Leer en los tiempos de la prisa
Con cariño y admiración a Carmen Rivera Izcoa, que lo hizo todo por el libro.
“Estamos gobernados por los instrumentos que nosotros hemos construido”.
–Umberto Eco
I
En febrero de 2004 fui invitado como estudiante a participar en un curso en la Universidad Pompeu i Fabra en Barcelona, titulado “La Edición Global en Español”. El mismo consistía de talleres diarios sobre cómo se elabora un catálogo editorial, impartido por cerca de 20 de los más destacados editores, sumado a un grupo de varios agentes del mundo del libro en lengua española en España y las Américas. El nutrido grupo de estudiantes estaba formado principalmente por jóvenes españoles, argentinos, mexicanos, brasileños y colombianos, algunos de los cuales habían trabajado como editores, correctores y gestores culturales, la mayoría mujeres, como si ya se apuntara a lo que sería una tendencia renovadora en un mundo dominado por hombres.Asistí con mucho entusiasmo, ya llevaba poco más de una década como librero en Puerto Rico. Aquellos cursos me enfrentaron a una realidad mucho más vibrante que la que había conocido hasta ese momento asistiendo a ferias en España, México y Argentina, todas dentro del marco del mundo del libro y la experiencia de la lectura en el idioma español. Fue un reto maravilloso, pues suponía intercambiar mis conocimientos formados en la ínsula caribeña, con experiencias, conceptos, ideas y formas de mirar ese universo del libro desde una perspectiva más global. Al finalizar, los directores del programa nos pidieron recomendaciones, buscando mejorar el curso, ya que era la primera vez que se impartía. Mi primera recomendación fue que se incluyera, como embocadura, antes de entrar en el tema específico de la gestión editorial, una buena conversación sobre lo que era la cultura contemporánea, con el fin de que se identificaran los signos vitales más importantes que marcaban nuestra época. Y es que, a pesar de ser el sector que se encarga de publicar y divulgar buena parte de lo que es la producción cultural, pocas veces se reflexiona sobre las condiciones históricas y sociales en que se generan las finas artes del oficio. Por eso resultaba altamente encomiable, y por demás beneficioso, la idea de Tomás Granados Salinas al proponer la colección Libros sobre Libros, que empezó a andar en México en 2003 como una coedición del Fondo de Cultura Económica y Libraria, la empresa editora del suplemento de libros Hoja por Hoja. A la misma vez se gestaba en España, dentro de la empresa Trama Editorial, la colección Tipos móviles y su revista Trama & Texturas, que teorizaba, comentaba y abría un espacio de discusión a lo que eran las tendencias principales dentro de esta industria. Porque, para decir la verdad, es muy limitada la reflexión y la teorización sobre la edición y la producción del libro y su complemento imprescindible: la lectura. Que estemos aquí en el marco que provee la Feria Internacional del Libro, en Guadalajara, celebrando el 15to Encuentro de promotores de la lectura, es indicativo del reconocimiento de la imperiosa necesidad de cada día repensar nuestro entorno. Pero, como sucede muchas veces en otros renglones, generalmente discutimos un paradigma cuando ya ha entrado en crisis.
II
“En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía la gitana al alcance de su mano. ‘La ciencia ha eliminado las distancias’, pregonaba Melquíades. ‘Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa’”. Gabriel García Márquez, Cien años de soledad (1967)
Un hecho es innegable: durante los pasados 25 o 30 años hemos atravesado por una de las innovaciones tecnológicas de mayor repercusión en la historia, que ha producido grandes cambios en las maneras en cómo generamos, disfrutamos o consumimos los productos culturales. Esta revolución ha tenido un gran efecto, con un alcance social mayor que el experimentado con la invención de la imprenta de tipos móviles por el alemán Johannes Gutenberg en el siglo XV, que permitió la reproducción y distribución de ejemplares de libros a través de toda Europa, como no se había soñado nunca. A la reproducción manual y artesanal de los materiales impresos se le añadió una velocidad y un volumen que marcó el comienzo de una nueva era cuando la imprenta empezó a desplazarse por el mundo.
