Me pregunto por qué esa palabra, “aparato”, suena de repente tan bien, tan precisa, tan apropiada para nombrar a esos lideratos. Liderato, Aparato, Garabato, Mamarracho…Me pregunto por qué hay tantos militares paseando por ahí con armas largas, y tan pocos repartiendo agua potable o llevando combustible a los hospitales.
Me pregunto por qué le damos un papelito a la gente que necesita ayuda, que los invita a llamar por teléfono o entrar al internet para obtenerla. Necesitan ayuda por las mismas razones que no tienen teléfono o internet. Ese papelito es un prop, una burla cruel.
Me pregunto cómo es que seguimos anunciando los “números oficiales” de muertos al pelao, como si tuviéramos que ajustarlos al tamaño de un tuit, sin espacio para explicar o aceptar que estos números con toda probabilidad subestiman la mortandad espectacularmente. No se trata de un simple margen de error, ni de la diferencia razonable entre el primer día después de una catástrofe y el tercero. Se trata de que a casi tres semanas del huracán, las morgues están llenas, las funerarias no dan abasto, se acaban el oxígeno, la insulina, el diesel para los generadores.
Me pregunto por qué el miedo a sobreestimar las muertes parece ser mucho mayor que el miedo a sub-estimarlas.
Me pregunto por qué el crimen que pudiera venir parece ser más urgente e importante que el hambre que ya llegó.
Me pregunto por qué la milicia puede moverse eficazmente por todo Afganistán para llevar guerra pero no por todo Puerto Rico para llevar agua. No culpo a los soldados: culpo a los que diseñan la estrategia y dictan las órdenes. De paso, le echo su aguita de culpabilidad a la gente de a pie que todavía celebra que, como los militares ya llegaron, todo estará bien. Llevan un rato aquí, gente, y no, no todo está bien.
Me pregunto por qué Puerto Rico ya no aparece en mi AppleNews, si el hambre y la sed no han desaparecido de Puerto Rico.
Me pregunto por qué pasamos más tiempo denunciando la “politiquería” de Carmen Yulín, que estudiando y criticando los pecados gubernamentales y corporativos que la hacen posible, tal vez hasta necesaria, y que son aún más políticos que esa supuesta “politiquería”: incompetencia inaceptable, negligencia criminal, codicia siniestra.
Me pregunto por qué las visitas federales de alto rango se limitan a los cantitos limpios, bonitos y con abundante agua potable. Esta pregunta no requiere respuesta, realmente. Esta pregunta es retórica. Las respuestas son obvias, y no hacen nada, nada, por aliviar la frustración.
Me pregunto por qué seguimos diciendo “gracias a dios” cuando nos llegan la luz y el agua, cuando el huracán le da más duro a los barrios más al norte o al sur, o simplemente cuando alguien que amamos sobrevive pero un desconocido no.
Me pregunto cuánto falta para que le echemos la fuerza de choque a la gente hambrienta. Me pregunto cuáles son los efectos psicológicos de no poder bañarse, para un pueblo que vive en un clima tropical y una cultura de dos baños diarios.
Me pregunto si nuestro happy-meal del huracán (una cajita con una lata de salchichas, un tenedor y una barra de granola, sin juguete pero con skittles) es la misma que le dieron a los refugiados recientes en África y Europa. Me preguntó por qué parecen visitar municipios arbitrariamente y una o dos veces (como si el hambre atacara cada dos semanas y no a diario.) Me pregunto si el concepto del contenido de la cajita fue orgánico, o diseñado por funcionarios de organizaciones tipo FEMA y Cruz Roja, reunidos en un salón fresquitos, armados con papelotes, magic markers y ensaladas caesar. Me pregunto cómo es que le donamos tantos chavitos a las grandes organizaciones para que repartan el ocasional happy-meal, y tan pocos chavitos a los grupos locales que reparten comida caliente y bolsas de compra.
Me pregunto dónde están las iglesias, especialmente las que le sacaron tanto diezmo a las mismas comunidades que hoy se nos mueren de asma y diabetes desatendidas, que carecen de comida, agua potable y luz. Y cómo es que, si la moral y los valores son cosa de cristianos, hay tanto agnóstico y atea protagonizando las brigadas que día a día limpian caminos, reparten agua y alimento, y lo hacen sin ponerle presión a nadie para que crea nada.
Me pregunto porqué seguimos usando el término “clase media” por default. En un país donde todo el mundo es “clase media”, en parte porque nadie lo es, la fila se ha convertido en un gran instrumento de categorización sociológica: Los ricos no hacen fila; la clase media alta hace algunas filas por algunos días; la clase trabajadora hace algunas filas por muchos días o muchas filas por pocos días, dependiendo de la geografía; los pobres hacen fila todo el tiempo; los muy pobres, aquellos –¡tantos!– cuyas vidas hace rato tiramos a pérdida, esos no hacen fila, punto. No hay filas cerca, porque no hay nada cerca. Sólo un riachuelo y una lata olvidada, ambos con leptospirosis.
Me pregunto que podemos hacer, acá o allá, para no perder la ilusión y el optimismo. Y me contesto y nos contesto: Enviar filtros, limpiar caminos, llevarle agua a los viejitos que no la pueden buscar, hacerle una gestión por internet a alguien que no pueda, documentar la crónica cotidiana, repartir y recibir abrazos, llevar risas a los pueblos trasquilados, donar lo que podamos a los grupos que sí hacen, hacerle la fila al débil, enfriar la insulina del diabético, descansar y relajarse con los seres amados, con los amigos, con los vecinos, a solas, celebrar y si es posible compartir el descubrimiento de una cerveza o malta frías (sin dejar de lavar la lata bien)… Hay tanto que hacer, y todo es bueno. Todo, excepto cacarear que todo está bien, alegar que el que se queja exagera y, con el privilegio propio bien agarradito, mirar hacia otra parte.
……
Del muro de Facebook de mi amiga Mary Sefranek, que anda por ahí haciendo y sonriendo con el colectivo de teatro Vueltabajo y la Brigada Solidaria del Oeste:
Ahora mismo, en un callejón cerca de la plaza de Mayagüez hay teatro en la calle y niñxs riéndose. Aquí Borikén florece.