Lecciones de la garota exhuberante: informe playero desde Ipanema
Azota el Atlántico con vientos de Yemayá y Ochún, lavo mis pies en la marejada turquesa de espuma blanca, mis dedos se hunden en la arena clara que cruje como azúcar negra. Me resulta imposible penetrarte -es primavera y la mar se estrella bravísima contra la costa – ¡cuántas ganas de tenerte y aquí me tienes de rodillas contemplándote muda en pleno Trópico de Capricornio! Eres una garota exhuberante con morros de piedra por tetas y un cuerpo geográfico de peligrosas curvas surreales. Quién fuera surfista o piloto de parapente para lanzarse de frente al misterio de tus vaivenes.
Desde la orilla contemplo las piruetas de las gaviotas y los trasatlánticos que flotan en el horizonte como en un tiempo de tijerillas. Tal vez es el efecto de la cachaça que probé hace un rato, o que alucino con el desfile carnavelero de formas, quizás me acecha el fantasma de Clarice Lispector desde mis lecturas, a lo mejor es el “jet lag” o la maconha que se respira en el Posto 9; pero hoy se me antoja que las playas de Río de Janeiro: Ipanema, Copacabana y Leblón – posiblemente las más cosmopolitas del planeta- son el vórtice de una gran paradoja donde convergen sin remilgos toda clase de opuestos, y yo que vine de tan lejos para cambiar de canal, en lugar de pensar en cualquier otra cosa no puedo sino reflexionar en lo mucho que podría aprender Puerto Rico de la movida playera carioca, que no es perfecta pero casi.
Visto desde arriba, el legendario boulevar que divide la urbe de la playa es literalmente una frontera entre naturaleza y gran ciudad. Una vez que se cruza la avenida (a ningún genio se le ocurrió construir frente a la playa en Río) hay un carril exclusivo para bicicletas y transeúntes que precede el adoquinado portugués que se extiende por toda la ciudad, un extenso mosaico de caliza y basalto blanco y negro, pero que acá se presenta con emblemático el giro modernista de Roberto Burle Marx, que consiguió diseñar una vereda gráfica y óptica que es casi tan famosa como las playas que pone a los pies.
Antes de entrar es preciso saber que la playa está dividida en “postos”, literalmente los puestos del personal salvavidas, (y tengo que interrumpir para preguntar por qué no es posible darle empleo a los nadores y surfistas del patio como salvavidas en la Isla del Encanto, cómo es posible querer ser meca del turismo sin lo más básico). Y , pues, los postos marcan espacios de los que se han ido apropiando diversos grupos y es así como por ejemplo el posto 6 es el favorito de la muchachería de la vecina favela Cantagalo, el 7 de otras más lejanas, el 8 es LGBT, el 9 ha sido tradicionalmente para izquierdosos y amantes de la tertulia aunque ultimamente está medio burgués (“what’s new?”), el 10 de es de los “hipsters”, y el 11 y 12 más bien para locales acomodados y familias con niños respectivamente. Hay de todo como en botica, de primera instancia no se nota, pero si se fija uno bien, verá que de posto en posto cambia la cosa. No quiere decir que si usted se sienta desapercibido en el que no es lo van a mirar mal o lo van a correr de allí, sino que más bien puede uno hacer más amistades casuales si se informa antes de ubicarse. En todo caso el asunto de los postos no es una frontera, hay gente de todas clases en todas partes y todo el mundo camina de posto a posto para broncearse mejor. Las diferencias de clase son nauseabundas en Río, en todas partes menos en la playa porque de cierta manera en bikini todos los gatos son pardos.
