El Mediterráneo, la responsabilidad internacional y el Derecho cosmopolita
I
Lo que sucede todos los días en muchas de las costas del Mar Mediterráneo es una de las tragedias más trascendentales y patéticas que podemos presenciar en nuestra contemporaneidad. Sin ánimo de reducir vidas humanas a meras variables estadísticas, riesgo que es inevitable por lo complejo del asunto, al día de hoy han muerto más de 1,800 personas inmigrantes en las aguas mediterráneas, y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR), estima que alrededor de 35,000 han realizado las peligrosas rutas para alcanzar las costas del sur de Europa.1 Cifras que, si se comparan con el más reciente estudio estadístico de la Universidad de Amsterdam en Holanda, de inmediato se comprueba una de las mayores preocupaciones tanto de los Estados europeos como de organizaciones humanitarias que laboran día a día en la región, y es el vertiginoso ascenso en el número de inmigrantes que en lo que va de este año han protagonizado tragedias humanitarias de un coste sin proporciones cuantificables. Según ese estudio, realizado por Human Costs of Border Control, un aproximado de 3,200 personas inmigrantes murieron en aguas mediterráneas durante el periodo entre 1990 a 2013.2 Al día de hoy, más de la mitad de esa cifra que comprende un término de veintitrés años se ha superado en menos de cinco meses. La tragedia es incesante y progresiva, mientras que las respuestas estatales son insuficientes y evasivas.
Muchas veces los fenómenos identificados como propios de la llamada inmigración ilegal o irregular suelen ser entendidos de forma simplificadora y atendidos de manera general. En la práctica, imposibilita una compresión real y efectiva de las dinámicas migratorias que, aunque herederas de siglos incontables de historia, hoy suelen surgir como fenómenos propios de un mundo progresivamente más globalizado y drásticamente interconectado. Un mundo que, a mayor grado de expansión económica y tecnológica, se abre cada vez más a nuevos horizontes geográficos, sociales y culturales con el ya conocido ímpetu de ánimo lucrativo que suelen caracterizar nuestros modelos capitalistas contemporáneos y sus evidentes efectos a nivel global. No obstante, también es un mundo donde, a pesar de propiciar mayores interconexiones en pos de intereses económicos, las responsabilidades tanto estatales como privadas suelen ser diluidas a tal punto de intentar evadir por todos los medios los efectos de los que fueron gestores, partícipes o al menos cómplices. Las tragedias del Mediterráneo no son un asunto puramente de inmigración como las autoridades estatales, comunitarias e internacionales pretenden presentarlo y atenderlo, son los efectos directos e indirectos de dinámicas geopolíticas y económicas basadas en esquivar sagazmente las responsabilidades por los daños realizados y las mitigaciones que deberían sufrir los mismos.
Por lo tanto, ver sesgadamente la crisis humanitaria que existe actualmente en las costas del sur de Europa, y aislarla de su contexto histórico, social, económico y político, el cual circunda aquello que entonces se concibió en latín como Mare nostrum y que ha sido históricamente un crisol de culturas y de civilizaciones de África, de Europa y de Medio Oriente, es simplificar perniciosamente un asunto que le compete a toda la comunidad internacional en su conjunto. No es a Italia, Grecia o España solamente a los que les debe interesar atajar un fenómeno migratorio que se ha multiplicado exponencialmente en los últimos dos años, ni tampoco a la Unión Europea como entidad supranacional directamente implicada en la atención a este fenómeno, sino a la comunidad internacional comenzando por aquellas organizaciones internacionales que podrían canalizar la ayuda necesaria e imperativamente solidaria de Estados que no se conciben directamente afectados por estas crisis humanitarias. Claro que los Estados implicados directamente en estos eventos tienen el deber de atenderlos lo más sensible y efectivamente posible, pero no expandir el radio de responsabilidad hacia otras entidades tanto estatales como privadas provocaría que el asunto se siga administrando mediante remiendos inefectivos y en tantos casos cruentos.
Esto último se consigue intentando comprender un tema extremadamente complejo mediante categorías y referentes simplificadores y generales que no toman en consideración la fenomenología causal detrás del mismo. Hoy sobran los estudios empíricos sobre las múltiples causas sociales, económicas y políticas que han servido de acicate para un mayor aumento de desplazamientos de comunidades a través de la zona aledaña al Mediterráneo y la efervescencia que han tomado las mafias puramente lucrativas que se dedican a transportar al borde de la asfixia y la inseguridad extrema a decenas de miles de personas que por cuantiosas sumas de miles de dólares –que se traduce en lo único que les quedaba en términos patrimoniales- se lanzan a un viaje que, como estamos viendo diariamente, probablemente sea el último de sus vidas y el de sus familias. Estas causas, que van desde la pobreza extrema y los conflictos armados de tantas comunidades de África; la desestabilización política, económica y social que generaron los eventos posteriores a las revoluciones de la llamada Primavera Árabe en el Magreb africano y zonas colindantes; los conflictos bélicos en Palestina, Cisjordania e Irak, hasta la sangrienta guerra civil de Siria y actualmente las actividades belicistas del llamado Estado Islámico, entre otras, hacen del entorno circundante del Mediterráneo un caldo de cultivo óptimo para que miles de personas cada año se lancen a la inseguridad del mar y de las mafias de transporte ilegal en vez de quedar presos en la violencia y miseria de sus países de origen o de tránsito.
