Literatura y democracia
A Claudia Becerra, que ama la literatura y que quiere hacer su concentración, sin pausa y con brío, en literaturas hispánicas.
La institución de la literatura en Occidente, en su forma relativamente moderna, está vinculada a un permiso de decir todo [tout dire], y sin duda también a la llegada de la idea moderna de democracia. No que dependa de la democracia establecida, pero a mí me parece inseparable de lo que llama a venir a una democracia, en el sentido más abierto (y sin duda por venir) de la democracia. (Jacques Derrida, Acts of Literature)
La peste. Dice Rieux, el médico, a Rambert, el periodista:
—Sin embargo tengo que decírselo: no se trata de heroísmo en este asunto. Se trata de honestidad. Es una idea que puede hacer a uno reír, pero la única manera de luchar contra la peste, es la honestidad.
—¿Pero qué es la honestidad?, dice Rambert, con un aire de seriedad, súbito.
—No sé lo que es en general. Pero en mi caso, yo sé que consiste en hacer mi oficio.” (Albert Camus, p. 151)
Llevo muchos años escribiendo, leyendo y enseñando eso que en nuestras universidades llamamos «Literatura». ¿Y valdría la pena a estas alturas volver a hacerse la pregunta del «qué es la literatura», qué guió la formación de los departamentos de literatura y el desarrollo de la crítica literaria a partir del siglo XIX? Me he vuelto a hacer esta pregunta en el contexto convulso que nos ha tocado vivir en la Universidad de Puerto Rico. Recientemente, se anunció que el Departamento de Estudios Hispánicos está en “pausa”, es decir, que no se le permitirá matricular estudiantes. Decisión que conllevará, a largo plazo, de acatarse, su extinción. No destacaré los consabidos argumentos del prestigio que este Departamento tiene en las personas de algunos de sus profesores del pasado y del presente. Pero, el Departamento de Estudios Hispánicos fue, antes de ser lo que es hoy, una escuela normal para la formación de maestros. La Universidad de Puerto Rico comenzó desde ese lugar. Esto ha tenido consecuencias en la manera en que posteriormente sus departamentos y facultades de Humanidades se han organizado. Cierto, con una visión hispanizante, europeizante, blanca, racista de la cultura puertorriqueña, pero que en su momento fue determinante en el sentido de colocar el viejo humanismo y la filosofía en el centro de la universidad. Las universidades en su sentido moderno, desde el siglo XIX, se han distinguido por otorgar un lugar al pensamiento crítico, y posteriormente científico, heredero del viejo humanismo. Insisto en señalar estas notas de carácter histórico pues a veces me da una impresión muy fuerte de que los administradores que toman las decisiones en la Universidad y en el País carecen de memoria histórica. Si algo debe distinguir un saber universitario es su carácter testamentario; que en un salón de clases, todo profesor lo que hace es trasmitir un archivo de conocimientos, a su manera, con sus acercamientos, pero trasmitirlo con todo el rigor del que es capaz, para que sus estudiantes a su vez se lo apropien y piensen en un porvenir otro que no se encuentra separado de lo que hemos sido. Pues el archivo resguarda posibilidades desconocidas en sus adentros.
Entonces, la universidad moderna, nuestra Universidad de Puerto Rico, comenzó ahí. ¿Qué pasa cuando se intenta de un palmazo hacer desaparecer un lugar portador de historia? ¿Por qué, entonces, destinar a una forma de extinción justamente el Departamento que vio nacer la Universidad? Son preguntas que, a primera vista, revolotean en la cabeza de todos los que nos ocupamos de enseñar Literatura. Pero otras preguntas como tropel avanzan y se arremolinan con las anteriores: ¿y no habrá contagio? Es decir, se preguntan los administradores, que con una cabeza empresarial toman las decisiones del porvenir de la Universidad, cuáles son los próximos programas, concentraciones y departamentos que serán puestos en «pausa», como se pone en pausa cualquier artefacto electrónico, vídeo, blue-ray, DVD u otro de su especie? ¿Contagio he dicho? Sí, insisto. Nos ha ganado una pandemia, una peste que llamaré, sirviéndome de La peste, de Albert Camus: la pandemia del desmantelamiento de instituciones. Peste porque es algo que parece abatirse entre y sobre nosotros. Ocurre. Está en las calles de la ciudad universitaria y por todos lados en el País. Apenas nos podemos organizar para recoger y enterrar dignamente a los muertos de este contagio imaginario. Hay, según Camus, dos maneras de vivir en la peste: hacer como si no estuviera ocurriendo hasta ver morir los seres cercanos, o luchar de la manera que uno puede, haciendo su oficio, dice Rieux. Y es una forma de honestidad, para luchar contra la peste. Razones siempre sobran a todo departamento para hacer cambios, transformar sus currículos, practicar otros acercamientos al campo, ponerse al día. Pero eso no es lo que está en juego aquí. Puesto que no es una reforma, sino un cierre parcial de los cursos lo que se está imponiendo: «no matricular estudiantes». Es una condena a la inanición. El Departamento de Estudios Hispánicos ha sido puesto en cuarentena: no se puede entrar. Pronto, como una ciudad separada por la peste, como en la Orán de Camus, al Departamento de Estudios Hispánicos no se podrá entrar. Habrá entonces como en La peste que organizar las brigadas sanitarias que llevan a cabo un trabajo muy modesto para luchar contra la peste.
