Legalizando el miedo y el racismo
Hace unas semanas un hombre blanco de raíces latinas disparó y mató a un joven afro-americano de 17 años en una urbanización de control de acceso en el estado de la Florida. Amparándose en la ley “Stand Your Ground” y en la defensa propia, el hombre ni fue arrestado ni detenido. Desde entonces el furor que ha causado el caso ha sido unánime y el que no se ha enterado, es porque lleva aislado de los medios masivos por más de un mes.
Al momento de redactar esta nota, se anunció que el hombre, George Zimmerman, será sometido a cargos de asesinato en segundo grado. La volatilidad del caso puede que cambie los pormenores en los próximos días, pero lo que no va a cambiar es la ley bajo la cual Zimmerman se amparó para matar al joven de 17 años, Trayvon Martin.
Mucho se ha comentado sobre la ley del estado de Florida denominada “Stand Your Ground”. En especial, los críticos dicen que promueve la violencia ya que no obliga a la víctima a buscar una salida de la situación, sino que le permite usar fuerza letal para contrarrestar el ataque siempre y cuando se encuentre en un lugar público donde tiene derecho de estar. En este artículo no vamos a analizar los méritos particulares del caso, tampoco nos vamos a ocupar del trágico racismo que existe entre las minorías de este heterogéneo país.
Lo que nos atañe es la susodicha ley de Florida. Para empezar, no hay porqué llamar la atención al estado de la Florida, por más que nos guste hacerlo por las razones que fuesen, ya que esta ley existe de una forma u otra en la gran mayoría de los estados hace cien años o más. La ley surge del llamado Castle Doctrine, que permite a las víctimas de ataques responder con fuerza letal o mortal siempre y cuando éstas teman, de manera razonable, que su vida está en juego. O sea, para poder ampararse en la ley, según lo entiendo yo luego de una pequeña investigación cibernética, tiene que haber dos condiciones: primero, que la víctima se encuentre en un lugar al cual tiene derecho de acceder; y en segundo lugar, que sienta que su vida está en peligro, o sea, que su temor a perder la vida sea razonable.
En este último punto es que radica gran parte de la controversia, según mi óptica, ya que Zimmerman sí siente temor hacia los afro-americanos. Por supuesto, nosotros que nos criamos en una isla multicolor, donde la piel de nuestros vecinos recorre la gama completa de las razas terrestres y sus mezclas, tal vez no entendamos lo que quiere decir tenerle miedo al color de la piel. Pero en un país en el cual la clase dominante es de tez blanca y cuya historia está cundida de agravios y abusos hacia todos aquellos que no comparten la blancura de su complexión privilegiada, el asunto no es tan blanco y negro, si me permiten un juego de palabras de mal gusto.
Esto no quiere decir que los boricuas estamos exentos de tales temores irracionales. Recuerdo una tarde de verano del 1991, en la cual me encontraba en la ciudad de Nueva York por primera vez en mi vida. Estaba caminando por una de las calles aledañas al Port Authority, por allá por las treintipico altas, cuando me interné en una calle desolada en condiciones de apocalipsis hollywoodense. De pronto una multitud de afro-americanos dobló una esquina, lo cual los depositó netamente en mi camino a media cuadra. Rebasaban la treintena de individuos y se veían más grandes de lo que en realidad eran debido a la moda holgada que los hacía vestir unas cuantas tallas por encima de la que requerían.
Y sí, sentí miedo al verme solo ante la enorme multitud de afro-americanos que gritaban y cantaban al estilo de rap mientras se acercaban. Ellos lo sabían, o lo olfatearon, lo mismo da. La cosa es que cuando me pasaron por el lado unos cuantos de ellos fingieron asediarme para luego reírse a carcajadas cuando me puse aún más blanco de lo que mis genes gringos me hicieron de nacimiento.
Por muchos años sentí vergüenza y confusión ante mi temor. Demás está decir que no se lo confesé a nadie por mucho tiempo, hasta que por fin me percaté que mi temor estaba fundamentado en la parte de mi crianza que le delegué a la televisión y a los medios masivos de la cultura popular. Porque es un hecho que a través de la historia del siglo XX, el afro-americano ha sido representado en películas y en televisión como violento y criminal, una amenaza al hombre humilde y blanco que protagoniza la cultura popular. El cine y la pantalla chica, como los libros y las revistas, están repletos de representaciones negativas del afro-americano como caco, como violador, como criminal, delincuente y amenaza pública. Una vez identifiqué de dónde venía el miedo, lo dejé de sentir.
Por suerte ese fue el único momento en mis 40 veranos que me dejé vencer por esa visión generalizada. El resto de los prejuicios los he sentido contra mi persona porque los latinos también somos los malos de esa película sin fin que es la historia de los Estados Unidos. Es más, una polaca con la cual tuve un efímero romance por acá en Chicago, luego de una noche de esas que suelen tener las parejas tras puertas cerradas, me dijo, de lo más seria: “Yo nunca me había acostado con un hombre negro”.
Tuve ganas de decirle que no se preocupara que todavía no lo había hecho, pero me dio flojera. En una noche yo no puedo deshacer lo que treintitantos años de educación por vía televisiva han hecho en la siquis de mi amiga la polaca.
Pero a lo que vinimos. Trayvon Martin, cuyo pecado fue antojarse de unos Skittles y una soda entrada la noche, ultimado por Zimmerman en un caso que seguirá sonando por años. Este caso quizá llamó la atención de los medios pero, como ése, seguro hay cientos de otros que pasan desapercibidos. Después de todo, leyes como la de la Florida operan hoy día en más de la mitad de los estados de la nación norteamericana. Y mientras sigan legitimando el miedo y el racismo, esto no se va a acabar con Trayvon.
Todo lo contrario. La pesadilla solo está comenzando.