Loving: Leyes de Mestizaje
En el país que se llama a sí mismo “la democracia más grande del mundo” el desprecio de la gente de color continúa rampante. Eso lo hemos vivido aún en este siglo, y los acontecimientos de los ocho años de la presidencia de Barack Obama, el primer presidente negro de los Estados Unidos, lo comprueban. Los blancos temen que los de color les arrebaten lo que ellos han tenido por siglos: los privilegios y la supremacía. Esta película nos recuerda que no hace mucho las leyes en muchos estados reflejaban ese miedo racial a unos extremos inusitados.
La historia es verídica y el título tiene doble significado. Es el apellido de Richard (Joel Edgerton), un albañil blanco de Virginia; también representa el amor que existe entre él y su mujer negra Mildred (Ruth Negga). Cuando ella queda encinta él le propone matrimonio, y van a Washington, D.C. a casarse. El problema es que eso, en 1958, viola las leyes de mestizaje de Virginia. La palabra en inglés, miscegenation, que viene de “mezclar” y de “género” me parece más dramáticamente racista y fue acuñada en los EE. UU. en el siglo XIX para enfatizar, con su segunda raíz, la supuesta diferencia biológica entre blancos y negros en que creían muchos, principalmente los residentes del sur. Por supuesto, la palabra tiene la connotación que los blancos son superiores. Leyes que prohibían la mezcla de razas han existido en las leyes de varios estados de la nación estadounidense ¡hasta el año 2000!
Víctimas de la “ley”, los Loving son arrestados y solo se salvan de la cárcel llegando a un convenio con el juez: se han de marchar de Virginia y no pueden volver al estado por 25 años. Con un guión del director Jeff Nichols, quien también tuvo esa dualidad de labores en la estupenda “Mud” (2012), el filme adquiere un tono de indignación moderada que es apropiado para la personalidad de los dos personajes principales. Richard es un trabajador consuetudinario que mantiene a su esposa con el sudor de su frente. Su inteligencia es menos que promedio, pero tiene el amor de su mujer y él la ama ante todo. Está dispuesto a hacer lo necesario para mantenerse fuera de la cárcel. Ella respalda a su marido y, más inteligente que él, es la que toma los pasos decisivos para tratar de resolver su dilema.
El matrimonio tiene la suerte, si así se puede llamar su largo suplicio, que su caso se agudiza en el momento del pico del movimiento por los derechos civiles de Martin Luther King. Maravilla cómo Nichols evita los clichés que pudieron haber hecho la película engorrosa y una sarta de tomas y de recursos dramáticos comunes. Su juicio es impecable: no hay golpizas de negros, no hay abusos físicos cada vez que arrestan a los principales, no hay lloriqueos exagerados, un parto ocurre fuera de cámara pero al alcance del oído y no está acompañando del llanto del bebé; y muchos otros detalles que muestran que es un director sensible y listo a recortar los recursos sentimentales que muchos otros habrían usado para congraciarse con los espectadores. Nichols deja que juzguemos la situación por su falta de humanidad, no por la manipulación de cómo está contada. La brillantez de algunas escenas que tienen que ver con el prejuicio racial están montadas de tal forma que hervimos por dentro por el maltrato al mismo tiempo que, aún los más intransigentes racistas, pueden mostrar un destello de decencia y humanidad.
Una escena en particular pide análisis por su contenido. En un bar, tomando con sus amigos negros, Richard se expone a algo que tal vez no había considerado. Uno de ellos le dice que ya es negro y que ahora debe sentir lo que él siente por serlo, pero que tiene la “suerte” que sigue siendo blanco por fuera y lo único que tiene que hacer para deshacerse de su negritud es divorciarse. Es una situación terrible desde el punto de vista psicológico porque no solo ejerce su fuerza sobre Richard sino sobre su interlocutor, que continúa siendo el “otro” con piel oscura. El hombre está teniendo un momento en el que se autodesprecia. Es una de las consecuencias del odio racial y del desprecio que sienten los discriminados, esos “otros” .
Además de esos momentos, el filme tiene unas actuaciones verdaderamente especiales. Confieso que he detestado a Edgerton en casi todo lo que ha hecho, pero en este filme crea un personaje cuya empatía la limita su inteligencia, pero su intuición lo deja seguir la de su compañera y eso le brinda el poco sosiego que tiene su vida. Es una creación admirable de un hombre banal cuya grandeza existe en su corazón, y eso lo sentimos con cada uno de sus silencios. El motivo de su amor es Mildred, a quien llama “habichuela” (de hecho, “stringbean”; presumo que en la vida real sería largilucha) y resulta ser otra bendición para la cinta que esté representada por Ruth Negga. Delicada y linda, su personaje va creciendo ante nuestros ojos según se percata de que los únicos recursos que tiene para lograr verdadera justicia en su caso son su determinación y su valor. Su reacción al conocer al abogado de la American Civil Liberties Union (Nick Kroll) debe ser estudiada por otras actrices para que vean el minimalismo de expresiones profundas que genera la actriz para esta escena que es una especie de clímax en la cinta ya que es la primera vez que conoce a alguien blanco que en realidad la quiere ayudar.
No se nos debe escapar la ironía que James Madison, uno de los fundadores de la nación norteamericana y su cuarto presidente, era hijo de Virginia. Madison aseguró que se pasara la Carta de Derechos, sin embargo, tenía esclavos e impulsaba la Sociedad Americana de Colonización, que pretendía la relocalización de todos los esclavos de vuelta a África, algo que la mayoría ya no quería. Indirectamente esa idea de África para los negros (y en el filme se destaca, que “Asia para los amarillos” y “Europa para los blancos”) era parte del argumento ilógico en que se basaba la ley de mestizaje. Es difícil saber qué convence a alguien que ser de una raza lo hace superior a otros. Ningún libro ni ninguna película lo puede hacer. Esta nos muestra que la discriminación por el color de la piel es contraria a la única ley que debe de existir: que todos los humanos pertenecen al mismo “genero”(genus) y, por lo tanto, iguales.