¡Llegó la hora!
A mí también me desasosiega la situación que vive Puerto Rico. En los últimos cuarenta y tantos años, el país ha experimentado (y sufrido) un monumental deterioro social y económico que en la última década se ha tornado en una crisis de proporciones insospechadas. Si bien el crecimiento económico que se experimentó desde mediados de la década del ’40 hasta temprano en los años ’70s levantó a un número significativo de seres humanos de la miseria que arropaba al país durante la primera mitad del Siglo XX, tal crecimiento nunca se tradujo en desarrollo social o económico sustentable y, como consecuencia, en el camino dejó a muchos en la cruel pobreza, y a otros con una ilusoria sensación de confort y estabilidad. Varias décadas después, la insuficiencia y la fragilidad del modelo económico y político (que nunca quisimos entender y mucho menos aceptar) nos está pasando factura, ¡con creces!
Los datos que demuestran el deterioro económico casi todos los conocemos, sin embargo es conveniente repasar algunos para afincar el contexto en el que formulamos nuestras opiniones o posiciones. Puerto Rico es un país pobre. No obstante que en el 2013 se registró un Producto Interno Bruto de $103.1 millardos y un Producto Nacional Bruto de $70.7 ($28,000 y $19,000 por persona, respectiva y aproximadamente), lo que parece bueno si nos comparamos con países similares en extensión territorial y tamaño poblacional en este hemisferio, bajo los estándares estadounidenses, cerca del 45% de mis compatriotas viven en la indigencia, razón por la cual reciben algún tipo de subsidio o asistencia gubernamental para obtener ciertos bienes y servicios básicos como alimentos, vivienda, salud y educación.
Poco más del 40% de los adultos aptos para trabajar están buscando empleo activamente (una de las tasas de participación laboral más bajas del mundo) y aun así el 14% de los boricuas están desempleados. De las aproximadamente novecientas mil personas que trabajan, al menos una tercera parte lo hacen en condiciones precarias; en otras palabras, a tiempo parcial, por un salario mínimo y sin ningún otro beneficio o seguridad laboral. El desempleo o el subempleo en los Walmart o McDonald’s de la vida es lo que más probablemente le espera al joven típico promedio, incluso aquellos que realizaron un esfuerzo académico adicional y obtuvieron un grado universitario.
Encima de pobre (y con muy pobres opciones para sus ciudadanos), de acuerdo a la medida más antigua y reconocida sobre la dispersión de la distribución de los ingresos entre los residentes de una nación, denominada coeficiente Gini, Puerto Rico es un país muy desigual. Pocos tienen mucho y muchos tienen poco. Es como si la movilidad social estuviera al revés; en lugar de que la mayoría de las personas se muevan hacia arriba en la escala social y económica, se mueven hacia abajo. Este desolador cuadro de pobreza –disimulada por un sistema de asistencia pública que fomenta la dependencia– solo engendra un sin número de males (por ejemplo, ignorancia, incultura e incivilidad, improductividad, criminalidad, desigualdad, discrimen y abusos en todas sus manifestaciones) que abaten la calidad de vida de cualquier sociedad.
Cerramos los ojos y le dimos la espalda a la pobreza. Peor aún, hemos pretendido vivir como ricos tomando prestado a manos llenas. El Estado Libre Asociado de Puerto Rico y sus corporaciones públicas adeudan la friolera de $72 millardos. Eso equivale al 100% del Producto Nacional Bruto, lo que limita las fuentes o alternativas para financiar los servicios y bienes públicos. La deuda agregada de los individuos es varias decenas de miles de dólares también (la última cifra que conozco data del año 2005 y era $20 millardos aproximadamente, cifra que 10 años después debe ser unos cuantos millardos más). De este estado de situación de la deuda total los puertorriqueños han sido responsables gobernantes, acreedores y, por supuesto, nosotros los ciudadanos: los primeros por mal administrar, malgastar o apropiarse de los recursos del Estado para alcanzar o mantener el poder político; los segundos por financiar esa mala administración, malgasto y corrupción mediante la concesión de préstamos que no eran razonables desde una perspectiva crediticia e insostenibles desde una fiscal; y nosotros por elegir y fiscalizar mal a los políticos que nos gobiernan y por convertirnos en una irresponsable sociedad de consumo.
Aunque muchas de las causas y la magnitud de sus deudas públicas y privadas son distintas, algunos han llamado a Puerto Rico la Grecia del Caribe. Ese país europeo de aproximadamente 11 millones de habitantes, con una deuda pública de sobre $350 millardos y una privada que se estima en $90 millardos más, se encuentra entre la(s) espada(s) y la pared. Las espadas son los intereses de los acreedores (la mayor parte de ellos especuladores) y las políticas de austeridad que estos y la institucionalidad política le han impuesto (o pretenden imponer), y la pared la constituyen la pobre provisión de bienes y servicios básicos y la deteriorada calidad de vida que sufre el pueblo griego (y el puertorriqueño también).
¿Podremos los boricuas evitar caer en la caótica situación que vive Grecia? ¿Estamos listos para tomar una ruta diferente a la que nos ha conducido hasta la crítica situación en que se encuentra el país? ¿Seremos capaces de superar nuestra subordinación política y dependencia económica para articular las políticas públicas progresistas que nos permitan ponernos sobre nuestros pies para alcanzar una mejor calidad de vida, más inteligente, más solidaria, más justa, que la que lamentablemente vivimos? No es que me crea capaz de articular tan compleja propuesta solito, pero me parece que, para comenzar, son varias las cosas que debemos entender, aspirar y ejecutar eficiente y efectivamente para poner al país en la ruta correcta.
