Los arcos de la ciudadanía
En Almost Citizens. Puerto Rico, the U.S. Constitution and Empire, el historiador del derecho, Sam C. Erman, narra las luchas que dieron los puertorriqueños entre 1898 y 1917 para obtener la ciudadanía americana que, contra el precedente, Estados Unidos negó a los habitantes de Puerto Rico tras adquirir la soberanía sobre la isla. Esta lucha por la ciudadanía fue, para el autor, equivalente a la lucha contra el imperialismo. Se libró en el campo legal, al amparo de las enmiendas constitucionales que, tras la Guerra Civil, concedieron la igualdad ciudadana a los negros americanos, y que en 1898, por virtud del impulso imperialista, se debilitaban para abrir nuevos caminos a la desigualdad.
Casi ciudadanos es un libro* sobre las doctrinas constitucionales asociadas a la ciudadanía. Pero las doctrinas no son las protagonistas, no tanto como las gentes (el libro tiene tres personajes) que narran episodios de sus biografías, o que interpretan sus experiencias, utilizando los conceptos abstractos de la ciudadanía, a la vez que empujan las definiciones de la ciudadanía a partir de sus vivencias, logrando colar sus experiencias particulares, sus casos, en la ley de la ciudadanía.
La ciudadanía es garantía de derechos, pero también mecanismo de exclusión. En Estados Unidos, hasta la Guerra Civil y la Reconstrucción del Sur, se excluía de sus derechos a los esclavos y, en muchos estados, a los negros libres o afroamericanos. Erman plantea que la Guerra Civil fue un segundo momento de fundación de la república estadounidense (punto que resalta Eric Foner, en su último libro, The Second Founding), que conllevó la re escritura de la Constitución para garantizar un país heterogéneo, donde la raza no sería un factor condicionante del ejercicio de los derechos políticos. Así, la enmienda 13, de 1865, decretó la abolición; la 14, de 1868, garantizó la ciudadanía nacional americana para todos los nacidos o naturalizados, bajo la soberanía o jurisdicción de Estados Unidos; y la 15, de 1870, reiteró el derecho al voto sin importar la raza ni la ascendencia esclava.
Estas garantías constitucionales de la ciudadanía de los negros tuvieron el efecto secundario de frenar la expansión territorial o imperial de Estados Unidos, que no se reanudará hasta que, hacia 1898, la Reconstrucción haya sido efectivamente derrotada. Bajo la Enmienda 14, según Erman, los nuevos territorios hubiesen entrado como futuros estados, y sus poblaciones negras, mulatas o asiáticas, como ciudadanas. Por tales razones, o miedos, los tratados para anexar a Santo Domingo e Islas Vírgenes (circa 1870) nunca fueron ratificados, y la anexión de Hawai se retrasó. Pero las tendencias imperialistas de Estados Unidos siguieron cobrando fuerza, en su comercio, en su marina, en su asimilación de los indios y en su repudio a los migrantes asiáticos y a los extranjeros. Desde los años 1870 comenzó el contraataque de los supremacistas blancos a la Reconstrucción, logrando que el cómplice tribunal interpretara las enmiendas 13 14 y 15 restrictivamente (permitiendo, por ejemplo, los polling taxes discriminatorios) hasta que en la década de 1890 adoptó la doctrina de separate but equal. Se destituyeron los afroamericanos de las estructuras políticas y se adoptó el Jim Crow. Así, se abrió paso al imperialismo, de la mano del racismo resurgente en el 98 por el ocaso de la Reconstrucción.
Erman trenza la historia de la Reconstrucción y del imperialismo estadounidense: primero la pulsión de igualdad de la Reconstrucción retrasó el imperialismo; luego, la pulsión expansionista del imperialismo debilitó la Reconstrucción. Sin embargo, la Reconstrucción sobrevive, sobre todo en el legado de las enmiendas constitucionales. Aunque erosionadas, continúan prestando sus lenguajes, propiciando resistencias, no sólo al discrimen por raza en Estados Unidos, sino al imperialismo en Puerto Rico.