¡Y qué bikinis! Contrario a lo que uno de imagina (y perdonen el “fashion report” pero me parece en orden) en diez dias no ví ni un modelo del tipo hilo dental, y menos mal. Los hombres usan bikinis del tamaño de un pantaloncillo, por lo general negro, y las mujeres desde la adolescencia hasta los 100 años llevan sin tapujos un sostén de triangulitos arrugado en las esquinas de modo que sólo cubre el pezón, y la parte de abajo que está de moda es muy parecida al típico taparabo amazónico, no muy pequeño atrás pero eso sí, todas lo llevan en un estilo muy bien definido por el “slang” boricua como “el colillón”. Todo el mundo: joven o viejo, gordo o flaco, se exhibe con naturalidad y sin complejos, no hay tapujos ni se escuchan piropos vulgares o indeseados en la playa más sexy del globo.
Sin embargo el lugar no es sólo para asolearse o bañarse. Muchísima gente se acerca exclusivamente para hacer deportes, caminar, patinar o correr en la ciclovía. En cada posto hay un singular gimnasio, comparable a la estructura de una parada de guagua en Puerto Rico, pero con barras para ejercitarse, y en lugar de la pancarta publicitaria del costado, tiene un aviso impreso cuyos gráficos explican cómo realizar correctamente unos movimientos fundamentales para mantenerse en forma. Muchísima gente los utiliza diariamente y estas eficientes e hiper sencillas piezas de arquitectura urbana rinden un servicio gratuito de valor incalculable para una ciudadanía que indudablemente practica el culto al cuerpo. Hay también sobre la acera una serie de kioskos donde puede uno sentarse a tomarse un café, un refresco, una cerveza, una caipirinha o picar algo. Los hay de diversos estilos, unos más sencillos, otros más gourmet, unos de picadera, otros de comidas más contundentes, pero en todos es posible sentarse y pedir un simple y económico coco.
Después de los postos se alínean canchas de voleibol playero, areas reservadas para practicantes de la capoeira y aprendices de malabarismo que tienen permitido el amarre de sus correas en las palmas y desafían milagrosamente el embate constante de los vientos en la cuerda floja. Luego se ubica la larga fila de las concesiones que alquilan sillas, parasoles y sirven sucos y caipirinhas a la clientela. Practicamente nadie viene a la playa con su propia silla, en una ciudad donde todo está carísimo, el asunto de la comodidad en la playa se resuelve con un modesto par de reales que todo el mundo paga sin chistar. Las sillas y sombrillas son todas rojas, sin publicidad, muy sencillas, y uno escoge su proveedor basado en la calidad de la localidad y el servicio. El montaje de las concesiones empieza a eso de las nueve de la mañana, con una arquitectura efímera basada en la inventiva favelina, minimalista y bien apertrechada para soportar vientos y un gran flujo de clientes en los días de buen sol. Todas las concesiones son exactamente iguales, sin avisos que violen el derecho a venir a la playa a no pensar en nada. Así como llegan en las mañanas desaparecen en las tardes, sin dejar el más mínimo rastro de su paso. La playa termina cada día limpia gracias al trabajo de todos los que acuden, los recogedores de latas, los que colectan cáscaras de coco y toda la gama de gentes de circulan ganándose sus reales atendiendo con gracia a locales y turistas; todo se reúsa, nada se pierde o se bota, hay una persona interesada en cada material que se utiliza en la playa y al final del día termina inmaculada, como la virgen que no es, pero parece a la puesta del sol.