Primero, desde el punto de vista fiscal a corto y mediano plazo, renegociar los términos de la deuda pública y exigir que se condone parte de la misma (conocido en el sector financiero como un haircut del valor nominal de la deuda), suficiente para que el Estado pueda dirigir sus limitados recursos a proveer los bienes y servicios públicos que toda sociedad necesita para alcanzar una razonable y justa calidad de vida para todos sus integrantes. Los acreedores sabían (o debieron saber) que si continuaban prestando dinero para financiar déficits operacionales –producto de la muy mala y corrupta administración de los recursos del gobierno o el consumo desmedido de los boricuas– la deuda pública y la privada se tornarían insostenibles. Es tiempo ya de que acepten sus errores y su responsabilidad en este asunto. Si no, el país quebrará y cobrarán mucho menos de su acreencia, si algo.
Segundo, tenemos que evitar que el gobierno siga siendo un refugio de batatas políticas o la teta de la que chupan ciertos contratistas inescrupulosos. Estos indeseables solo causan mediocridad, ineficiencia e improductividad en la provisión de bienes y la prestación de servicios públicos y son los mayores promotores de la corrupción gubernamental. Solo el mérito debe ser el principio rector en el reclutamiento, promoción y retención de los recursos humanos del gobierno. Solo la calidad y el precio de los servicios o bienes deben tutelar la contratación gubernamental. Para ello, es inevitable erradicar, de una vez y por todas, la política partidista del servicio público y la contratación gubernamental. Entre otras cosas, prohibir a todo empleado o funcionario público participar en campañas políticas. Pueden estar afiliados a un partido si lo desean, participar del debate público y, por supuesto, ejercer su derecho al voto. Lo que no deberían hacer los servidores públicos es participar en el proselitismo, o aportar o recaudar dinero para campañas de partidos o candidatos. Se debe también erradicar el financiamiento privado de campañas políticas o, al menos, prohibirles a los “inversores políticos” contratar con el gobierno. El proselitismo político se debe limitar a unos meses antes de las elecciones, periodo durante el cual los partidos tendrían acceso gratuito a los medios de comunicación. (¡Pero podría alguien que se respete y aprecie un poco estar en desacuerdo con esta última propuesta! Imagínense, esto significaría escuchar poco y verles menos las caras a los políticos de carrera.)
Tercero, tenemos que reconocer que la educación y la salud son bienes o servicios del más alto interés público, pues un pueblo educado y saludable tiene mayores probabilidades de alcanzar una buena calidad de vida que las probabilidades que tiene un pueblo ignorante y enfermo. Hay que invertir y ser efectivos en estos dos renglones, de lo contrario, estamos abocados al fracaso social y material. Para evitar tal fracaso –que en estos tiempos nos acecha más que nunca–, lo justo, sensato e inteligente es establecer sistemas universales de educación y salud que les ofrezcan a todos los puertorriqueños las mismas oportunidades para educarse y mantenerse saludable. Todos, no importa sus circunstancias sociales o económicas, debemos tener acceso a una buena educación y a servicios de salud de calidad en igualdad de condiciones, a través de sistemas que no se guíen por el ánimo de lucro o la lógica de los mercados (si alguna lógica tienen).
Cuarto, a pesar de que no me considero un ideólogo del estatus político (porque ni la estadidad federada, ni el Estado Libre Asociado –como está, mejorado, culminado, como sea se articule–, ni la independencia nos garantizan una más justa y razonable calidad de vida si no diseñamos y ejecutamos políticas públicas inteligentes, sensibles y sensatas, es decir, si no hacemos las cosa bien), estoy convencido de que es ineludible que Puerto Rico supere su subordinación política y dependencia económica de EEUU. El destino del país seguirá fuera de nuestro control si no reformulamos las relaciones con la metrópoli. No hay otra alternativa que creer y confiar que somos capaces de construir una mejor y más justa sociedad a través de una relación política con los EEUU que respete la soberanía del pueblo puertorriqueño y nos permita relacionarnos política y económicamente con una de las naciones más poderosa que jamás haya existido, pero también con el resto del mundo. Esto no se trata de un capricho de ser nación, o una nostalgia por nuestra cultura, o que lo más importante en la vida son los concursos de bellezas o las competencias deportivas internacionales, o que odiemos a los estadounidenses (aunque muchas veces algunos de ellos, sobre todos sus políticos y su gobierno federal, no me simpaticen), sino que una relación política de tal naturaleza nos proveerá un mejor marco político, jurídico e institucional para desarrollar, con nuestro trabajo y esfuerzo, no dádivas, una economía puertorriqueña propia, auto gestionada, productiva y sustentable que nos provea una calidad de vida justa y razonable y, además, nos permita insertarnos y ser exitosos en un mundo cada vez más interdependiente, competitivo y globalizado.
No soy el primero (ni seré el último) que articulo estas (o similares) ideas o soluciones para atender los problemas y retos que tiene Puerto Rico. De hecho, hay muchas otras más que proponer y ejecutar. Estas son apenas cuatro de las que considero impostergables para colocarnos sobre nuestros pies y comenzar a construir un país en el que todos tengamos la oportunidad de alcanzar un justo progreso social y material. Tomemos la ruta que nos conduzca a una mejor calidad de vida con el producto de nuestro trabajo y esfuerzo, y con un mayor sentido de solidaridad y justicia. ¡Llegó la hora de erigir una nación puertorriqueña de la que nos podamos sentir verdaderamente orgullosos!
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