera la tal tesis, no deja de ser sino una idea poco concreta (como la posmodernidad misma). En todo caso, es sólo una determinada comprensión de la historia lo que pudiera o pudiere llegar a su fin, mas no la historia comprendida en su esencialidad mínima, la historia como categoría, como estructura ontológica del ámbito humano, esto es, la historia entendida como la actividad donadora del orden, eso a lo que nos referíamos cuando hablábamos del límite entre lo ordenado y su destrucción. Decir que la historia comprendida en este sentido pude llegar a su fin equivale o bien a creer en la posible consumación de un orden redimido que elimina el polo de la destructividad, o bien en el momento apocalíptico de la destrucción absoluta, la cual, en todo caso, no elimina la historia sino la humanidad, y sólo porque elimina la humanidad elimina la historia. Hombre e historia se copertenecen de manera esencial: el primero es el agente de la segunda, sin el cual ella no es, porque no es más que la realización de los actos de su agente; la segunda es el modo de ser del primero, porque él no es sin historia, porque debe su existencia a la constante construcción que él mismo lleva a cabo de un frágil orden en el que se puede ver reflejado, fuera del cual moriría abrumado por las fuerzas imponentes de la naturaleza.
Es imposible, pues, erradicar la violencia en su doble aspecto ontológico. Mas se dirá, todavía, que si bien no nos es posible acceder al momento anterior al orden social para reiniciarlo, de manera tal que nos diéramos una nueva estructura que no tuviera como acto fundacional la violencia contra nuestro supuesto estado natural, si bien no es posible esto, se dirá, ello no elimina la posibilidad de que el orden social sea distinto. Esto es, que el cambio de la estructura del orden no requiere del acceso al origen, sino que puede darse a partir del reconocimiento por parte de la conciencia de la presencia fundante del tal gesto y de el estado que le precediera. Es, en efecto, posible, pensar la bondad de ese estado natural, contrario a la maldad instaurada a partir de la violencia que funda el orden social. Este reconocimiento tendría el inusitado poder de eliminar el mal desde el interior de un orden que lo presupone como su fundamento.
Ello nos parece, sin embargo, no más que una pirueta del pensamiento, que no toca nada real. El orden puede ser transformado tan sólo en su aspecto óntico, es imposible erradicar su fundamento sin eliminar la posibilidad de su ser. El orden es la instauración arbitraria y violenta de una ley que no le preexistía. Podemos cambiar, una y mil veces y cuantas sean necesarias, las leyes que a partir de entonces nos damos a nosotros mismos, pero la ley primera: cederás tu poder absoluto al poder común (en cualquiera de sus formas), no puede erradicarse y es una violencia esencial contra el particular, única que puede dar paso a la comunidad y, por lo tanto, sine qua none del orden social.
La única violencia de la cual podemos hacernos cargo es la violencia en su manifestación óntica. Ni podemos erradicar la violencia constitutiva del orden social, ni podemos pretender una historia sin violencia. Ahora bien, habrá que preguntar: si la historia tiene a la violencia como un elemento constitutivo, ¿es posible erradicar sus manifestaciones ónticas? En todo caso, tenemos que preguntarnos qué significa hacernos cargo. Porque no eludiremos tan fácilmente la responsabilidad, afirmando el carácter ontológico, constitutivo, esencial, de la violencia. Si tan sólo fuera así, si la violencia fuera tan sólo algo propio, ¿por qué este constante extrañamiento ante sus manifestaciones? ¿Por qué esta molestia, esta angustia, este hartazgo ante ella, siempre tan presente, cada vez más presente? Evidentemente, esa su excesiva constancia, su persistencia, sólo puede explicarse por su carácter constitutivo, y la incomodidad que genera se explica, a su vez, por su perseverancia. Nos harta de tan presente. Pero no es sólo eso, incluso cuando en un extraño momento de cándida pasividad irrumpe la inusitada violencia, nos duele hasta el límite, nos indigna.
La reacción ante la violencia no tiene que ver (no sólo, o no primordialmente) con la cuantía de sus apariciones. Su manifestación es inaceptable per se. Precisamente porque el acto violento ontológico fundacional es un gesto, podemos decir, sacrificial, en pos de la dosificación o regulación de la violencia ilimitada. El orden social violenta la naturaleza para prohibir su manifestación “arbitraria” (fuera del arbitrio instituido como legal). Y eso es lo que llamamos orden social, porque el de la naturaleza es, si lo hay, otro. La manifestación arbitraria de la violencia es inaceptable per se dentro del orden que presupone su regulación, y decíamos que por ello no se trata de un rechazo meramente respecto a su cuantía. Si ella genera hostilidad y dolor, rabia, incluso, es porque la padecemos con una cierta distancia. Así, porque nos es propia la sufrimos constantemente, pero la sufrimos, independientemente de su constancia o dispersión, porque nos es también ajena. Porque el orden, sine qua none de nuestra existencia, la instituye como algo que siendo, no puede ser. La violencia funda un orden que se quiere desde entonces libre de violencia, pero la historicidad perteneciente a todo acto humano inserta al orden dentro de una dinámica que requiere de la violencia para cambiar, y la historia es una fuerza que impone el cambio, porque el hombre es una fuerza que cambia. De este modo, nosotros, que vivimos en órdenes sociales históricos tenemos a la violencia como un propio-impropio. Aunque nos pertenece, nos hiere. Por lo tanto, no podemos eludir la tarea que ella nos impone. Pero, ¿cuál es esa tarea?