El astro-físico norteamericano Carl Edward Sagan sintetiza, con su magistral sencillez y elegancia, este proceso en su libro ineludible, Cosmos: “Algunos de los primeros autores escribieron sobre barro. La escritura cuneiforme, el antepasado remoto del alfabeto occidental, se inventó en el Oriente próximo hace unos 5 mil años. Su objetivo era registrar datos: la compra de grano, la venta de terrenos, los triunfos del rey, los estatutos de los sacerdotes, las posiciones de las estrellas, las plegarias a los dioses. Durante miles de años, la escritura se grabó con cincel sobre barro y piedra, se rascó sobre cera, corteza o cuero, se pintó sobre bambú o papiro o seda; pero siempre una copia a la vez y, a excepción de las inscripciones en monumentos, siempre para un público muy reducido. Luego, en China, entre los siglos segundo y sexto se inventó el papel, la tinta y la impresión con bloques tallados de madera, lo que permitía hacer muchas copias de una obra y distribuirla. Para que la idea arraigara en una Europa remota y atrasada se necesitaron mil años. Luego, de repente, se imprimieron libros por todo el mundo. Poco antes de la invención del tipo móvil, hacia 1450 no había más de unas cuantas docenas de miles de libros en toda Europa, todos escritos a mano; tantos como en China en el año 100 a.C., y una décima parte de los existentes en la gran Biblioteca de Alejandría. Cincuenta años después, hacia 1500, había 10 millones de libros impresos. La cultura se había hecho accesible a cualquier persona que pudiese leer. La magia estaba por todas partes”.
No se tuvo que esperar otros 1,000 años, ya que alrededor de 400 años después ocurrió otro gran vuelco en la historia. El descubrimiento de la electricidad, sus aplicaciones a la electrónica y la consiguiente revolución microelectrónica en las postrimerías del siglo XX, introdujeron nuevos cambios en todos los órdenes de la vida, además de profundas modificaciones en el campo de la cultura. Finalizando la década del treinta del siglo pasado, el filósofo y crítico alemán Walter Benjamín ya advertía, con bastante certeza, los efectos que tendría en la obra de arte el comienzo de la época de la “reproducción mecánica”. Pero él solo pudo atisbar la punta de ese inmenso iceberg que comenzaba a flotar por el mar de la cultura. Desde Benjamín a nuestros días, las innovaciones en la tecnología han sido tan avasalladoras, que no han dejado en pie casi ninguno de los paradigmas que se constituyeron en las certezas de los siglos XIX y XX. Entrado el siglo XXI, son otros los aires que soplan y empujan aceleradamente la industria, la historia, las ciencias, las artes, la cultura y los modos de su consumo. Varios sociólogos, filósofos y críticos culturales han cartografiado las coordenadas de este nuevo mundo, rápidamente cambiante, pues esta revolución no solo ha alterado los soportes materiales en los cuales se fijan, reproducen y circulan los contenidos culturales, sino que también ha acelerado, y lo que considero más significativo, la percepción y el ritmo del tiempo. Hace ya un buen rato que vivimos en los tiempos de la aceleración y la prisa. Y las implicaciones de esta aceleración son fundamentales para cualquier propuesta que desarrollemos en torno a la lectura.
