Lo ético es lo político
Lo visible y lo invisible ha sido el trayecto incierto que los discursos de la representación cruzan sin cesar. Pensar que las apariencias nos engañan, como nuestra filosofía y literatura lo hicieron hasta el Renacimiento, era señalar lo equívoco de la evidencia, de aquello que se ve. No obstante, parece que el Occidente cristiano haya privilegiado entre todos los sentidos el ver, y no el tocar, el ver y no el sentir, la evidencia, en las ciencias positivas, y no la vana especulación.
Hoy más que nunca vivimos atrapados en la representación de lo evidente. Los espacios de la representación se han multiplicado: periódicos, televisión, facebook, twitter, iphone, ipad – las imágenes y el mundo virtual se multiplican y atomizan nuestra visión fenomenológica, esto a la misma vez que la impresión de poseer una verdad dada y segura a través de la imagen se incrementa en el sujeto. ¿Pero cómo esta multiplicación de la verdad en vez de tornarnos más sospechosos de los sentidos muy por el contrario nos fascina de tal suerte que tal pareciera que la tecnología hubiera tomado el lugar de la teología? ¿Quizá porque perversamente queramos desde siempre entrar en los secretos de la alcoba, ahí donde la sexualidad y lo prohibido se esconden? Lo político se juega entre lo visible y lo invisible, es lo que el feminismo en el siglo veinte comenzó a inscribir. No nos bastó con ser “ciudadanos” sino que la igualdad no ha sido realizable sin las diferencias de sexo y de raza. Construir un nosotros necesario a la idea de comunidad política ha caído en lo aparente, en aquellas diferencias que podemos constatar.
Pero, tal vez no haya un espacio más equívoco y complejo en cuanto a evidencia se refiere que el de las diferencias sexuales. Sabemos que el hecho de que una mujer ocupe un puesto no necesariamente redunda en mejores políticas feministas. No basta, por tanto, con ocupar el lugar discursivo que la cultura asigna a la mujer para que ello en sí mismo constituya un cuestionamiento de la discriminación. Cierto, tú eres lo que yo veo, y de ahí que se espere una política en consonancia con ello. Género es no obstante la categoría, el concepto que ha intentado desjugar las operaciones discursivas que la cultura patriarcal ha puesto en práctica para naturalizar las supuestas inferioridades del sujeto sexuado. Lo político a partir de finales del siglo veinte no se piensa sin «géneros». ¿Pero, qué posición asumir ante los escándalos que atañen a la sexualidad de los políticos que nos abacoran por todas partes? Cotidianamente nos enteramos que un tal legislador es un agresor, otro un hostigador. La sexualidad parece ser el terreno donde se dirimen gran parte de lo que nuestro mundo toma en consideración para evaluar a los hombres políticos. ¿Cómo abordar este asunto sin por lo tanto suscribir al moralismo?
Si bien durante tres siglos se separó de forma tajante la esfera de lo público y lo privado, separación que determinó lo político y el derecho, en la actualidad la política parece depender más de la ética que de la estricta administración del erario público. No me refiero a lo que las derechas convocan con las palabras de «valores». No me refiero a la moral ni a su perversión «el moralismo» y sus condenas de los supuestos desvíos de la sexualidad que siempre debe ser heterosexual, heteronormativa, y por supuesto rima con familia. Me refiero a la ética, a un imperativo que de cierta manera me responsabiliza por el otro. La política tiene que ser ética antes de ser tan solo puramente administrativa o puramente económica. Por eso un análisis político responsable no debe comenzar nunca con una discusión sobre el presupuesto. Primero tienen que haber ideas de mundos deseados antes que se indague en las condiciones prácticas de posibilidad. Pero volviendo al terreno de la sexualidad, es decir, al terreno que determina en gran parte las transformaciones de nuestras sociedades contemporáneas, no basta con seguir observando la oposición público/privado y que supone que mientras un individuo haga bien su trabajo, el ámbito de su hacer personal no tiene nada que ver con lo político. Recordemos que el feminismo de los años setenta inscribió la necesidad de pensar que lo político se afirmaba desde la esfera de lo personal.
Esta semana la escena política francesa se ha visto sacudida por un escándalo sexual. Dominique Strauss-Kahn, patrón del Fondo Monetario Internacional hasta ayer y presentido como el próximo candidato a presidente por el Partido Socialista francés, se encuentra acusado por las autoridades americanas de haber violado a una empleada del hotel Sofitel de New York de 32 años y de origen africano. ¡Como en una tragedia shakespeariana el casi rey deja caer la doble corona estrepitosamente! O como en una comedia burguesa del tipo Las bodas de Fígaro, el conde Almaviva quiere ejercer su derecho de pernada sobre la sirvienta de la condesa: Susana. El escenario está demasiado cargado, el malestar de los medios de comunicación y el de los socialistas, para muchos de los cuales era el único candidato que podía derrotar al actual presidente de Francia, Nicolás Sarkozy. La opinión pública recurre a la teoría del complot político. Tal parece, como lo recogen algunos de los artículos de opinión en el cotidiano Libération, que reine una confusión en la opinión pública entre ser un rapeador, un libertino, un tipo que “le gustan las mujeres” y por otro lado ser un hostigador y un violador. Ha habido incluso quien casi pasa por alto, o por debajo, la palabra de una mujer negra, empleada que ha sido supuestamente violada y que se conmueve de ver a su amigo encadenado y conducido a la prisión de Rikers Island puesto que no «ha habido muerte de hombre». ¿Hubo violación pero no muerte, como si una violación no fuera grave? Eso dijo el gran ex ministro de la cultura de la época de la presidencia de François Mitterand, Jack Lang.
