Los acertijos del Jumanji boricua
Estuve de visita en Puerto Rico desde el pasado jueves 24 de mayo hasta el miércoles 30. Cada día, sin excepción, me enteré o fui testigo de una situación caótica particular que, de por sí, contenía los gérmenes de la posible destrucción del país entero. La primera fue en el barrio San Felipe de Salinas, en una visita al campamento comunitario en contra del cierre de la escuela elemental Pedro Soto Rivera. No hay otra escuela elemental en millas y millas alrededor. La escuela está bien cuidada y sus estudiantes la adoran. Hasta un huerto de plantas y vegetales tienen. Pero la secretaria de educación y sus edecanes, como si fueran los monos y rinocerontes de Jumanji, intentan con sus patas destruirla. La escuela elemental Pedro Soto Rivera educa a los niños y niñas de San Felipe, Coquí y Aguirre. Pude visitar su patio, ver los salones de educación especial y las facilidades de deportes y recreo. Ni las bestias de Jumanji actuarían destructivamente en contra de una escuela elemental, cuyos estudiantes se destacan en las ciencias naturales y las matemáticas.
Eso sí, al cruzar la PR 3, como diría Marta Aponte, se promueve una ciencia natural maléfica y vil que solo puede conducir a la destrucción de toda la comunidad. Resulta que la Dow Growers está cercando los antiguos terrenos de cañaverales de Salinas para cultivar semillas genéticamente modificadas. Y no solo cercan los terrenos, sino que han mancomunado los antiguos canales de riego para irrigar los nuevos sembradíos de semillas frankenstinianas. Me comentan, en el campamento, que aquí en Salinas se está cometiendo un crimen natural de gran envergadura, pues la Dow Growers ha colocado gigantescas bolas de azúcar con veneno en sus sembradíos. ¿Para qué? Pues para matar las abejas silvestres que podrían interactuar con sus plantas, polinizándolas de modo natural.
Como si la atrocidad anterior fuera diminuta, los vientos alisios nos acarician esa tarde en San Felipe con cenizas contaminadas de la planta de carbón de la AES, pues estas van de este a oeste y remenean la carpa del campamento. Voy con mi primo Reuben a fotografiar la montaña de cenizas en la entrada de Pozuelo. Me acerco a la verja con mi cámara, y un perro de pastoreo sale a mi encuentro. Ni en Jumanji. El perro cuida una manada de ovejas detrás de la verja. De todos modos, la verja es altísima y está adornada de alambre de púas y navajas. Mi pobre lente Canon de 400mm me sirve de muy poco. Habrá que volver con el de 600mm.
Al otro día visito la zona de Villalba y Orocovis. Allí, entre bosques que parecen sacados de la mencionada película, logro visitar la Represa Guineo y la planta termoeléctrica Toro Negro II. Todo el medioambiente del lugar es de una magnificencia incomparable; más espectacular, ciertamente, que las escenas naturales en Jumanji. Agua, flores y vegetación por todas partes. Enclavado en el mismo medio de la zona selvática está el «sistema combinado» de riego y electricidad Toro negro II. Construido en 1924-1929 impresiona por su carácter intacto y la gran ingeniería que le dio vida. Establecido, ante todo, para servir las necesidades de irrigación eléctrica de las centrales del sureste, se destaca por su diseño. No es solo es, posiblemente, la mayor obra de ingeniería concebida por el talento de nuestro pueblo, sino que sigue incólume. Pero ahora lo quieren vender a quemarropa, como si de nuevo viéramos las patas de las bestias de Jumanji rompiéndolo todo.
Finalmente, llego a mi pueblo, Guayama. La plaza está vacía, como era común en los atardeceres domingueros de mi infancia. Este es, al fin de cuentas, el pueblo «donde la gente se muere de hacer nada». Frente al Rex Cream de Guayama, negocio al que solía de niño traer frutas para la venta con mi padre, observo al pueblo. Ya no es el pueblo donde la gente se muere de hacer nada. Es más bien, el pueblo de la nada. Las calles están vacías, las tiendas quedaron cerradas, la gente se ha ido. ¿De qué valdría hoy que un «canalla arrojara la piedra redentora de una insólita hazaña»? El agua muerta de las almas simples de mi pueblo ya no existe. Mi pueblo, mi pobre pueblo, ¡no sabes cuánto me duele lo que te han hecho! Dios no se apiadó de ti.
Ya hoy, en el avión, busco conversar con la pasajera sentada al lado. Le pregunto de dónde es. «De Morovis; soy de Morovis», me dice orgullosa. Ante mi insolencia de recordar aquello de que «la isla menos Morovis», me da una lección de historia sobre la frase. Algo de una epidemia que llegó a todas partes menos a Morovis. Ya en confianza le pregunto su edad. Acaba de cumplir 97 años. Resulta que se fue de Puerto Rico en 1945. Llegó a Nueva York en 1945 en un barco de guerra acondicionado para transportar civiles. Recuerda el nombre del barco, Marine Tiger. Me dice que, después de este viaje, nunca más habrá de volver a Puerto Rico. «No me gusta lo que vi. Mis hermanas son menores, de ochenta y pico, pero están mal de la cabeza. No se acuerdan de nada», comenta molesta. Casi en broma le digo que las perdone, que no son solo sus hermanas las olvidadizas, pues en Puerto Rico nadie se acuerda de nada…