Ante un escenario tan crudo como este, en el que el propio Mediterráneo se ha convertido en una horrible fosa común de personas sin nombre y muchas veces sin patria, debemos preguntarnos si la evitación de este tipo de tragedias debe entenderse como un asunto exclusivamente de inmigración ilegal, o más bien un fenómeno que trasciende los linderos de clasificaciones migratorias y se extiende hacia el origen de las causas generadoras del contexto de violencia y miseria actual del que huyen miles de personas. No creo que quepa duda que delimitar el objeto de estudio a un asunto puramente migratorio es fútil, contraproducente y en muchos casos realmente despiadado.
No obstante, hoy vemos cómo tanto sectores euroescépticos, de derecha populista radical, conservadores y demás, se ofuscan, en muchas ocasiones estando en el poder político de los Estados europeos, en proponer medidas tanto domésticas como comunitarias que impidan las tragedias humanas que acaecen en el Mediterráneo –y en las fronteras de las ciudades autónomas españolas de Ceuta y Melilla en África- obstaculizando que las personas inmigrantes lleguen a costas europeas. Es decir, relegando los graves problemas estructurales que padecen miles de personas en situaciones de extrema vulnerabilidad –y en tantos casos posibles acreedores del estatus de persona refugiada ante el Derecho internacional público- y alejándolos de las costas europeas. Se aleja tanto a la persona que ha arriesgado su vida por un futuro mínimamente seguro –aunque a través de la extrema inseguridad que se padece en el trayecto- como a la gama de problemas estructurales que le sirven de verdugos.
Para contrarrestar esta visión imperante en las políticas públicas de seguridad tanto comunitaria como estatal, ciertos sectores han promovido –y varios Estados han acogido en teoría- la idea de trabajar conjuntamente con varios de los Estados implicados en esta trama –o de los que parten centenares de personas cada año por diferentes razones de altísima gravedad- e intentar abonar a algunas pequeñas soluciones que puedan aliviar los factores determinantes que impulsan a tantas personas inmigrantes a salir cada año. No obstante lo favorable que pueda escucharse esto en el papel, la realidad es que muchas veces se colabora –como lo ha hecho el Gobierno de España por ejemplo con Marruecos respecto a las fronteras de Ceuta y Melilla- para impedir a toda costa que esas personas lleguen a cruzar las fronteras de sus Estados de origen, de última estancia o tránsito. No se hace mediante políticas públicas que intenten atajar problemas sistemáticos de índole económica, social, política o cultural, sino mediante la utilización de las fuerzas represoras del Estado para, en tantos casos de forma brutal, impedir que esas personas inmigrantes se conviertan en problemas para los países del llamado primer mundo, y ya no en la mano de obra mal pagada pero tan necesaria que fue para construir esos mismos países en la contemporaneidad.
He aquí uno de los puntos neurálgicos para entender por qué en estos momentos se han generado políticas públicas nocivas y totalmente negativas hacia la inmigración, tanto legal como ilegal, en suelo europeo. La grave crisis económica que han sufrido enormes sectores no privilegiados de la sociedad europea ha repercutido en la integración efectiva de aquellas personas inmigrantes que venían a fungir como mano de obra más económica en economías entonces más estables y hasta crecientes. Hoy, los países del sur de Europa, especialmente España, Grecia e Italia, tienen tasas de desempleo realmente alarmantes, sobrepasando hasta el 25% del sector trabajador y hasta el 50% del ámbito trabajador juvenil. No hay demanda de aquella mano de obra que, aunque mediante condiciones de empleo paupérrimas, al menos hacía de la inmigración un fenómeno menos problemático para los intereses europeos y del mencionado primer mundo.
Sin ánimo de extender la discusión a las causas del actual ascenso en el flujo de inmigración que existe en Mediterráneo, o cómo las diversas crisis económicas que todavía hoy se padecen han empeorado el asunto de forma dramática, porque no es el objeto de este escrito, es interesante plantear la posibilidad de concebir de nuevo –porque es una idea que ya tiene siglos de historia- un orden jurídico mundial vinculante que propicie y fiscalice el respeto mínimo de ciertos derechos humanos que hoy son vulnerados in extremis tanto por países del primer mundo como por los llamados países del tercer mundo o en desarrollo. ¿Es utópico pensar en un Derecho cosmopolita que juridifique las relaciones internacionales al punto de hacer efectivamente vinculantes las normas mínimas de derechos humanos? ¿Puede ese Derecho cosmopolita contribuir a una atención efectiva de algunas causas mediante las cuales miles de personas arriesgan sus vidas todos los días desesperadas por la vulnerabilidad y la miseria? ¿Es deseable una juridificación que garantice derechos humanos mínimos alrededor del mundo?
