Los republicanos logran el mayor vuelco desde 1984
Las llamadas “mid-term elections” de Estados Unidos han sido objeto de interminables debates y análisis de todo tipo. Todos las estaban esperando y todos teníamos una idea de lo inevitable. De que lo que se esperaba que ocurriera, en efecto, ocurriese. El Presidente de Estados Unidos, Barack Obama, pareció aceptar la responsabilidad por la derrota de su Partido Demócrata, aun antes de que terminara la votación.
Aunque mantienen el Senado bajo su control, los demócratas perdieron terreno en el mismo. Peor aún, perdieron más de 60 sillas en la Cámara de Representantes, así como unas 10 gobernaciones estatales. A pesar de ser la primera vez en 80 años en que ambas cámaras pertenecen una a cada partido, el triunfo es claramente republicano, dejando como único éxito notable de los demócratas la victoria de su candidato a la gobernación de California.
Ni siquiera las manifestaciones multitudinarias convocadas por afamados comediantes de la política y sociedad norteamericana, lograron frenar el paso acelerado de los tradicionalistas del “Tea Party”, miembros extremistas de un Partido Republicano que parecía hecho pedazos hace apenas un par de años. Poco sirvieron las expresiones en broma o con la más absoluta seriedad, sobre las barbaridades dichas por los candidatos conservadores, para ayudar a una administración cuyo desempeño, para muchos, no sólo dista de ser aceptable, sino que poco evoca aquella propuesta nueva, radical, que se presentó a las elecciones presidenciales de 2008.
Frente la real situación económica, la desesperanza y la poca diferencia, en la práctica, entre dos partidos dirigidos a fin de cuentas, por los mismos intereses (las guerras en Irak y Afganistán no se han mencionado en esta campaña), se desvanecieron las emotivas frases de “Yes, we can”, “Hope” y “Change”.
Todo esto se ha dado envuelto en una ola de derroche en gastos de publicidad y mercadeo. Publicidad evidentemente inclinada, además de asequible sólo a unos pocos para ser transmitida por las ondas de comunicación de todo el pueblo estadounidense, que se ve obligado a ver y escuchar lo que le ponen en su televisor.
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John Nichols/The Nation
Amy Goodman para Página/12