III
“La tecnología eléctrica ya está entre nuestros muros y estamos embotados, sordos, ciegos y mudos ante su encuentro con la tecnología de Gutenberg”. Marshall McLuhan, Comprender los medios de comunicación. (1964)
“Algo semejante sucede hoy con el medio digital. Somos programados de nuevo a través de este medio reciente, sin que captemos por entero el cambio radical de paradigma. Cojeamos tras el medio digital, que, por debajo de la decisión consciente, cambia decisivamente nuestra conducta, nuestra percepción, nuestra sensación, nuestro pensamiento, nuestra convivencia”. Byung-Chul Han, En el enjambre (2014)
Resulta innegable también que hoy se lee y se escribe más que hace 25 o 30 años. Pero qué se lee y cómo se lee, ya como un fenómeno masivo, es algo muy distinto a los hábitos de lectura ‒buenos o malos‒ tradicionalmente conocidos. Otro tanto acontece con la escritura. Escribimos y leemos todos los días, generalmente textos breves, muchas veces utilizando una diversidad de artefactos electrónicos. Al pequeño grupo de gente culta que leía y escribía se le ha sumado una multitud de millones de seres a través del planeta, en buena medida gracias a la alfabetización, pero también al fácil acceso y a la masiva proliferación de los medios de comunicación electrónicos. La explosión demográfica que siguió al período de las grandes guerras en el siglo XX, los llamados baby boomers, estos sujetos, que para las nuevas generaciones ya parecen unos seres anacrónicos y envejecidos, fue la multitud que, alfabetizada, se convirtió en la gran consumidora de los productos culturares que se fueron creando. El libro impreso en papel fue uno de esos productos masificados que llenaban las estanterías de las librerías y se mercadeaban en los escaparates de las grandes superficies comerciales en casi todo el mundo. No en vano el poeta y ensayista mexicano Gabriel Zaid, podría decirse que alarmado, lo advertía en su conocido libro titulado Los demasiados libros (1972, aunque con ampliaciones y modificaciones hasta el presente). Su tesis principal giraba en torno al tema de la producción exagerada de títulos y a sus enormes tiradas. “Los libros se multiplican en proporción geométrica. Los lectores, en proporción aritmética. De no frenarse la pasión de publicar, vamos hacia un mundo con más autores que lectores” […] Nunca antes en la historia se había visto una avalancha de libros impresos de tan grandes proporciones. Se empezaron a publicar tantos libros que se superaba la capacidad de los canales de distribución, el número de lectores y los hábitos de lectura en cada país. Algún economista diría que la oferta superaba la demanda. La invención de la publicación de libros en formato digital llegó para ampliar aún más ese vasto ofrecimiento cultural. Tendrían que haber crecido exponencialmente también el número de lectores para que su entrada no afectara al mercado del libro tradicional.
El lugar donde más rápido aumentó la venta de libros en formato digital fue en Estados Unidos, donde en un período de cinco años ‒entre 2007 y 2012‒ creció hasta copar el 23% de ese mercado. Desde el 2012, ese por ciento no se incrementa significativamente, es decir, se mantiene casi estancado. En otros lugares de Europa y América Latina este ha sido un proceso mucho más lento, pero creciente. Aunque el libro en formato digital le ha dado más opciones a los escritores y a los lectores, por otro lado, ha aumentado los dolores de cabeza a las librerías tradicionales y ha causado serios problemas a los editores, ya que esta innovación trajo consigo un incremento considerable de la reproducción ilegal de contenidos y, por lo tanto, un aumento vertiginoso de la piratería. Resolver el problema de la piratería en la era digital es un desafío casi infranqueable, que además, requerirá de una atención muy cuidadosa y especial. Cuando la reproducción ilegal era impresa en papel o fotocopiada, había mecanismos relativamente sencillos para combatirla. La piratería digital, que ocurre muchas veces en el espacio íntimo de la casa y que se propaga viralmente como una plaga por toda la “aldea global” ‒para utilizar el término que McLuhan acuñó‒, será muy difícil de combatir si solo tenemos a la mano medidas punitivas. La piratería es una amenaza seria a la salud de las librerías y de las editoriales.