Vuelvo a mi pregunta, en este contexto, ¿«qué es la literatura»?, ¿qué es lo que hacemos en los departamentos de literatura que pueda amenazar un proyecto de refundación de la Universidad de Puerto Rico? ¿Por qué habría que eliminar departamentos de literatura? ¿Por qué la reforma de refundición de la universidad que se está operando comienza con la suspensión, —«pausa», aprieta el presidente en su control remoto—, de un Departamento que se dedica al estudio clásico, demasiado clásico (para mi gusto), de la literatura “hispánica”? Las razones oficiales son numéricas: la concentración de Estudios Hispánicos tiene pocos estudiantes. Si bien pienso que un departamento debe hacer lo necesario, entiéndase una oferta curricular diferente, para atraer estudiantes, no se sigue de ello que se imponga «una pausa», que en este caso es un eufemismo, ya que a largo plazo esta supuesta «pausa» implica un cierre.
La nueva reconfiguración, —que se está llevando a cabo a pesar de la comunidad universitaria—, de la Universidad comienza con el cierre parcial de un departamento de literatura. Se cierra la Universidad que hemos conocido hasta ahora y abre una nueva universidad en la hay muy poco espacio para la literatura. ¿Por qué? ¿«Qué es la literatura»?, como se preguntó el filósofo Sartre en el contexto de las dos guerras del siglo pasado. Reconozco quizá una vieja historia detrás de todas esas tomas de decisión que parecería un cliché de la guerra fría, como muchas cosas que ocurren en este momento: ¿el miedo de los censuradores a la poesía? ¿Cuántas veces no ha sucedido que algún dictador de turno censure, encarcele a un poeta por haber escrito un poema? ¿Sería eso lo que temió Stalin cuando envió a Mandelstam a morir en los campos de Siberia por un poema en su contra, o que Federico García Lorca es perseguido y asesinado por el franquismo, o el fatua que condenó Los versos satánicos de Salman Rushdie? ¡Ah!, entonces la literatura, el acto poético, tiene alguna fuerza para que un Ubu Roi cualquiera que posee todas las fuerzas del aparato estatal decida acallar a un escritor.
¿Pero, y qué pasa con los profesores de literatura? ¿Qué hacemos nosotros en los salones de clase para que nuestros censuradores de turno —ya sean Ana Guadalupe, José Ramón de la Torre o Luis Fortuño— decidan la extinción paulatina de los espacios dedicados a la enseñaza de la literatura? Probablemente todo profesor de literatura hace lo que Don Quijote hace: leer historias fantásticas que pueden sacar a un sujeto de sus cabales y ponerlo a vivir en un mundo diferente. ¿Será por eso que un departamento de literatura puede parecer siempre subversivo? ¿Será por eso que leer literatura asusta a aquellos que no sueñan que el mundo siempre puede ser otro, gracias a la combinación de la imaginación y la fantasía? ¡Qué muchos tecnócratas le tienen miedo a los molinos de viento de un viejo soñador!, constata uno con una sorpresa llena de candor. El poder de la literatura es comparable a esos molinos de viento que no existen en la llamada realidad. Ahora bien, esta llamada realidad no puede nunca sacarse del cuerpo la presencia de esos otros mundos. La literatura me parece que, entre otras cosas, nos enseña que el mundo siempre puede ser otro, y que basta con soñarlo, imaginarlo y escribirlo para que comience de cierta forma a existir. La censura siempre empieza por ahí, por la literatura, que no es otra cosa más que un acto de palabra, una forma de decir.