Las tendencias racistas que la Enmienda 14 pretendió refrenar se proyectaron al debate sobre el imperio, y se exacerbaron cuando el presidente McKinley, al concluir la Guerra Hispanoamericana, decidió retener las Filipinas, y someter al Senado un tratado de París disponiendo la anexión, junto a Puerto Rico, del archipiélago asiático. El debate del tratado, como luego el de las leyes para organizar los territorios, se articuló en términos legales, constitucionales, mas detrás estuvo presente el tema de la raza, el miedo al hombre amarillo. Erman no menciona los temores a la competencia, de sectores económicos estadounidenses; aquí no aparecen las remolachas. (Y está bien que no aparezcan. Si bien los primeros casos insulares trataron sobre la tarifa, fue por una estrategia legal, o una trampa, de la administración McKinley, que presentó al tribunal las cuestiones constitucionales que levantaba la agenda imperial en los términos del derecho al libre comercio, más neutral, menos cargado por la moral, que la raza.) El tratado se aprobó, pero sólo en principio, pues se dejaban las cuestiones espinosas para resolución futura, por el Congreso. Este proceder, esta posposición, se convertirá en pauta.
Aquí sigue un historia muy larga, pero quisiera mencionar un elemento que me parece importante. A mediados de 1899 entra a escena Elihu Root. El nuevo Secretario de Guerra, un abogado corporativo brillante, viene a organizar los nuevos territorios, es decir, a insertarlos como colonias en (o en contra de) la Constitución, y a negarles con las Enmiendas 14 y la 15, la ciudadanía y el voto. Erman pone la atención de Root en Filipinas, y su preocupación en la inferioridad racial; pero habría que añadir que Root, el enemigo número 1 de la ciudadanía americana para los puertorriqueños, alegaba también asuntos étnicos, sostenía que Puerto Rico no debía tener ciudadanía porque era es un pueblo de idiosincrasia y lenguaje diferente. Esta concepción cultural o étnica justificó la exclusión de la ciudadanía, ¿por la hipócrita fe de Root en la soberanía de los pueblos? ¿o por su racismo?
El senador Foraker, anticipándola por dos décadas, propuso extender a Puerto Rico una ciudadanía femenina sin sufragio; luego, presionado por la administración, enmendó su proyecto para anexar sin ciudadanía y sin libre comercio. (La tarifa aplicaría por muy pocos meses, lo que tiende a confirmar que el económico no era el issue). Quedaron abiertas las doctrinas constitucionales, que no se habían aplicado en el bill, para luchar por su transformación. Pero los casos en el tribunal fracasaron.
Downes v Bidwell decidió que para propósitos del libre comercio, que garantizaba la Constitución, Puerto Rico no era parte de Estados Unidos y podía imponérsele la tarifa; que en este tema la isla era foreign in a domestic sense; aunque para asuntos internacionales, era americana y no foránea. Una de las opiniones anunció la quimera del territorio no incorporado. Ambivalencia, ambigüedad, evasión e inconsistencia son las palabras operativas de este caso que parte al tribunal, 5 a 4, entre la fidelidad a la Constitución y las exigencias del imperio. Muchas cuestiones, incluyendo los derechos de ciudadanía, quedan confusas, quizá para dejar que el campo político las zanje. ¿Rehuyó y todavía rehúye a su deber constitucional el tribunal? ¿Es que estos asuntos no son de ley, sino de política?
En el momento de la invasión, en julio de 1898, esta evolución (o involución) estatutaria y doctrinal está todavía en el futuro. En el 98, el país da la bienvenida a los ejércitos republicanos de Estados Unidos. Los generales americanos se presentan como portadores de una revolución constitucional benévola, es decir reconstruccionista: implícitamente Miles, y expresamente Henry, prometen la ciudadanía a los puertorriqueños, sean negros, blancos o mulatos. La ley Foraker, y los casos insulares, como vimos, incumplen la promesa, desangrando las Enmiendas 14 y 15. Sin embargo, aunque se niegue, citizenship retained its vibrancy, even in the context of empire; as font of rights, basis for claims, means of exclusion and a powerful symbol of membership. Fue (y es) una espina constitucional en el costado del imperio, un elemento de contención, pendiente por destrancar.
