Las vacas con gafas
Los esfuerzos cinemáticos en Puerto Rico son siempre labores de amor llenas de vicisitudes porque, entre otras cosas, no existe un flujo de fondos que permita un volumen de producción local que cree un grupo de guionistas y directores cuyas creaciones compitan con películas importadas. Por eso cualquier nuevo proyecto anima a los espectadores a acudir a las salas de proyección para apreciar esos esfuerzos nativos que auguren el cultivo de nuevos talentos en el campo del cine. Esta producción nos alienta porque es el primer filme de Alex Santiago y demuestra el potencial que representa el nuevo cineasta.
Siempre nos sorprende cuando vemos en una pantalla grande las cosas de Puerto Rico que conocemos en el contexto de una historia original (no un anuncio o un video turístico) porque nos parecen distintas. Es como si adquirieran una nueva vida y una nueva realidad. De alguna forma, el haberlas visto antes en sus funciones rutinarias nos las graba en la memoria de una forma tradicional y predecible. No así cuando forman parte de una historia que altera la realidad y empuja nuestra percepción por otros rumbos. En este filme, el camarógrafo Pedro Juan Flores, nos pasea por el viejo San Juan y sus cercanías con un lente que en vez de filtros tiene la evidente fascinación con lo que están viendo él y el director. El verdor de la explanada del Morro nunca ha lucido tan verde y seductora, ni un chango, que irrumpe en el verdor, tan negro y bienvenido. Fanático como soy de la Mallorca, no pude menos que pensar que hace unas semanas que no voy, y que, si fuera, estaría a la expectativa de ver a Marso, el personaje principal de la película que no ocupa, por allí. Así también se puede responder a los colores de las casas, al canturreo de las palomas y de los coquíes que invaden la banda sonora.
La historia es simple y ya muchos han visto en los avances cuál es el tema principal de la película. Marcelino Sariego (Daniel Lugo) es un maestro pintor (y un pintor maestro) que está perdiendo la visión. Los médicos que lo ven le ofrecen un pronóstico tenebroso y él, que además está sintiendo el peso y el paso de los años, comienza a tender sogas salvadoras y a tratar de agarrarse a los cáñamos de la ribera.
Hay una serie de manías jocosas que afligen al pintor que me hicieron reír a carcajadas pues las padecen algunos que conozco, y me reí también de la sinceridad artística del maestro que está presto a darle una opinión franca a sus estudiantes sobre su talento como dibujantes. En una era en que la “corrección política” hace que la gente deforme el lenguaje para satisfacer asuntos que la mayoría de las veces no son relevantes, es refrescante ver a un maestro ser franco con alguien cuyos talentos no le ayudan. En eso, el guión que escribió el director Alex Santiago, es muy claro. Es una pena que a través de la cinta el guión no sostiene la tensión dramática que un intento de comedia gris como esta necesita; además, tiene profundos baches narrativos. Un acierto es que un pintor ciego es de por sí una ironía que encaja perfectamente con el rechazo que hace el profesor de los estudiantes que tienen deseo pero no talento. Esos son tan ciegos como él o más. Pero el hecho de la ceguera va por otro rumbo en la trama superficial que se elabora con poco atino, porque nunca encuentra su centro. El secreto que guarda Marso es uno que finalmente nos defrauda porque sus consecuencias han sido demasiadas para su naturaleza, y su impacto muy leve, y dicen mucho de la fibra del pintor.
Por suerte está Daniel Lugo como Marso, quien lleva sobre sus hombros la película. Los detalles del personaje, su truculencia sublimada que aflora cuando uno menos se lo espera, su lentitud física que está fuera de paso con su mente y sus decisiones, están plasmados sin ambigüedades. Así también su repudio a lo obvio y su aceptación parcial del mal que lo aflige sin que pueda remediarlo, son creados y trasmitidos por Lugo sin tendencias sentimentales que, presumimos, ayudó también a evitar el director. Es una actuación vital y notable, que merece reconocimiento.
Todos los actores hacen sus papeles creíbles y ninguno recurre al mal que a veces afecta a nuestros actores: hablar como si fueran de otro país. Son de este y hablan como hablamos, sin adornos ni tonterías. Ese buenísimo detalle le da otra buena nota al director. Menciono a la excelente participación de Cristina Soler como la hija escritora de Marso, quien lee sus líneas con naturalidad y sin recurrir a un histrionismo que pretenda decirnos: miren, no solo hago comedia, sino también esto.
Me encantaron los monólogos sobre el arte de Raúl Carbonell, quien representa a un amigo de barra de Marso. Muchas cosas que dice son muy ciertas y van al corazón de la situación de la ausente crítica de arte en nuestro país y del desprecio, por así decirlo, que tienen algunos jóvenes por la formalidad en el arte. Aunque Marso al fin y al cabo le sale al paso (y aquí el guión es imaginativo), no lo hace porque no esté de acuerdo con él, sino porque como son muchas las veces, hablar sobre un arte no es ser artista. El pintor pinta; el escultor esculpe; el escritor escribe. Lo demás es posar o hacer un papel. Pero para hacerse pasar por artista la representación tendría que tener la proyección adecuada. Uno tendría que ser tan bueno como Lugo, Soler, Carbonell, y los otros actores que participan en este inicio prometedor, guiados de la mano de Alex Santiago.