Precisamente ahora, el mundo se nos presenta como un ya insoportable cúmulo de acontecimientos violentos, como un lugar en que la violencia parece querer convertirse en estado de cosas y dejar de ser una irrupción inevitable del cambio. En su carácter óntico, la violencia es hoy abrumadora. No es algo ya que pueda explicarse como sintomático de un determinado estado fallido, sino que explota por todas partes a lo largo y ancho del globo, incluso en esa Europa de los estados de derecho “consumados”. En estos momentos, esa misma Europa, que se ve fallando en sus estructuras, está desenmascarando el colonialismo que nunca abandonó del todo, volviendo a él de manera explícita, a la reconquista del norte de África, que durante todo el siglo pasado estuvo dominando económicamente “en secreto”. Ahora se lanza por un dominio público, poniendo gobernantes “lícitos”, que puede apoyar “de frente”. Estados Unidos, uniéndose ahora a los europeos, no ha dejado en ningún momento de buscar el control de los recursos energéticos. Mientras en nuestros países latinoamericanos seguimos viviendo la eterna historia de nuestra violencia autoinfringida, que a causa de las nunca ausentes consecuencias del colonialismo, se reproduce con distintas caras. Y más allá de las particularidades históricas de los diversos continentes, el mundo global trae consigo otras formas de violencia, el acrecentamiento de las brechas sociales entre los países y la miseria de millones de seres humanos, además de la creciente tendencia a convertir a todos los hombres en mera fuerza productiva. La violencia, que está operando ya en los impulsos que mueven al sistema global, nos cae encima, y estallan sus efectos violentos aquí y allá. Y no podemos ignorarla, porque la ola de acontecimientos está llegando a nuestra puerta, si es que no se ha constituido ya como inquilino indeseable, o se nos ha metido hasta el tuétano desapercibidamente.
Tenemos que hacernos cargo de la violencia. Difícil problema éste que la realidad urgente nos asigna. Sobrepasa por mucho cualquier esfuerzo individual. Sin embargo, parece haber un camino dentro de la violencia misma para hacernos cargo de ella. Hasta ahora nos hemos enfocado principalmente en el carácter negativo de la misma. Pero dijimos desde muy temprano en este escrito que ella no era ni buena ni mala. Aunque luego se nos presentó como lo inaceptable per se. Esta contradicción se presenta sólo si nos distinguimos entre los niveles óntico y ontológico. Vista desde el último, ella no es ni buena ni mala, porque antecede a todo contexto axiológico. Vista desde el primero, en cambio, puede ser buena o mala, según encuentre cabida su manifestación en el sistema de valores operante. Cuando dijimos que es lo inaceptable per se, nos referíamos a las manifestaciones de violencia que atentan contra un estado de cosas que no se quiere destruir, y que es, por contra, valorado como bueno. Pero cuando ese orden comienza a ir contra los fines propios al pacto, entonces deja de ser bueno, y los actos que buscan su destrucción y transformación vienen a tomar ese valor. Cada vez que se instituye un determinado orden social, comienza la nueva prohibición de la violencia dirigida contra él; y cada vez que un orden debe destruirse tal prohibición pierde su legitimidad y vale la violencia hasta la construcción del nuevo orden. Cuando nos encontramos dentro de los límites de operatividad de la prohibición, la violencia se nos presenta en ese doble modo del propio-impropio. Fuera de la prohibición, ella nos pertenece de manera de absoluta, y no hay sistema de valores que pueda reclamar allí su validez para juzgar como malos los acontecimientos revolucionarios: allí está operando una fuerza pura.
Situándonos dentro de nuestro contexto nacional, podemos ver claramente que la abrumadora violencia que padecemos no se encuentra fuera de los límites de operatividad del pacto social, que no es de ninguna manera una fuerza revolucionaria lo que en ella está operando, que estando, por tanto, al interior del estado de cosas establecido y sin intenciones de transformarlo, es inaceptable. Más inaceptable aún porque el estado de cosas establecido es de hecho inadmisible, y ella, esa violencia que vivimos, no lo destruye, lo perpetúa, es su aliada, y dirige toda su destructividad tan sólo hacia los particulares que la sufren sostenidamente. Nuestra violencia es, así, una manifestación óntica meramente negativa. Lo que debemos preguntarnos es, entonces, si es posible el acaecer de una violencia óntica positiva que contrarrestre su insoportable presencia.
Muchas veces hemos oído las respuestas a esta pregunta: Sí, es posible la violencia afirmativa, que se da en la creación, en el arte, en la revolución. La pregunta que hay que plantear, a su vez, es: ¿podemos, en efecto, hacernos cargo de nuestra actual violencia negativa mediante la apropiación de esos modos de violencia positiva? Si yo pretendiera responder a esa pregunta en un texto, estaría sobrepasando por mucho las posibilidades reales del mismo, y estaría creando, más bien, una ideología sin tierra. Si la creación, el arte, la revolución, son verdaderamente modos efectivos de encargarnos de nuestra actual situación, ello sólo pueden responderlo la historia y la acción.