Puerto Rico, en 1898, estaba poblado de habitantes y de tradiciones intelectuales liberales. Sus elites conocían la Constitución de Estados Unidos y se ampararon en sus lenguajes para dar continuidad a las luchas liberales del siglo XIX. Se apropiaron de la americanización desde el campo de la ley. También se la apropiaron los movimientos obreros. Cuando en 1899 se refundan los dos partidos principales, coinciden en buscar la ciudadanía y la estadidad. Los Federales de Luis Muñoz Rivera y, quizá menos, los Republicanos de José Celso Barbosa, adoptan un paternalismo con inflexiones raciales: piensan que la ciudadanía garantizará el self government por el mejor elemento de la sociedad insular, que entonces educará a la masa iletrada. Erman oye los ecos de la Reconstrucción, toma nota de las coincidencias de Muñoz Rivera con los blancos sureños, que miraron la Reconstrucción como una forma de colonialismo impuesto por el Norte, y que denunciaron la sustitución de sus elites naturales por los carpetbaggerscoloniales. Pero más comúnmente, Muñoz Rivera narra la Guerra Civil como los norteños: como una lucha por los ideales liberales democráticos e igualitarios. Estados Unidos, dice, no consentirá la esclavitud blanca después de derramar tanta sangre luchando contra la esclavitud negra.
Este es el trasfondo donde operan los tres personajes principales del libro, que empuñan, cada uno a su manera, las armas de la ciudadanía. No son, excepto por Federico Degetau, abogados. Degetau sí es abogado, y mucho. Masón, fiel republicano, cercano a Barbosa; había sido electo por los Puros diputado a las Cortes, y la guerra lo sorprendió en Madrid. Dos años después lo encontramos, electo Comisionado, en Washington, donde continúa exigiendo los derechos liberales que exigía en la península, re codificados en la ciudadanía americana.
Degetau, el abogado, tiene fe en la fuerza de la ley para someter o limitar a los intereses políticos. Su ley consiste de principios inflexibles y robustos; su ciudadanía es una fuente de derechos claros. Por eso, los escenarios donde Degetau intentará, por un lado, reclamar, y por otro, dirimir el sentido de la ciudadanía, serán las cortes y las burocracias. Degetau es el comisionado litigante. No sale del tribunal. Interviene como amicus en los primeros casos insulares y toma una posición inflexible: la Enmienda 14 requería taxativamente la extensión de la ciudadanía plena, con todos los derechos. Degetau queda perplejo por la decisión en Downes; el tribunal ha decretado que Puerto Rico es anómalo y subordinado. Pero la decisión es confusa y dividida: y Degetau no se amaina.
Adopta la estrategia de forzar el issue general del derecho a la ciudadanía, mediante casos específicos. Primero, en las intersecciones de su identidad profesional con la ciudadanía, solicita admisión al bar del Tribunal Supremo, y se le concede aunque estaba limitada a ciudadanos. Reclama el derecho de un puertorriqueño a figurar en las convocatorias de ciudadanos para empleos en el gobierno federal. Reclama para un puertorriqueño de París la exención tarifaria a la obra artística de ciudadanos americanos. Reclama el derecho una puertorriqueña a ingresar por los puertos, como ciudadana. En todos estos casos prevalece, pero por lógicas de excepción, o por decisiones limitadas a sus hechos.