IV
“En una buena librería sopla la brisa de la contemporaneidad, nos sintoniza; permite los primeros contactos y ofrece encuentros de gran intensidad. Es un lugar para la convivencia intelectual y tiene el mismo valor de una conversación, no como un ‘arte civilizado’, sino como una parte necesaria del hábitat de una inteligencia viva en sintonía con el mundo…
Puede ser que vivamos en una época en la que la librería es una institución suspendida entre ‘la muerte de la vieja sociedad’ y una ‘sociedad luchando por nacer’. Tiene pocos defensores. Sus protagonistas son personas débiles que se frotan los ojos soñolientos y perplejos a la entrada de sus cuevas… Quizás la librería pertenece a las cosas buenas de la burguesía de la época, como el estado de derecho, las instituciones representativas, las libertades públicas y el derecho al habeas corpus, cosas de las cuales tenemos beneficios generales, y es tanto lo que esto se ha dado por sentado que sus beneficiarios han descuidado su bienestar”. Edward Shils, The bookshop in America (1960)
Quizás el competidor o desafío más serio que enfrenta hoy el libro impreso y la lectura no es la llegada del libro digital, aunque su entrada a escena haya afectado, en ocasiones decisivamente, a las casas editoriales, las empresas de distribución de libros y a las librerías. Y es que desde el punto de vista del lector, el libro digital sigue siendo precisamente eso: una obra cuyo soporte material ha cambiado. El libro ha vivido constantes transformaciones a través de la historia, gracias a los avances tecnológicos. Cada transformación ayudó a que el libro adquiriese mayor difusión y popularidad. La invención del libro impreso en papel fue también una revolución de los soportes tecnológicos para una obra impresa. Desde el punto de vista de la lectura, resulta falsa o exagerada la dicotomía que establece que la lectura de libros impresos en papel tiene como gran rival al libro digital. En ocasiones, hemos asumido una especie de oposición fundamentalista a todo lo que, aparentemente, hace peligrar la supervivencia del “libro”. Muchas veces recuerdo la expresión de Laura Niembro, una de las principales organizadoras de esta Feria del Libro, cuando señalaba que establecer esa pugna como el aspecto central del debate, cuando el propósito de promover y crear nuevos lectores es el objetivo más importante, es tan irrelevante como discutir si nos lavamos el pelo con jabón o champú cuando no tenemos agua.
V
“Para quienes hemos vivido la revolución tecnológica de fines de milenio desde sus inicios, hablar de nuevas tecnologías tiene sin lugar a dudas un carácter ambivalente. Por un lado, está la nostalgia por lo que se va perdiendo, y por el otro, el encantamiento por lo que surge y se avizora”. Alejandro Zenker (2001).
A mi juicio, son otros los medios de formación, información y entretenimiento que ocupan el espacio que anteriormente se le dedicaba a la lectura de libros. Lo he vivido cada día, por los pasados 10 años, como librero. Y este sí es un reto grande, enorme, que requerirá de toda nuestra valentía, imaginación y creatividad para enfrentarlo.
Si la invención de la fotografía resultó en una amenaza de muerte a la pintura, y el cine ha significado un desafío monumental para el teatro, de esa misma manera el surgimiento de la televisión se convirtió en el reto mayor para el cine, tan grande como la proliferación de películas en videocasete o dvds de uso casero, ‒tanto así, que puso en aprietos a las salas de cine‒; no es menor el reto que el Internet, con sus fascinantes lugares de encuentro y discusión como Facebook, Youtube, Twitter, Wikipedia y Google, representa para el libro como el lugar o el centro de información privilegiado y de entretenimiento masivo, al alcance de la mano. Es un hecho que entre Wikipedia y Google casi han acabado con los diccionarios y las obras de referencia impresas en papel y, tal vez, para bien.
Si todavía no lo ha hecho, piense por un momento en el ambicioso proyecto que Google viene trabajando desde hace más de una década: la digitalización de todo el material impreso en el mundo para ponerlo en la Red. Una gran biblioteca con las obras de todas las lenguas al alcance de la mano, con un clic del dedo. Parecería que se hizo realidad la profecía de Melquíades, o el cuento de Jorge Luis Borges La biblioteca de Babel, aparecido en su libro El jardín de senderos que se bifurcan (1941), o quizás, algo similar a su Aleph: un punto infinito en el cual caben todos los puntos. Para el lector, sobre todo para los investigadores, sería maravilloso.
Para un público cada vez más numeroso, las series de televisión por cable, o por Internet ‒instantáneamente al alcance de la mano‒ se han convertido en la primera opción de las nuevas narrativas, que antes pertenecían principalmente al ámbito del libro. Empresas como Netflix, Amazon Prime, Hulu y I-Tunes, que operan desde el ciberespacio y llegan a todos los rincones de esa aldea llamada Tierra, ganan cada vez más adeptos, porque todos los días inventan y renuevan sus ofrecimientos, cautivando y enamorando a ese público masivo.