II
Cuando Kant escribió su corto trabajo La paz perpetua, desde la ciudad prusiana en la que vivió toda su vida, Könisberg, la razón principal para su realización fue la creación de un Derecho universalista o cosmopolita que, a partir del mismo, trascendiera los linderos normativos y soberanos de los Estados modernos y así superara lo que Kant, apropiándose de un término que asociamos directamente con la filosofía política de Hobbes, concibió como estado de naturaleza (status naturalis). En efecto, “el estado de naturaleza es más bien la guerra, es decir, un estado en donde, aunque las hostilidades no hayan sido rotas, existe la constante amenaza de romperlas”.3 Un estado que Hobbes definió como predecesor a la conformación del Estado soberano a partir de un contractualismo real y no hipotético. Un paso a ser superado para impedir la perpetuación del estado de “todos contra todos” que caracteriza el estado de naturaleza generador de suma violencia. Para establecer, en esencia, lo que hoy todavía estamos tan lejos de alcanzar, y es el mayor grado de paz –ausencia de violencia belicista entre los Estados soberanos- en el mundo. Por tal razón, Kant advierte: “…la paz es algo que debe ser “instaurado”; pues abstenerse de romper las hostilidades no basta para asegurar la paz…”.4
Este fin, que es uno de los objetivos principales de varios intentos internacionales por crear ámbitos jurídicos que intenten impedir la clásica guerra de agresión, o el ius ad bellum del Derecho internacional clásico, lo compartió tanto la hoy extinguida Liga de las Naciones –conato de organización mundial surgida a partir de la Gran Guerra – como la Organización de Naciones Unidas (ONU)– su heredera más prolija. Lo que hoy es la Unión Europea, desde sus menos pretenciosos orígenes durante la década de 1950, en plena postguerra, también ha sido uno de los ejemplos de integración de Estados soberanos –a través de la economía, la política y el Derecho, particularmente- con fines de evitar debacles humanitarias como las sucedidas durante la primera mitad del siglo XX en Europa. Es en este contexto que Jürgen Habermas retoma la idea kantiana contenida en La paz perpetua y la actualiza como artilugio prospectivo para una efectiva juridificación de las relaciones internacionales.
Para Habermas, quien rápidamente se fue convirtiendo en un referente de intelectual público desde la década de 1960 en la Alemania de la postguerra, la idea de una juridificación de las relaciones entre los Estados soberanos representa una alternativa más plausible a la llevada a cabo por países como Estados Unidos –estado hegemónico desde esa época-, que se caracteriza por una etización de la política mundial. Es decir, la imposición mediante las armas y las agresiones bélicas de una determinada ética que se exporta a fuerza de violencia ante países declarados como peligrosos en virtud del prisma ideológico imperante de la política estadounidense. Los casos recientes de Afganistán e Irak son muestra de ello, y sus consecuencias y efectos también son parte del entramado fenomenológico que se suele camuflar cuando se estudian las múltiples causas de la desestabilización de áreas circundantes o cercanas al Mediterráneo.
Para este proyecto de juridificación de relaciones internacionales, que pretende hacer efectivo el vínculo del Derecho internacional a los Estados soberanos a nivel mundial, Habermas recupera no solo de Kant la concepción de Derecho cosmopolita, sino la fértil discusión intelectual que también precedió al filósofo prusiano. Para este último, esta falta de vinculación jurídica por parte de Estados soberanos comprendía un obstáculo a ser superado. Como bien advertía, los diplomáticos de su época citaban y repetían a los padres del Derecho internacional público, como Grocio, Puffendorf o Vattel, pero no se atrevían a desechar del Derecho de sus verdaderas intenciones interestatales, aun cuando ninguno de estos Estados estaba sometido a autoridad común externa. No existía en su momento fuerza legal alguna que pudiera impedir que los Estados decidieran cuando les viniera en gana agredir bélicamente a otro Estado vecino.5 Y ello, como se sabe, comprendía una actuación éticamente reprochable al utilizar a los seres humanos no como fines en sí sino como medios para la consecución de algún interés ulterior.
Ello, según Kant, debía ser impedido mediante la extensión de lo que es la constitución republicana –y exclusivamente republicana en este sentido- que crea paz interna entre la ciudadanía de un país al negar el status naturalis, a la relación anárquica –en el sentido rústico del término- que existía entre los Estados. Dicho de otro modo, Kant, en virtud de un mandato de la razón práctica, concibe un paralelismo entre el estado natural de las personas –lo cual niega la eficacia y vinculación (o existencia misma) del Derecho– y entre una especie de estado natural entre Estados al amparo del ius ad bellum.6 Si la situación jurídica interna de los Estados prevenía la guerra entre las personas (bajo la premisa de que todas las personas deciden acerca de todas y, por ende, que cada una sobre sí misma), entonces el trasladar esta situación jurídica a nivel cosmopolita o internacional provocaría paulatinamente la abolición gradual de la peligrosidad de la guerra, lo que derivaría en una paz no provisional, sino permanente. Para esto, el Derecho, tanto para Kant como para Habermas, es imprescindible.
De esta manera, y a través del Derecho o de la juridificación de las relaciones internacionales, la propuesta kantiana se concentra en que el Derecho internacional clásico (aquel que permite el ius ad bellum) sea trascendido y convertido (o sustituido) en una constitución que conforme una comunidad de Estados, en la cual tanto la ciudadanía como los Estados coexistan mediante una sujeción a normas jurídicas. En efecto, de forma interna la relación de sujeción es entre la ciudadanía y el Estado de carácter republicano, y a nivel cosmopolita la sujeción sería entre Estados miembros de una especie de comunidad constitucional de Estados libres. Ello, en virtud del republicanismo que tanto a nivel estatal como internacional debía distinguir la legitimidad de las normas creadas en ambos niveles, tanto mediante la constitución civil interna de los Estados republicanos como la constitución cosmopolita del orden universal de los pueblos, o una especie de federación de Estados libres.