Además de las legales, Degetau utiliza estrategias de blanqueamiento, no sólo de la raza, sino de la etnia puertorriqueña, para reclamar la ciudadanía. Y aquí habría que empezar por mencionar su físico. El comisionado era un tipo guapísimo, un cuerpo naturalmente americano. La prensa de Estados Unidos lo describió como uno de los hombres más apuestos de Washington, de figura brillante, hermoso al modo de un romántico francés. Además, el comisionado era un tipo culto, debonair, fluyente en varios idiomas. Degetau llegó a la metrópolis a cuestionar, con su mera presencia, los estereotipos raciales sobre los puertorriqueños. Más que nada, se dedicó a distinguirlos de los filipinos, por ser blancos, latinos y por tener una línea de ascendencia, más directa que la sajona, a la antigüedad greco romana. Es decir, asumió los criterios racistas o eurocéntricos, pero reacomodó a los puertorriqueños. Paternalista liberal, sostuvo que para determinar si un país era civilizado, debía mirarse a su elite; ya esa elite se encargaría de educar al pueblo llano.
Muy distintos fueron los objetivos y las estrategias del segundo luchador por la ciudadanía, Santiago Iglesias Pantín, que, según Erman, no buscó, en la ciudadanía, el self government para un elite, sino los derechos para los trabajadores. A Iglesias, líder anarco sindical, gallego migrante, la guerra lo encontró en la celda donde el gobierno español (o sería el autonómico de Muñoz Rivera) lo había encarcelado por sus actividades sindicales. Su abordaje a la ciudadanía americana fue instrumental, buscó una ciudadanía para garantizar la participación política de las clases trabajadoras y reducir el poder, y la tajada de recursos económicos, de las elites de la isla. Mientras Degetau vio en la ciudadanía la expresión de ideales absolutos de igualdad, fuente de derechos concretos que ponen en vigor las cortes; Iglesias entendió que los derechos de la ciudadanía dependen del poder que tenga quien los reclama, quien los define.
Por eso, en lugar de las cortes, Iglesias recurre a las alianzas con poderosas organizaciones obreras estadounidenses que puedan influenciar las dinámicas del poder y la ley. El gallego entiende, muy temprano, que en Estados Unidos hay una política sectorial muy marcada, y va perfilando una estrategia de buscar aliados puntuales, mas que protección de principios legales. En este sentido, encarna la idea de que la política mueve la ley. Sin embargo, los cambios que busca, en la posición de los obreros de Puerto Rico, se expresan en su aspiración y su reclamo de la ciudadanía americana.
Iglesias incita las huelga cañeras y portuarias de principios de siglo, que los oficiales coloniales carpetbaggers en contubernio con los republicanos locales, reprimen. En cierto momento, vuelven a arrestar a Iglesias, que contacta a sus aliados sindicalistas americanos, que contactan a su vez al presidente Roosevelt y a cierta prensa americana. Iglesias invoca los derechos de la ciudadanía y se ampara en la bandera americana como garantía contra la represión del movimiento obrero. Iglesias empuja sus causas con la retórica de la ciudadanía; la redefine, la amplifica. En su larga vida, Iglesias llegó a aliarse con los republicanos y a ocupar la comisaría en Washington. Dio giros inesperados y contradictorios, mas Erman concluye que Iglesias siempre mantuvo su fe en la acción estatal como agente de cambio y bienestar y, por esta fe, siempre valoró una ciudadanía de derechos no sólo políticos sino económicos.
El tercer personaje de Casi ciudadanos, el linotipista Domingo Collazo, marchó de joven a pelear con los mambises en la guerra de Cuba. Un día se convenció que la guerra no se extendería a Puerto Rico, y se fue a New York, a colaborar con el Partido Revolucionario Cubano. Desde aquella orilla, Collazo zarpó en compañía de los ejércitos de la república americana a liberar a Puerto Rico de la monarquía española. En su ulterior lucha por la ciudadanía americana articuló diversos reclamos, destacando el derecho al movimiento, a migrar, que entró en juego en el caso de su sobrina, Isabel González, en 1903.