Si en algo coinciden nuevamente algunos sociólogos, filósofos e intelectuales que hoy toman con cierta naturalidad, y lejos de horrorizarse, los nuevos paradigmas políticos y sociales, es en que vivimos en un mundo radicalmente distinto al que conocimos en las postrimerías del siglo XX, y por supuesto, reconociendo que en muchos lugares aumenta la desigualdad y las fuerzas del mercado rigen descontroladas muchas de las relaciones sociales. Para otros, el capitalismo de nuestros tiempos domina más por una suerte de seducción a través del consumo que por la violencia que ejerce. De ahí que las nuevas generaciones ‒y posiblemente las más viejas también‒ están cada vez más dispuestas a dejarse seducir por una vida de poco esfuerzo y menos sacrificios. Aunque paradójicamente, a la misma vez, invierten más tiempo en múltiples actividades cada vez más dispersas. Concentrarse en una o dos actividades no se convierte en la norma cuando te vas acostumbrando a tener muchas tareas y distracciones paralelas. Las nuevas tecnologías te mantienen conectado a múltiples canales simultáneamente. Para muchos, concentrarse en un solo punto es aburrido, aunque la consecuencia sea que no se profundice en nada, porque nos mantenemos ocupados acariciando varias superficies. Navegar por la red pescando información o entretenimiento con un lapso o capacidad de atención corta o limitada es la nueva modalidad. De ahí también que, para muchos, las nuevas enfermedades sociales de las actuales generaciones sean el déficit de atención ‒ADD, por sus siglas en inglés‒ y el aburrimiento. Si la lectura requiere cierto esfuerzo o concentración, se prefiere algo más liviano y divertido. De tal modo, ya que no me entretengo, asistir a una clase puede ser una experiencia tediosa o aburrida.
VI
“Son grandes los retos que enfrenta el mundo editorial. El impulso a la lectura, tan importante para el progreso de cada país, es tarea y responsabilidad de las que el editor no puede sustraerse. Más que una amenaza al libro, las nuevas tecnologías constituyen poderosas herramientas que, bien aplicadas, ayudan a difundir con mayor amplitud la palabra escrita, el conocimiento y la cultura”. María Luisa Armendáriz, Directora de la FIL (2001).
Ante este nuevo escenario, ¿qué tiene que ofrecer la lectura? ¿Cómo se compite con un medio tan encantador, que te cautiva y enamora con solo guiñar un ojo, y que a la velocidad de un clic te pone el mundo al alcance de la mano? ¿Debemos rendirnos ante este nuevo reto o, por el contrario, amparados en el poder de la palabra escrita aceptar este desafío con toda la fuerza de una tradición milenaria? Desde tiempos remotos, la lectura se ha enfrentado a otros obstáculos considerables. Primero, empezó superando la ignorancia e incultura que caracterizaba a las sociedades antiguas, después tuvo que superar el problema de los escasos libros disponibles, hasta que pudo reproducirlos y circularlos a grandes grupos poblacionales, para más adelante superar el analfabetismo, a la vez que se enfrentaba a la censura por parte de los que han tenido el poder de prohibir lo que no es conveniente a los regímenes políticos, estamentales y religiosos. Por eso hoy, enfrentados a este nuevo reto, no tenemos otra opción que la de subirnos al tinglado y aceptar el desafío. Y para meternos en la batalla debemos empezar por reconocer los sólidos atributos que han tenido la creación y la circulación de la palabra escrita en el desarrollo del conocimiento a través de la historia y la cultura.
Recientemente miraba una entrevista que le hicieran al escritor chileno Roberto Bolaños sobre la lectura, que empezaba, más o menos, con la siguiente premisa: Existen ciertas cualidades que, aun partiendo de las diversas subjetividades, resultan comunes en casi todos los lectores de todas las épocas. El hecho, por ejemplo, de que leer amplía nuestros horizontes, es decir, que los libros nos descubren ámbitos de la realidad, en prácticamente todos sus niveles, que hasta entonces ignorábamos. Algunos estudios de la neurociencia y la psicología contemporáneas han concluido que leer también nos hace más empáticos e incluso más compasivos con nosotros mismos y con los demás. Leer nos da vocabulario y entendimiento del lenguaje, lo cual tiene efectos en la salud cerebral. Leer agudiza nuestra mente, nos hace más críticos, mejora nuestra memoria. También, en ciertos casos, nos hace notar que, de la vida verdadera, lo que importa es la belleza, lo duradero, la cercanía con los otros, y que, por eso, es capaz de mejorar nuestra existencia.