Para Habermas, esta concepción kantiana tiene como principal objetivo la configuración de las relaciones entre Estados en una especie de república mundial (no confundir con Estado de naciones, como veremos luego), al hacer la analogía entre constitución civil estatal y la constitución cosmopolita interestatal.7 Concepción que no escapa de críticas válidas, pero que, en definitiva, hace realmente imposible una guerra como la concebimos desde el Derecho internacional clásico, es decir, como un conflicto eminentemente externo, pues bajo la premisa de una especie de republicanismo de todos los Estados con un orden jurídico global, una situación bélica entendida a la vieja usanza se consideraría o bien un acto de defensa ante el peligro o un acto de procesamiento penal, es decir, un conflicto interno para efectos del sistema jurídico global.8 No obstante, y es la interpretación más destacada de Habermas al respecto, esta idea de un orden jurídico mundial en virtud de un republicanismo de Estados no suele agotarse en este mero fin, pues la perpetuación de la paz también podría ocurrir en una monarquía universal que, con el monopolio de la violencia, asegurara coercitivamente la paz entre los sujetos al régimen. La idea de Kant va más allá del mero aseguramiento de la paz por algún régimen de poder, como hemos visto, sino por un régimen verdaderamente republicano de gobierno cuya legitimidad surgiera de sus procesos de conformación de normas.9
Sobre esta idea de Kant de analogía entre la constitución civil y la constitución cosmopolita de la república mundial, Habermas ciertamente advierte que: “[e]l núcleo innovador de esta idea reside en la consecuencia de la transformación del derecho internacional, en tanto que derecho de los Estados, en un derecho cosmopolita en tanto que derecho de los individuos: ahora estos ya no son sujetos de derecho solo en tanto que ciudadanos de sus respectivos Estados, sino también como miembros de una comunidad cosmopolita sometida a una autoridad superior (Oberhaupt)” (énfasis en el original).10 En esta visión de constitución cosmopolita de raíz kantiana, los Estados soberanos que suelen adherirse al orden jurídico mundial deben sustituir la política por el Derecho en lo concerniente a sus relaciones con los demás Estados. Pero no solo deben ceder este aspecto de la soberanía estatal entendida de forma clásica, sino que deben servir como agentes mediáticos entre los derechos humanos y civiles internacionalmente reconocidos y los ciudadanos cosmopolitas sujetos a dicho régimen de ordenamiento mundial. Dicho de otra forma, mediante esta configuración de república mundial, el Derecho internacional clásico de Estados soberanos se transforma en un ordenamiento jurídico mundial en el cual los Estados quedan sujetos al mismo no mediante las relaciones políticas interestatales, sino mediante la norma jurídica.11
Esto es de particular importancia para Habermas porque suele ser una alternativa plausible a la entonces todavía viva – y hoy en vías de resurrección – idea de soberanía de Carl Schmitt y discípulos en el marco de un Derecho internacional clásico. Con una idea de Estado internacional inclusivo se destruiría esa idea de soberanía tan vital en el pensamiento schmittiano – tanto soberanía interior como exterior en este sentido – y el poder político estatal perdería ese lugar privilegiado al margen del Derecho ante un espacio internacional compartido y común. He aquí donde la arbitrariedad y libertad del Estado soberano pierde la oportunidad de obviar la legalidad del orden jurídico mundial y actuar – como ejemplarmente lo ha hecho Estados Unidos mediante las intervenciones bélicas a partir del 11 de septiembre de 2001 – al margen del mismo, defendiendo su autopreservación como Estado à la Schmitt.