A González, el 98 la encuentra soñando con emigrar al norte para educarse, trabajar, encontrarse con su novio y casarse. Así embarca: madre soltera, desempleada, preñada y viajando sola. La detienen en el puerto de New York, bajo una ley que excluye a los emigrantes con riesgo de convertirse en carga pública. Se genera un caso legal donde se cruzan los reclamos de ciudadanía con las vidas de trabajo y de familia, con los novios y los tíos, con la identidad de género y de clase. Busquen el caso, es fascinante. Y es que la ciudadanía es una categoría oficial, pero también cotidiana; implica los dominios privado y público; abarca las relaciones con el Estado, y de forma oblicua, asuntos de clase y de género (como sabemos de las luchas gay donde -sorpresas que da la vida- el derecho ciudadano de ingresar en el ejército terminó siendo un objetivo principal del movimiento LGBTQ).
Tras dos décadas de proyectos y protestas, de audiencias y de litigios, en 1917, con la guerra por horizonte, se extendió la ciudadanía americana a Puerto Rico. El Caribe se perfilaba como teatro de guerra, y se quería amarrar la lealtad de los puertorriqueños con la extensión de una ciudadanía de gran valor simbólico pero de escasos derechos concretos, pues se afirmó la doctrina de territorio sin incorporación, y de ciudadanía sin Constitución. Sin embargo, se mantuvo cierto productive legal ambiguity. La casi ciudadanía continuó reverberando en numerosos casos específicos, como el derecho al sufragio femenino, y al libre movimiento en territorio americano.
Recordemos que los casos insulares justificaron la inaplicabilidad de la Constitución a Puerto Rico por supuestas diferencias geográficas, de territorio (que escondían motivos raciales y quizá étnicos). Este mecanismo retórico tuvo la consecuencia, quizá imprevista, de investir con derechos ciudadanos plenos a los puertorriqueños que cambiaran de territorio y se domiciliaran en jurisdicciones estatales. Una diáspora pleniciudadana; Domingo Collazo fue su vivo ejemplo. Establecido finalmente en New York, estuvo muy activo en asuntos sindicales y administrativos. (Precursor de Alexandria) fue un político muy eficaz: organizó las comunidades puertorriqueñas de New York, que por tener ciudadanía tenían voto, las insertó en las dinámicas políticas, y las representó en Tamany Hall. Estas comunidades eran muy boricuas, muy patrióticas, muy dadas a la añoranza del terruño y del jíbaro. Y sin embargo, tuvieron participación ciudadana en la política estadounidense, porque, parece decir el autor, una cosa es la ciudadanía política y otra, la cultural.
De primera intención, cuando leí esta investigación como tesis doctoral bajo el título de La Promesa de la ciudadanía, pensé que faltaba un cuarto personaje, que faltaba un poeta: un José de Diego, Caballero de la Raza hispana, o por los menos un Luis Lloréns Torrres, versificando la ciudadanía con emoción jíbara. Pero luego pensé que esa ausencia ilustraba, precisamente, el punto del autor
En Puerto Rico, durante la década de 1900 se luchó –con virtual unanimidad- por la ciudadanía americana, concebida como una ciudadanía política -cívica y no étnica- que garantizaría el self government. Pero hacia la segunda década del siglo, hacia 1912 o 13, las cosas cambian. Cuando los Demócratas, de quienes se esperaban reformas, triunfan en las elecciones de Estados Unidos, indican su intención de otorgar una ciudadanía sin Constitución, sin promesa de estadidad, y sin garantías de self government. Para colmo, aprueban la ley del azúcar libre, que amenaza con quebrar a Puerto Rico. Entonces, y ya de antes, algunos políticos poetas, como de Diego y Lloréns, transitan a una concepción étnica y racial de la ciudadanía, y al rechazo de la americana por incompatible con las idiosincrasia de Puerto Rico. Asumen, y con un tono resentido devuelven invertidos a los imperialistas americanos, sus asertos de raza y etnia. Redefinen la ciudadanía al modo romántico, como pertenencia a una comunidad de costumbres y tradiciones -a una tribu- y no al modo racional, como participación en un gobierno de instituciones –en una polis.