La respuesta honesta de Bolaños fue muy clara y precisa: “Podría dar una respuesta aparentemente poética: ‘para no morirme’, pero es falso, yo seguiría vivo y probablemente con mejor salud si no hubiera optado por la literatura. A mí la literatura me ha servido básicamente para leer. En el momento en que decido que voy a ser escritor, me pongo a leer. Y gracias a la literatura he podido leer libros maravillosos, increíbles, como encontrar tesoros. Y en mi vida, que ha sido más bien nómada y de una pobreza extrema en ocasiones, el leer ha contrapesado esa pobreza y ha sido mi soberanía y ha sido mi elegancia. Podía estar en cualquier situación y si leía a Horacio, por ejemplo, el dandy, el que estaba viviendo por encima de sus posibilidades era yo, siempre. La literatura a mí me ha producido riqueza, es riqueza”.
Tal vez, nuestra época sea una de las más desafiantes para la cultura escrita. Porque luego de más de 20 siglos en que la humanidad fundamentó buena parte de su comunicación, sus actos de cultura e incluso sus formas de percibir, entender y expresar su realidad, ahora pareciera que existe un desplazamiento de dicha relevancia y, a cambio, lo visual ha ganado terreno en los últimos años como vehículo preferido, debido en parte a la facilidad con la cual asimilamos la información de manera expedita y con poco esfuerzo. O porque un texto ligero en Wikipedia nos resuelve, aunque sea superficialmente, la duda que teníamos, porque carecemos de tiempo para profundizar en una explicación mucho más rigurosa y precisa.
Y vuelvo a Sagan en las páginas finales de Cosmos. Allí esboza una suerte de elogio de la memoria, pero desde la ciencia. “Cuando nuestros genes no pudieron almacenar toda la información necesaria para la supervivencia, inventamos lentamente los cerebros. Pero luego llegó el momento, hace quizás 10 mil años, en el que necesitamos saber más de lo que podía contener adecuadamente un cerebro. De este modo aprendimos a acumular enormes cantidades de información fuera de nuestros cuerpos. Según creemos somos la única especie del planeta que ha inventado una memoria comunal que no está almacenada ni en nuestros genes ni en nuestros cerebros. El almacén de esta memoria se llama biblioteca… Si acabo un libro por semana sólo leeré unos pocos miles de libros en toda mi vida, una décima de un 1% del contenido de las mayores bibliotecas de nuestra época. El truco consiste en saber qué libros hay que leer”.
Precisamente esa es la razón primordial por la cual está el librero: para saber qué libros hay que leer. Y para eso, el librero debe ser culto y dedicado, y por lo tanto, tiene que ser un ávido lector. Por experiencia sabemos que todas las librerías son importantes. Pero cada una forma su colección, o sus ofrecimientos, de acuerdo a la comunidad de lectores a la que sirve. No es igual el ofrecimiento en una librería de barrio que el inventario de una librería con público principalmente universitario. Tampoco es lo mismo una librería de culto que una librería de interés general en un centro comercial. Ninguna librería, ni siquiera Amazon o las librerías virtuales, que tienen su oferta disponible por Internet, pueden tener todos los libros que se publican, ni siquiera si los redujéramos a una zona geográfica o a una lengua. Además, el librero tiene que ser alguien enterado de las señas principales que rodean la vida política y social, y también de los viejos y nuevos desplazamientos de la cultura. Pero sobre todo, el librero debe saber escuchar e interpretar cuáles son las necesidades y gustos variados de sus lectores. Muchas veces, ese mismo librero funge de médico de cabecera o es como el psicólogo ‒o el cura‒ que entiende el “alma” del lector y le recomienda cuál libro debe leer.