No obstante, sorprendentemente Kant no adopta un modelo de Estado de las naciones para su proyecto de constitución cosmopolita, pues entiende que ello sería una contradicción en tanto que todo Estado implica de por sí una relación de un superior – en el sistema republicano sería el que legisla – y una parte inferior – quien obedece, generalmente el pueblo- que convertiría a todos esos Estados en un solo Estado, y esa no es la idea de constitucionalismo cosmopolita.[1] Por ello, adopta la concepción de Sociedad de naciones como una especie de federación inclusiva progresivamente en expansión de Estados libres que, aunque tienen el derecho a retirarse cuando lo entiendan de la federación, se obligan a abolir las guerras de agresión y a utilizar mecanismos pacíficos de resolución de conflictos. Esto suele intrigar grandemente a Habermas, entre tantos otros y otras, quienes elucubran por qué el proceso de constitucionalización de las relaciones internacionales no lleva a Kant a asumir plenamente un modelo de Estado internacional (Völkerstaat)en vez del sucedáneo, como lo denomina Habermas, de asociación de naciones (Völkerbund). Por tal razón, Habermas expresa:
…Estos problemas nos indican [los relativos a la diferencia entre Estado internacional y asociación de naciones], en efecto, que Kant no concibió de manera suficientemente abstracta la idea, bien fundamentada, del desarrollo de un derecho internacional centrado en los Estados en la dirección de un derecho cosmopolita. Kant identificó precipitadamente esta idea con la de una república mundial o un Estado internacional, de tal manera que la idea original no puede sino quedar en entredicho ante la distribución asimétrica del poder y la incontrolada complejidad de una sociedad mundial con grandes desniveles sociales y escisiones culturales.12
Esta concepción kantiana de asociación de naciones parte de la razón ya comentada de que es un contrasentido una república de repúblicas o Estados porque siempre habría una parte superior (la que legisla) y una inferior (la que obedece), lo que produciría, a su vez, la disolución de las diferencias y características culturales de cada pueblo al ser parte de un posible Estado internacional. Para Kant, de ser posible un Estado como tal – en el cual se subsumen todos los demás Estados – además de propiciar la pérdida de la soberanía nacional, colocaría en una posición de peligro la autonomía de cada vida colectiva que caracteriza a los Estados nacionales. Es decir, la diatriba consiste en que, por garantizar la paz perpetua y las libertades civiles de modo universal, la ciudadanía de cada uno de los Estados nacionales perdería la libertad que les otorga la pertenencia a cada Estado nacional en particular, así como sus logros políticos adquiridos. Para Habermas esta contradicción expresada por Kant debe resolverse con un análisis de la premisa que sirve de base al argumento.13
Habermas diseca el argumento desde su base para vincularlo a su proyecto de constitucionalismo internacional en nuestra contemporaneidad. En primer lugar, arguye que Kant, al exponer la contradicción ya mencionada, tiene en mente el modelo de la República francesa de corte centralista, lo que lo lleva a elaborar un pensamiento muy estrecho a partir del dogma de la indivisibilidad de la soberanía que procede del pueblo.14 No obstante, no es el pueblo quien administra la res publica directamente, como evidentemente no sucede en ningún Estado republicano, pues lo que el denominado pueblo ejerce dicho poder a través de los procedimientos y niveles de legitimación concatenados instaurados por los Estados para poder operar como gobiernos. En el caso de un sistema federal, como al que alude Habermas en su escrito refiriéndose tanto a Alemania como a Estados Unidos, esa soberanía popular se distribuye en niveles de legitimación paralelos que coexisten de forma funcional. Por ende, concluye que: “Kant hubiera podido extraer del modelo de Estados Unidos esta concepción de una soberanía popular “compartida”, y habría visto claramente que los “pueblos” de Estados independientes que restringen su soberanía en favor de un gobierno federal no pierden necesariamente su particularidad y su identidad cultural”.15
Esto le sirve a Habermas para adentrarse en la plausibilidad de una constitucionalización actual de las relaciones internacionales, con los evidentes problemas de legitimación democrática que podrían acompañar un esfuerzo de tal envergadura. Ello, porque sólo dentro de los límites del Estado moderno se han instaurado procedimientos democráticos que legitiman más o menos efectivamente la creación de normas dentro del propio Estado. Este ámbito de legitimación democrática es de harto interés para Habermas, quien entiende que una posible constitucionalización de las relaciones internacionales debe conllevar mecanismos democráticos de legitimación a varios niveles que funcionen paralelamente. Sobre este aspecto de la legitimidad democrática de las constituciones de corte liberal – con una crítica constructiva muy válida a las misma en nuestros tiempos – Habermas menciona que:
…Pues en la tradición liberal que va de Locke a Dworkin el concepto de Constitución en modo alguno se vincula sin tensiones a la fuente de legitimación del procedimiento democrático. El “imperio de la ley” extrae su legitimación de fuentes iusnatualistas. En última instancia se sustenta sobre la base de derechos humanos que valen “por naturaleza”. Pero en condiciones de pensamiento postmetafísico, esta posición apenas puede seguir defendiéndose. Frente a ella, la comprensión republicana de la Constitución tiene la ventaja de cerrar esta fisura de legitimación. La interpretación que propone la teoría discursiva opera con el entrelazamiento conceptual de los principios de la soberanía popular y los derechos humanos, y sitúa el anclaje de la legitimidad de las leyes (incluidas las leyes básicas que fundamentan la dominación legal) en la fuerza productora de legitimación de los procedimientos, a un tiempo deliberativos y representativos, de formación de la opinión y voluntad institucionalizados en el Estado constitucional.16
En este pasaje se percibe la preocupación añeja de Habermas en teorizar y proponer un esquema de legitimidad democrática en la producción normativa que llega a su culminación más importante en su libro Facticidad y validez (Faktizität und Geltung). La diferenciación entre legalidad y legitimidad – diferencia abordada ya por Schmitt en sus trabajos jurídicos – le sirve a Habermas de colofón para auscultar más allá de la producción normativa una verdadera legitimación democrática que caracterice un Estado de derecho constitucional y democrático. Esto, a partir de una aplicación de la ética discursiva habermasiana – derivada de su gran obra Teoría de la acción comunicativa y otros trabajos de menor envergadura – a los procedimientos deliberativos de generación de opinión pública que sirven como bisagra de legitimación a los procesos democráticos de creación de normas. Creación de normas que, a partir de dicha ética discursiva, debe ser validada por todos los miembros afectados por la misma –lo que no significa unanimidad en la aceptación de la norma, sino consenso en los procedimientos que la produjeron– durante ese complejo proceso que le da verdadera legitimación a una norma en un Estado democrático. Sin duda, también esta es una concepción con una fuerte raíz en la filosofía de Kant.