¿Qué ha pasado? Más allá de lo que haya podido pasar en la habitación 2806 del lujoso hotel y de que se pueda verificar el relato de la víctima, se suscita un verdadero dilema que atañe a lo que los franceses de derecha o de izquierda parecen haber tenido como una distinción fundamental de lo político desde la ilustración: lo público y lo privado. Ya Diderot lo pensaba, se puede ser perverso en el ámbito de lo «privado», pero gran ciudadano en la esfera pública. Pero, pareciera que los socialistas franceses no hayan comprendido que lo político hoy no se juega sobre las bases de esa distinción, sino justamente en la desconstrucción de dicha oposición. No se trata de deshacernos del principio de la privacidad por completo –aunque uno puede pensar que se haya renunciado voluntariamente a él cuando miles de personas cuentan sus vidas en las redes sociales. Se trata de entrar en el ámbito de la ética. En este sentido, no se puede esgrimir el argumento de que el señor Kahn, conocido por ser un rapeador inveterado, y eso es una cosa, pero nunca ha sido un agresor o violador, y esto es otra cosa, –por tanto, una cosa sería lo que él hace con su vida privada y otra lo buen economista que es–. Cierto, no dejaremos de felicitarlo por su buena labor como presidente del Fondo Monetario Internacional, pero hay una esfera en la que se esperaría un actuar éticamente, ámbito que determina nuestra relación con el otro. Me parece que lo político se disloca cuando se piensa desde ahí: desde el problema de la otredad. A fuerza de querer observar la distinción de privado y público se deja de lado el espacio de la ética. ¿Dónde se coloca la ética para esos políticos del mundo actual? ¿Se trata tan solo de ser buenos burócratas, “workaholics”, dicen algunos? O esperamos algo más de la gente que ha decido asumir las riendas del poder, que han asumido representarnos colectivamente, que han decidido estar en la gran escena pública?
Lo político tiene que ser ético, es decir, que implique al sujeto singular que hace el acto, a ese que asume la representación. La ética es a priori o no lo es, como lo pensaba Kant. La ética no es la ley. La ética no obedece a un programa. Pues no se trata de cumplir con un precepto, se trata de pensar la frontera invisible de la justicia. Por lo tanto, en el ámbito de la ética trabaja el sujeto para producir un pensamiento del otro que siempre está por venir.
Debemos pensarnos insertos en una ética del otro. El otro me concierne y no es irreductible a mí. En su apariencia el otro es reducible a lo que yo veo. Que es mujer, gay, hombre, transexual, bisexual, que es negro, mestizo, blanco, alto, pequeño, delgado o más redondo… Yo veo, yo constato. Puedo así aprehender en su apariencia lo que del otro veo. Pero hay una parte de esa singularidad que es inaprensible para mí, que nunca podré tener ni tocar del otro ni siquiera en el acto del amor. El otro permanece como otro. Es ese límite el que me parece hoy día el más complejo y el más político. De no entenderlo corremos el riesgo de continuar haciendo política desde el mismo lugar de siempre: el de funcionarios tecnócratas que administran «bien» o «mal» la res pública pero que no se implican en el bien común. Se trata de individuos que desean el poder pero que no piensan en un mundo distinto. De hecho, no sueñan con otros mundos.
Pienso por ello que la izquierda francesa, si la comparamos con la española, ha fracasado en su análisis del mundo contemporáneo al no querer hacer entrar el ámbito de lo ético que de cierta forma toca a lo privado, pero no se reduce a ello, en el terreno de lo político. Por eso pienso que la caída del señor Dominique Strauss-Kahn y la condescendencia de la que ha gozado entre sus colegas de partido, a pesar de ser un hostigador conocido, y no un seductor como dicen algunos, no hace más que confirmar el anquilosamiento político de la izquierda francesa. A la hora en que se votan leyes para prohibir en el espacio público francés la burka –una decisión que más que feminista parece jugar perversamente con el racismo anti-árabe de la extrema derecha–, que el conde Almaviva pretenda obligar a Susana a responder a sus deseos evidencia un terrible error de análisis y un problema ético de grandes proporciones.
Todos los filósofos de la post-guerra en Francia nos han ayudado a pensar de la forma más intensa y aguda la relación con el otro. Sin embargo, sus políticos parecen no haber leído a sus pensadores. Un gran desfase subsiste. Tal pareciera que Francia vive anclada en la Revolución sexual de los años 60, que representó una liberación pero que no necesariamente se tradujo en el espacio de la representación política para lo inmigrantes y para todos los géneros.