VII
“El lector no es un consumidor común y corriente: tiene una necesidad especial, que podríamos denominar una enfermedad del espíritu. La lectura proporciona placer, aquello que Roland Barthes llamaba ‘el placer del texto’. Sin embargo, también es verdad que la lectura proporciona intranquilidad y conforma nuestro pensamiento, en la medida que somos animales hechos de palabras”. Jaime Labastida (2001)
Entonces el librero debe ser un buen lector, para que identifique la diferencia entre el libro y su realización en el cine, ya sea de una buena novela, un cuento o un libro de historia. Como señalé anteriormente, las empresas de televisión por cable o Internet están llevando a la pantalla una serie de novelas e historias clásicas, o que eran los best sellers de los cuales las librerías obtenían buenas ventas. El librero tiene que apostar, sin temor, al poder de la narración escrita, que generalmente es distinta a la narración cinematográfica. Y la razón no es para que compitan, sino para demostrar lo mucho que añade la escritura al propósito de lograr más profundidad en un relato. Para muestra, podemos señalar varios ejemplos: El escritor cubano Leonardo Padura Fuentes ha logrado un éxito considerable con sus novelas en las cuales el teniente de la Policía Cubana, Mario Conde, es el protagonista. Netflix ha lanzado una serie, Las cuatro estaciones ‒basada en las primeras cuatro novelas‒ que está muy bien realizada. Desde mi punto de vista, esta producción se queda muy chata si la comparamos con la complejidad y la dimensión de los personajes de sus novelas. Si te conformas con solamente ver las películas basadas en las novelas de Gabriel García Márquez, te estarías perdiendo la grandeza que con las palabras se pintan las imágenes, las metáforas, la precisión y la cadencia insuperable del lenguaje con las que este autor construye sus obras. Y salvando la gran distancia con García Márquez, algo parecido sucede con algunas de las obras de Arturo Pérez Reverte. Y con esto no estoy señalando que sean malas producciones cinematográficas. El cine es otra forma de contar, es otro rico lenguaje para contar historias. Sencillamente son géneros muy distintos, que logran, y muchas veces alcanzan, diversos propósitos y objetivos. Las novelas de Kurt Wallander o las de Stieg Larsson tienen en sus realizaciones en el celuloide una buena obra, pero en sus obras escritas el lector más curioso, que tiene otras exigencias o expectativas, encontrará otros puntos de vista, otras miradas. Y el buen librero debe conocer estos límites para explotarlos a favor de la buena lectura. Muchos de los grandes éxitos del cine como Blade Runner, Apocalipsis Now, o The Godfather están basados en buenos cuentos o novelas de Phillip Dick, Joseph Conrad y Mario Puzzo. De igual manera, sabemos que muchas producciones cinematográficas superan por mucho a los textos que les dieron origen. Y sabemos que hay cine tan malo, como muchos textos literarios mediocres.
El cine tiene sus grandes y ganados méritos; la literatura, también. El cine ha producido obras monumentales, al igual que la literatura. La defensa de la buena literatura no está reñida ni consiste en un menoscabo al cine, sino en el reconocimiento de que son dos artificios culturales que, en el mejor de los casos, se complementan, pero que pueden vivir con independencia el uno del otro. Y el buen librero, defiende ese espacio. La coexistencia de varias tecnologías, o mejor dicho, de varias formas de narrar una historia, enriquece la vida cultural de una sociedad. Una innovación tecnológica no tiene necesariamente que liquidar a las otras para lograr su expansión. Pensemos nuevamente en la relación entre la fotografía y la pintura, ambas siguen creciendo con relativa independencia.
Una buena campaña de apoyo a la lectura tiene que partir de un justo reconocimiento a la literatura como un bien que no está por debajo de ninguna otra forma cultural o artística. En mi tránsito de más de dos décadas por el mundo del libro, he notado muchas veces en algunos editores y libreros una actitud de apocamiento, un sentido equivocado de inferioridad cuando se enfrentan a la avasallante capacidad de las nuevas tecnologías. Pero la producción escrita no tiene nada de inferior a las otras formas de producción que han emergido en los últimos tiempos; mucho menos a las fórmulas instantáneas de soportes o producciones culturales. Y apoyados precisamente en esa idea es como debemos enfrentar los retos que se imponen en esta era, en la cual la prisa se ha instalado como forma de vida, lo cual muchas veces no permite que disfrutemos, con la calma merecida, las grandes obras que ha ido creando la humanidad. La generación de conocimiento, las humanidades, la filosofía, la ciencia y las artes necesitan de la reflexión y del necesario tiempo desacelerado. La vida “activa” no tiene necesariamente que divorciarse de la vida “contemplativa”.