De esta manera, y según el texto antes citado en el que Habermas describe el entrelazamiento de los dos factores necesarios para la legitimación de la creación de normas, a saber, las fuerzas productoras de carácter deliberativo y representativo, y la creación de la opinión pública democrática y la voluntad institucionalizadas en el Estado, el autor advierte que si bien este esquema es una posibilidad dentro de un Estado democrático y constitucional, al pensar la plausibilidad de una constitucionalización de las relaciones internacionales – y también una constitución supraestatal de naturaleza regional o continental, como ha advertido en otros trabajos – no debe dejarse atrás este mismo esquema de legitimidad democrática pero a niveles más complejos. Lo contrario provocaría, sin duda, una carencia de legitimidad democrática que haría tambalear el esquema de las fuerzas productivas de normas de una u otra forma.
Es de esta manera como Habermas apuesta incesantemente por una constitución de carácter republicano. En nuestros tiempos es muy poco probable una fundamentación racional de corte iusnaturalista de los Derechos humanos estatuidos en nuestras constituciones. Dicho de otra manera, no es plausible en nuestros Estados laicos, postmetafísicos y democráticos una fundamentación de las normas constitutivas del Estado a partir de concepciones iusnaturalistas cada vez más en desuso y, cómo no, cada vez menos convincentes. Por tal razón, la constitucionalización a la que apuesta Habermas, tanto a nivel estatal como supraestatal o internacional, es una constitución política y democrática verdaderamente republicana (a varios niveles), en la cual la representatividad deliberativa de la ciudadanía y la creación de una fértil opinión pública caracterizan las vías procedimentales de creación normativa.17
En el ámbito internacional no pretende, sin embargo, la creación de constituciones desestatalizadas que cumplan estrictamente con las vías democráticas de creación de normas que deben caracterizar al Estado de derecho democrático y constitucional. En otras palabras, Habermas no aboga por una constitución universal como la constitución de un Estado y con los medios de producción que ha utilizado un Estado democrático al realizarla. Lo que sí pretende, a varios niveles es que: “…el marco normativo de las constituciones desestatalizadas debe permanecer conectado, al menos indirectamente, a los flujos de legitimación de los Estados constitucionales, si debe ser algo más que una fachada del derecho hegemónico”.18 De esta manera, la constitucionalización de las relaciones internacionales se caracteriza por un estatus derivado, lo que significa que depende directamente de la legitimación normativa que le provean los Estados constitucionales democráticos. Este es el sistema de niveles de legitimación al que nos referimos anteriormente.
La visualización de Habermas sobre un proceso de constitucionalización cosmopolita no es la creación de una constitución (o normativa constitutiva desestatalizada) a partir de mecanismos democráticos como si de un Estado de Estados se tratara, algo que, conforme a nuestros avances tecnológicos es realmente imposible, sino la conformación de una normativa constitucional cosmopolita con niveles de legitimación democrática hacia arriba –desde los Estados democráticos y constitucionales hasta los organismos internacionales. Para ello, es necesario contar –y he aquí un peldaño que hace de la posibilidad de pulcritud y efectividad de este procedimiento un proceso gradual sumamente complicado– con Estados que garanticen vías de legitimación democrática dentro de sus jurisdicciones y que, a partir de ello, provean legitimación a las organizaciones o entidades supraestatales que fungen como gestoras de normativa constitutiva de un orden jurídico mundial o, en el caso de otras conformaciones geopolíticas, regional. De esto se trata el carácter de legitimación derivada del que habla Habermas. No es posible que, de haber una carencia de legitimación democrática dentro del Estado, la constitucionalización del derecho internacional derive su legitimación de este. Esto, aunque viable materialmente, no sería un esquema democráticamente legítimo.
En fin, lo que se desea, tanto por Kant como por Habermas, es crear un esquema – como hoy representa aunque inefectivamente la ONU en cierto sentido – que garantice el cumplimiento mínimo de derechos humanos y civiles y, además, que prevenga la mayor amenaza a estos, es decir, la guerra entre Estados reconocida en el derecho internacional clásico. En una de las diferenciaciones básicas de un proceso constitutivo estatal y uno cosmopolita, Habermas es del criterio de que:
… Si la comunidad internacional se limita a cumplir las funciones de asegurar la paz y proteger los derechos humanos, la solidaridad de los ciudadanos cosmopolitas no necesita apoyarse, como lo hace la solidaridad de los ciudadanos del Estado, en las “fuertes” valoraciones y prácticas éticas de una cultura política y una forma de vida compartidas. Basta el clamor unánime de la indignación moral ante las masivas violaciones de los derechos humanos y las vulneraciones evidentes de la producción de las agresiones militares. Para la integración de una sociedad de ciudadanos cosmopolitas basta la unanimidad de las reacciones afectivas negativas al percibir actos de criminalidad de masas.