Jacques Derrida vincula la literatura en su forma moderna, es decir, no las bellas letras ni la poesía clásica, a la también moderna institución de la democracia, a esa ficción jurídica que ha dado lugar a los estados democráticos del mundo. Entonces, la literatura va de la mano con la democracia. Esto no debe ser entendido de forma simplista. No es que todo escritor u obra literaria dice, escribe con la finalidad de promover la democracia, o algo inalcanzable, y que solemos llamar libertad. No. Cuando Derrida explica lo que él entiende que es la literatura, propone que la literatura es ese acto que supone el derecho de decirlo todo. En francés, «de tout dire». Expresión que implica tanto decir todo, cualquier cosa, explorar, experimentar, como también un deseo de totalidad. Todo acto literario es posible gracias a esa libertad que supone un acto del decir inconmensurable, pues no tiene fin. Las posibilidades de la literatura son infinitas. Esto supone un contexto jurídico en el que el escritor tiene la posibilidad inconmensurable de explorar la experiencia subjetiva y escribirla sin que ello conlleve sanciones, arrestos, censuras. Como sabemos, esto no es así. Pero digamos que la literatura, su existencia y su poder radican en ese acto de todo decir. De ahí su vínculo con la democracia que se supone valore por encima de todos los derechos el de la libertad de expresión. Se trata de un derecho poco concreto si lo comparamos con la libertad de movimiento. Se trata de la palabra, del derecho de formular, de decir y, por tanto, de pensar. Digamos por lo tanto que la matriz de todo ello nos conduce a la literatura, y la distinción fundamental que la hace posible: ficción, realidad. La literatura resguarda en sus adentros las posibilidades de la ficción. Que no entenderemos como lo opuesto a la realidad. Pues la realidad cohabita simultáneamente en el sujeto con la imaginación y la fantasía. ¿No es eso lo que articula Freud cuando nos habla de los sueños o de los actos fallidos? El sujeto es pues un conjunto de planos superpuestos en el que convergen la dimensión de la realidad a la vez que la imaginación. Todo esto es así porque básicamente deseamos. La literatura da testimonio de la incompletud de la experiencia existencial. Si el presente de lo vivido fuera pleno, aprehendido plenamente en el momento en el que lo vivimos, nunca nadie hubiese escrito, pintado, cantado, hecho cine. Resulta que el deseo de la literatura está muy ligado a la experiencia subjetiva de lo vivido, y es la tentativa de fijar en la memoria del signo, como en una cripta, la riqueza de los afectos. Como quien dice, la literatura y el arte en general tienen mucho que ver con la dicha de los seres humanos. ¿Por qué habría que hacerla desaparecer en una configuración tecnocrática de la universidad en el que el valor de los saberes es contable, y no pura especulación, puro goce de lo desconocido y de lo que Derrida llama lo por-venir? ¿Será porque cuando se enseña literatura, de cierta forma también subrepticiamente se instiga el surgimiento de un pensamiento más libre que asociamos con la democracia, siendo la literatura política en ese sentido? ¿Será porque la literatura y toda actividad creativa es ambiguamente gozosa?
Una obra literaria es un acto singular. ¿Cómo la deconstrucción entiende esta singularidad? Con frecuencia Derrida ha hablado de la firma y de la inscripción idiomática. Un escritor es aquel que de alguna forma descubre, escucha en una lengua posibilidades poéticas que nadie había percibido. Por eso un acto literario, una obra es irreproducible. No hay dos Kafka en el mundo ni dos Joyce ni dos Dante. Cada cual a su manera reinventó su lengua haciendo uso de ese mismo idioma que todos hablamos. Un texto literario es por lo tanto siempre idiomático, monolingüe, sólo habla su lengua. El lector se da a la tarea de descifrar el acontecimiento que se produce en una lengua y que consiste en condensar de la forma más profunda el máximo de un pensamiento filosófico en la musicalidad poética de una lengua. En los departamentos de literatura estudiamos pues el acontecimiento singular: un solo Shakespeare, un solo Dante, un solo Cervantes, una sola Lispector. Un hecho no obstante repetible en su trazo. Pues podemos releer miles de veces esas obras y cada vez producir un acontecimiento de lectura novedoso. ¿Qué hacemos entonces en los cursos de literatura, además de estudiar las conformaciones del canon, su historia, su filología? Estudiamos precisamente la imperiosa necesidad que ha movido a los humanos a escribirse poéticamente, – y no hay sociedad ni grupo que de una manera o de otra no haya forjado su historia en un relato mítico -, esa interacción del sujeto con la lengua, con la necesidad de darle cuerpo y existencia a su mundo onírico. Estudiamos pues la formación de ese cuerpo subjetivo singular que es cada ser humano en interacción con la lengua, las convenciones, la cultura, las cuales le prestan a ese ser único sus formas generales para expresar sus afectos.