En 1916, cuando se considera la ley Jones, el comisionado Muñoz Rivera rechaza la ciudadanía americana, para enseguida contradecirse. ¿Qué ciudadanía estaba rechazando? ¿La cultural, por incompatibilidad idiosincrática? ¿O la política, pero sólo porque la habían vaciado de derechos? Muñoz Rivera no quiere una ciudadanía de nombre, no quiere cuentas coloradas. Algo sí está claro: quiere la ciudadanía porque quiere el poder.
Erman afirma la naturaleza política de la ciudadanía. Examina el contexto en que se adoptó la Enmienda 14 -que por primera vez dio rango constitucional a la ciudadanía americana- y concluye que se trató de una ciudadanía reconstruccionista, para un país racial (y étnicamente) diverso; una ciudadanía ciega a la diferencia racial (y étnica); una ciudadanía que unificaría a los americanos por su participación política –por su lealtad a la democracia-, y no por su pertenencia a la tribu -por su lealtad a la sangre o la costumbre. Desde esta concepción cívica y liberal de la ciudadanía americana, Erman apoya el destranque del problema del status de Puerto Rico mediante una estadidad política, no cultural. Fue la posición que, con virtual unanimidad, mantuvo la clase política de Puerto Rico en los primeros años del régimen americano, antes del vuelco romántico en la segunda década del siglo XX. Así, Erman logra trazar tres arcos de ciudadanía: entre las luchas de los afroamericanos y de los puertorriqueños; entre la Reconstrucción y el imperio; y entre los debates sobre el status de Puerto Rico de principios del siglo XX y del XXI.
Acuden varias preguntas. ¿Es lícito aunar las luchas por la ciudadanía de los afroamericanos y los puertorriqueños, cuando los últimos tienen territorio y lenguaje particular? Pero, ¿cuán relevante, a la ciudadanía, son las circunstancias de territorio y lenguaje en tiempos de migraciones y niuyoricans y comunicaciones digitales? La ciudadanía, ¿debe asentarse sobre el amor a la democracia o sobre el amor al terruño y a la sangre? En este sentido, ¿triunfará la pulsión supremacista americana, de raza y de etnia, que concita Trump, o la pulsión de igualdad constitucional que anida en la Reconstrucción? Y Puerto Rico, ¿se decantará hacia el civismo cosmopolita o hacia el costumbrismo defensivo? Habrá que ver.
Acude otra pregunta, de carácter legal. El texto de Erman puede leerse como un alegato sobre el significado original de la ciudadanía que estatuyó la Enmienda 14, aplicable a los litigios presentes sobre la igualdad política de los puertorriqueños. ¿Es razonable esperar que los Justices resuciten la Enmienda 14 mediante un razonamiento legal –que, por ejemplo, apliquen la doctrina del original intent, y busquen el significado histórico, el que la Enmienda tenía en 1868, para decidir las controversias de hoy? ¿Que apliquen los principios de la ciudadanía de la Reconstrucción, no sólo a los estados sino a los territorios, y no sólo a la raza, sino a la etnia o al del tema English only? Quizá, mas de la propia historia de la ciudadanía que nos cuenta Sam C. Erman, podemos anticipar que no; que la lucha en el campo legal -bajo los principios constitucionales asociados a la ciudadanía- será importante para lograr el cambio histórico, pero no mediante un desarrollo doctrinal aislado sino, más probablemente, mediante la interacción de jueces, de políticos y sobre todo de personajes modestos que desde sus propias experiencias renegocien, y le quiten el casi a la ciudadanía.
*Una versión de esta presentación del libro de Samuel C. Erman, Almost Citizens. Puerto Rico, the U.S. Constitution and Empire, Cambridge U.P., 2019, se leyó el 22 de octubre de 2019 en el Departamento de Historia de la U.P.R., Río Piedras.