Para llegar a esto, no es necesaria la constitución de un gobierno mundial que dirija despótica o peligrosamente los destinos de los derechos humanos y civiles de sus ciudadanos y ciudadanas cosmopolitas. Ello, tanto en Kant como en Habermas, no respetaría la autonomía de los implicados e implicadas en la afectación de las normas que produciría ese gobierno mundial, lo que no sería cónsono con una filosofía moral que privilegiara la libertad y autonomía personal como presupuesto para el desarrollo y desenvolvimiento de cada individuo libre. En parte, por ello Kant rechazó la idea de una república de Estados en su pequeño tratado La paz perpetua, como vimos anteriormente, como quizá una amenaza muy fuerte de posibilitar un régimen tiránico que desnivelara los poderes entre los Estados y la república mundial.19 Ello llevó a Kant a adoptar el ya referido modelo de, como lo denomina Habermas, el sucedáneo más laxo de asociación de naciones (asociación estrictamente voluntaria de Estados pacíficos). Ante esta visión un tanto estrecha y quizá inefectiva en la práctica planteada por Kant, Habermas, como también vimos, apuesta por un modelo de constitucionalización del Derecho internacional que aúne conceptos liberales, federalistas y pluralistas. Un modelo, además, que trascienda los límites soberanos de los Estados y los mediatice con la finalidad de la protección de Derechos humanos y civiles internacionalmente reconocidos a ciudadanos y ciudadanas en tanto ciudadanía cosmopolita.
III
Como se anticipó desde el principio, las tragedias que actualmente ocurren en aguas mediterráneas, pero de igual modo las graves violaciones de derechos humanos y civiles a través de todo el mundo, como actualmente vemos en Siria, en Palestina, en Sudán, en Afganistán, en Burundi y en Ucrania, por dar pocos ejemplos drásticos de la amplia gama de tragedias humanitarias que existen, no son un asunto exclusivamente de inmigración ilegal que hay que impedir a toda costa, sino los efectos de un mundo que cada vez más se globaliza para exportar sus intereses lucrativos y privativos sin asumir las debidas corresponsabilidades que se acumulan en el transcurso de la historia. En parte, la falta de vínculo normativo para la asunción de estas responsabilidades –tanto estatales como privadas- permite perfectamente que vivamos en un mundo cuya impunidad sigue arrasando con los sectores más vulnerables y misérrimos de nuestro planeta. La falta de corresponsabilidad en la generación de esos factores que propician la estampida de miles de personas todos los días para jurisdicciones más seguras es uno de los principales alicientes para que estas tragedias no solo sigan reproduciéndose ante los ojos impertérritos de la humanidad, sino para que continúen progresivamente ascendiendo mientras más desestabilizaciones haya en las zonas próximas –y no tan próximas- al Mar Mediterráneo.
Es ante este escenario que el Derecho –como instrumento normativo de carácter vinculante- debe tomar un papel preponderante ante las relaciones internacionales. La anterior discusión, mayormente, versó sobre la juridificación de estas relaciones internacionales con el ánimo no solo de impedir las agresiones bélicas que todavía hoy padecemos en tantas partes del mundo, sino de crear una estructura normativa de índole internacional que obligue a los Estados –y a su vez, por ende, a su ciudadanía en tanto ciudadanía cosmopolita- al respeto necesario e imperativo de una serie de derechos humanos y civiles mínimos. Como bien aproxima Habermas, una estructura normativa de esta envergadura no haría depender el respeto de derechos humanos básicos de voluntades particulares a partir de compromisos éticos contingentes, como sucede hoy día particularmente cuando los Estados, organizaciones o individuos denuncian sin más que determinado Estado incumple con sus deberes básicos de respeto de derechos humanos, sino del legítimo vínculo normativo que existe entre la norma de carácter internacional o cosmopolita, y los afectados sujetos por la misma –tanto los Estados parte como cada uno de sus ciudadanos y ciudadanas. Para el cumplimiento de la norma, habrían órganos jurisdiccionales –como los que existen a nivel internacional y regional pero con una paupérrima eficacia en muchos casos- que se encarguen de la interpretación de la normativa aplicable.
Claro está, y pese a las críticas que le suelen ser proferidas a este tipo de idea por supuestamente utópicas, el proceso, que como se mencionó debe ser legitimado paralelamente tanto dentro de los Estados como en noveles supraestatales, es un proyecto gradual, progresivo y a largo plazo. Sin duda no es la solución inmediata para evitar las violaciones de derechos humanos y civiles básicos alrededor del mundo, pero sí un hálito de esperanza para construir un sistema que integre y cohesione en vez de que diluya las responsabilidades de los agentes tanto estatales como sociales. Un sistema jurídico internacional en el que la impunidad de aquellos actores en la generación de los factores que causan tantas tragedias humanitarias no se reconozca como la norma, sino como el quebrantamiento de la misma. Un sistema que rompa barreras estatales excluyentes y reconozca la solidaridad entre la ciudadanía cosmopolita en vez de solo lamentarnos cada vez que vemos que derechos humanos alrededor del mundo como son el derecho a la vida, a la integridad sexual, a la libertad de expresión, a la libertad de asociación, a la no discriminación por razón de género, de raza, de etnia, de religión u orientación sexual, entre otros, son abierta y reiteradamente quebrantados.