El escritor francés Maurice Blanchot en su libro de Kafka a Kafka se interroga sobre la comparación que hiciera la conocida crítica Marthe Robert del Castillo de Kafka, con la Odisea de Homero, pero sobre todo, con el Don Quijote de Cervantes. Blanchot se queda un poco perplejo, pero con toda su candidez inquisitiva trata de entender cómo se puede sostener tal comparación. En el caso de la Odisea, podemos entender que el personaje de K. “regresa”. Por lo tanto, reconocemos la estructura del regreso a la casa que el relato homérico escribiera en nuestra memoria literaria. ¿Pero qué tiene que ver Don Quijote con la historia de este agrimensor que llega al pueblo donde supuestamente ha sido contratado para descubrir que nadie lo había llamado, que el pueblo no necesita agrimensores, y que el conde que le envió la carta no es alcanzable? Nos cuenta Kafka, como sabemos, la historia de la burocracia y del capitalismo del siglo XX. Pero nos dice Blanchot que la exégesis moderna, la crítica moderna comienza con Don Quijote. El lector es una suerte de Don Quijote que decide no sostener más la distancia entre la ficción de lo que lee, y entonces sale a concretarla, a darle rienda suelta a su imaginación y a suprimir la distancia que lo separa de sus sueños. ¿Pero Cervantes, él, mientras tanto, permanece encerrado, escribiendo las historias que su caballero andante le cuenta? En un espacio cerrado, Cervantes, su cuerpo poseído por el caballero de la triste figura y su muy concreto Sancho Panza, no puede no escribir, para exorcizarse. Blanchot nos dice entonces que esa manera de poner en escena la distancia entre ficción y lectura inicia el comentario, su necesidad. En otras palabras, Cervantes anuncia la crítica literaria moderna. Con el Quijote habría comenzado esta demanda de un texto que pide ser comentado al señalar el lugar de su separación y de su silencio. Cervantes nos pide ser recibido, el Quijote quiere que lo hablen. Tal sería una singularidad de la literatura. Don Quijote sería ya un comentarista de su propio hacer y de lo que la literatura hace, a la vez que una memoria de la literatura que lo precede. Si bien El castillo no es lo mismo, pues su relato no guarda coincidencias con el de Cervantes, entiende Blanchot, no obstante, que la novela de Kafka repite justamente la necesidad del comentario, cada escena siendo una exégesis de sí misma, ya que la tarea que se habría impuesto Kafka es «comprender y clasificar los monstruosos archivos de la cultura occidental» (Blanchot). Así, la enseñanza de la literatura y del oficio crítico tienen que ver tanto con la experiencia de recibir al otro, de ser hospitalario con el decir, el deseo y el amor del otro, como con la memoria.
La institución literaria, en sus inicios, creció en los predios de la universidad moderna, aquella que pensó, entre otros, Kant. En sus albores, el campo literario respondió a la epistemología científica. Esto se tradujo en la necesidad de delimitar unos espacios y unas convenciones que le permitieran el desarrollo como disciplina. Así, la literatura responderá y será el aliado de los estados nacionales modernos que no pueden separarse de la lengua y de la cultura nacional. Desde entonces una cierta idea de la cultura letrada se ha asociado con las literaturas nacionales. Los cánones de las literaturas nacionales han funcionado para armar un relato de identidad nacional en el que ciertos textos funcionan como fundadores de un ideal de lo español, de lo francés, de lo italiano. Latinoamérica y sus jóvenes repúblicas retoman este modelo. Modelo que excluye toda expresión que contravenga al perfil que éste forja del canon. De ahí se sigue que la literatura se haya estudiado cronológicamente, imprimiéndole a los departamentos de literatura un modelo histórico e ideológicamente comprometido con ciertas agendas fantasmáticas de fundación nacional.
El postestructuralismo denunciará las fisuras de ese modelo epistemológico, en el cual el Otro, contra el cual el canon y la historia se pensaron, funcionaba como un espejo negativo y oculto. Había que desarmar el relato de la literatura nacional, sus supuestos naturales, para entrar en un espacio más basto: el de las literaturas, el de la ficción y su fuerza como motor de las grandes convenciones que han hecho posible una cierta idea de la democracia. Literatura y democracia así van juntas. Las literaturas serían el lugar desde donde pensar las posibilidades infinitas de las democracias por-venir en tanto que lugares donde se ensaya el poder «acontecimiental» de la ficción.
¿Mientras tanto, qué puedo hacer? Mi oficio, con toda honestidad: enseñar literatura.