La playa es ante todo silente, en una meca musical como Río a nadie se le ocurre escuchar música sin audífonos y mucho menos imponer las preferencias musicales propias a los que están cerca. Lo único que se escucha, pero con un tono adecuado y para nada impositivo, es la oferta de los vendedores de bikinis, pociones bronceadoras y comida. Se trata de una deliciosa oferta –oficial y subterránea (entiéndase autorizada y no)- de las más deliciosas confecciones locales, salgados árabes, frutas frescas, pastelillos de todas clases, varitas de camarones y quesos asados en improvisados kioskos y ollas reformadas para fungir como mini asaderos que le prenden a uno al frente al momento de ordenar. Las mejores comidas son preparadas de las maneras más creativas por gente con una inventiva genial, hay un orgullo muy hermoso en el despliegue del ingenio propio porque de él depende la venta y el sustento diario de muchos, así que la comida, desde la más modesta hasta la más elaborada es ofrecida con gracia, servida con gusto y el trabajo se nota que se ejerce con gran orgullo y pasión por sencillo que sea. Las gentes vienen y van con sus embelecos, que si tatuajes de henna, joyería artesanal, hamacas, cobijas, masajes que lo curan todo, pociones y cuánta cosa pueda uno imaginar. Transcurren en un incesante ir y venir que no fastidia al que no quiere nada pero que pone a disposición del que quiere una experiencia como de bazaar que sirve de sustento a incontables familias y de viaje sin moverse de la silla a quien se expone a la inagotable energía carioca… Cidade Maravilhosa. Jamás pensé que una playa tan concurrida pudiera ofrecer una experiencia tan personal e íntima y un retrato tan colorido de tus encantos. Se me antoja que la playa de Rio es perfecta porque funciona como un gran panal, con zánganos que se asolean, despampanantes reinas y un inteligente ejército de obreros que mantiene el equilibrio y produce la más dulce miel. Es así de sencillo y por eso funciona, porque implica el uso y ejercicio de una “inteligencia” o entendimiento colectivo. Justo lo que falta en ya sabemos dónde.
Hice amistad con una parejita rasta de artesanos de la favela Cantagalo, que muy generosamente me invitó a su casa, casualmente la misma mañana en que la presidenta Dilma Rousseff, sucesora de Lula, abría la sesión de la ONU en Nueva York y se expresaba en torno a la crisis económica mundial. El lugar – una especie de barriada La Perla pero gigantesca que cuelga frente al mar- enmudeció para ver la transmisión en vivo por la tele. ¿Cómo explicarle a los pobres de Brasil que su riqueza rescatará a los países del primer mundo?, pensé. Pero mis amigos me dijeron que en la favela “hay de todo lo que hay tres calles más abajo, en Ipanema, donde el metro cuadrado hipotecario es uno de los más caros del mundo. Tenemos cosas, tenemos cable, tenemos todo lo que queremos, hay trabajo y se gana bien, estamos en un buen momento. Pero la educación y la salud pública son todavía una basura”. Y yo tratando de explicarles que las nuestras también, pero encima hay que pagarlas y son impagables. Desde luego todo es relativo y la contentura de mis amistades nuevas habría que ponerla en contexto. Para ser gente sin educación universitaria, se expresan en español con una corrección pasmosa y me encantaría ser capaz de explicar con la soltura que lo hicieron la postura del BRIC ante la debacle global, así como las perspectivas de futuro que me cuentan que vislumbran los brasileros a pura fuerza de creer en la voluntad de su nación, que se encuentra ante las puertas de una gran Olimpiada y Mundial de Fútbol en el próximo lustro. ¿Será que hay que ser grande para pensar en grande?
En la tarde, viendo la puesta del sol más grande y anaranjado en la punta del Arpoador, recordé el minúsculo pedacito de Caribe que nos ocupa y, salvando las diferencias obvias, pensé que dentro de la naturaleza propia de las cosas -Brasil gigantesco, Puerto Rico diminuto- no habría que envidiarle tantísimo a la diosa coronada de la movida playera global si de veras nos aplicáramos a ser realmente buenos en algo que debería salir de modo natural en una isla tropical, sino ya para el turismo, para el sustento y desarrollo propio. ¡Carajo, si le pusiera Borinquen las mismas ganas que le pone a tanta tontería, podría hacerse tanto con tan sólo un poco de empeño y lo que la natura otorgó! Ya sé que un informe playero con caipirinhas y picanhas desde la comodidad de mi punto de vista puede que no aporte mucho, pero es que hay cosas que son tan sencillas y que se caen tan obvias de la mata, que me apetece abordarlas y compartirlas… ¡Y yo que vine hasta acá para no pensar en ti!