En el caso de la inmigración de personas a través del Mediterráneo, es evidente que el aumento en este tipo de tragedia humana se ha multiplicado por la sangrienta guerra civil –aunque no reconocida como civil por el Gobierno, sino como un enfrentamiento contra “grupos terroristas”- que hace años ocurre en Siria. El número de desplazados y refugiados se ha convertido en uno de los protagonistas de las tragedias humanas de la zona, y los tibios esfuerzos de la ONU y otros actores internacionales y no gubernamentales para intentar resolver el conflicto bélico en aquel país han sido, hasta ahora, totalmente inefectivos. A partir de esto, tenemos que preguntarnos qué Estados están implicados en la exportación de armamento belicista en dicha zona; qué agentes privados se benefician de lo allí ocurrido; qué intereses predominan en la perpetuación de una guerra que jamás debió haber ocurrido. Es realmente lastimero pensar que, desde que Grocio o Kant escribían hace siglos, no hayamos podido diseñar mecanismos internacionales que efectivamente –sí, con efectividad práctica- impidan actividades belicistas en amplios territorios del mundo. ¿Formará parte de otro lucrativo mercado de exportación de armamento y parafernalia bélica? Es por ello que se hace imperativo que no sea la buena voluntad de los Estados denunciantes la que se espere para combatir un estado de naturaleza que sigue desplegando sus garras mortuorias en tantas regiones vulnerables. Es necesario que exista un vínculo de obligatoriedad y exigencia que posibilite el respeto mínimo de los derechos que hoy se violan a mansalva ante nuestros ojos atónitos pero pasivos frente a los medios de comunicación en masa.
Seguir dependiendo de esa buena voluntad equivaldría a asumir la actitud pasiva y privilegiada que desde Estados más garantistas se propicia. Hoy la economía mundial ha creado lazos internacionales que pueden propulsar la creación de un aparato normativo vinculante que impida la generación de violaciones a derechos humanos básicos alrededor del mundo. Hoy sabemos perfectamente que muchos de nuestros bienes de consumo provienen de sistemas estatales de explotación que no cumplen con mínimos de seguridad ni de condiciones laborales para ser declarados dignos. ¿Dependeremos de la idea ilusa y bastante ingenua de propiciar el no consumo de esos bienes para derrotar esa fuerte estructura de opresión laboral que existe en países subdesarrollados, principalmente? ¿Dependeremos de la buena voluntad de los dirigentes y agentes sociales para reducir los conflictos armados en las zonas contiguas al Mediterráneo? ¿Seguiremos como espectadores pasivos ante tragedias humanas en las que poco nos reflejamos empáticamente?
El trayecto es sumamente largo, pero vale la pena reflexionar sobre otras dinámicas sociales y políticas que impidan al máximo posible las atrocidades que vemos todos los días no solo en el Mar Mediterráneo, sino en las incontables fronteras en las que personas son hasta asesinadas por haber nacido fuera de los límites nacionales de cierto estado probablemente más privilegiado. Para ello, el Derecho podría canalizar institucionalmente aquellos referentes normativos que rijan el mínimo a ser respetado para que cada individuo no sea tomado como un mero medio para la consecución de un fin, sino un fin en sí mismo. Además, para que las dinámicas internacionales se basen en una mayor integración y cohesión social que propicie la empatía entre ciudadanos ya no de cierto país solamente, sino verdaderamente cosmopolitas. Levantar fronteras para discriminar, para delimitar privilegios a partir de la lotería natural (haber nacido en este sitio y no en otro), para eximirse de responsabilidad con el otro u otra, es tan criminal como seguir perpetuando la violencia de la que somos tanto víctimas como victimarios. Todos y todas, en su conjunto como comunidad internacional, como personas.
- Véase:http://www.elmundo.es/internacional/2015/04/20/55349e7ee2704ef33d8b4574.html. Estas cifras han aumentado exponencialmente hasta mediados de mayo de 2015, pero al cambiar hora a hora se hace sumamente complejo estimar cuántas personas han podido perder la vida en estas travesías realmente trágicas. De hecho, a mediados de abril de 2015 la agencia europea de control de fronteras (Frontex), estimaba que aproximadamente 57,300 personas inmigrantes irregulares habían llegado a Europa durante el primes trimestre de este año. Véase: http://internacional.elpais.com/internacional/2015/04/18/actualidad/1429312153_199778.html [↩]
- Informe del Human Costs of Border Control: http://www.borderdeaths.org/?page_id=11 [↩]
- I. Kant, Lo bello y lo sublime; La paz perpetua, 6ta ed., Madrid, Ed. Espasa-Calpe, 1979, p. 101 [↩]
- Id [↩]
- Kant, Immanuel, La paz perpetua, p. 109 [↩]
- Id., p. 107 [↩]
- J. Habermas, El Occidente escindido, 2da ed., Madrid, Ed. Trotta, 2009, p. 121 [↩]
- Id [↩]
- Habermas, op. cit., p. 121-122 [↩]
- Habermas, op. cit., p. 122 [↩]
- Id [↩]
- Kant, op. cit., p. 108 [↩]
- Id [↩]
- Id [↩]
- Habermas, op. cit., p. 126 [↩]
- Habermas, op. cit., pp. 136-137 [↩]
- Habermas, op. cit., p. 136-137 [↩]
- Habermas, op. cit., p. 137 [↩]
- Habermas, op. cit., p. 141 [↩]