Luis Miguel y el amargue: una vaina bien
A eso de la medianoche, los ánimos se habían calmado. El deejay bajaba el volumen de la música, los presentadores ocupaban la tarima y la bulla que llenaba el auditorio se apaciguaba. Mientras se ofrecían los anuncios protocolares de bienvenida y agradecimiento, los músicos hacían su entrada vestidos con un uniforme sencillo: camisa morada de botones y pantalones blancos. Un sound check improvisado se antepuso al libreto de los maestros de ceremonia: “Queremos invitar a todos aquellos que quieran trabajar por su campo, a que se unan al Movimiento para el Desarrollo de Boca Canasta… Les pedimos disculpas por la tardanza, pero hubo un incidente afuera con la policía de Boston». Mientras, el hábil sonidista ajustaba los selectores de la consola y les hacía señales a los músicos.
En un par de minutos, se acabaron las excusas y los anuncios. Dos o tres comentarios más, unas felicitaciones de cumpleaños y varios aplausos después, dieron la señal del comienzo del concierto. El cambio de voz del maestro de ceremonia fue notable: “Bueno, el artista invitado ha representado a la República Dominicana internacionalmente…” Los datos y las referencias ofrecidas incluían primicias en Panamá y reconocimientos como embajador musical: “…el rey de la bachata en Europa”. Luego, “con ustedes…” El cantante salió de una puerta lateral que servía como entrada a una covacha o camerino improvisado. Venía acompañado por dos señores afroamericanos entrados en años y vestidos de security: gritería y aplausos. Un marullo de gente se aproximó a la pequeña tarima, pues hacía su entrada triunfal Luis Miguel del Amargue.
Mi primer encuentro con la música del exponente de Azúa ocurrió hace más de dos años, en Villa Sombrero, un municipio dominicano sureño que no dista mucho del pueblo natal de Luis Miguel. A eso de las cuatro de la tarde, sin falta, comenzaba el festín musical en La Fama, un colmadón de esquina localizado a menos de 100 metros de mi habitación. No había escapatoria. El rugido de las bocinas era ensordecedor, las canciones se filtraban por todos lados y como cada establecimiento tenía su oferta, el campo entero se bañaba con los éxitos del catálogo musical caribeño. Hasta ese momento, pensaba que el merengue era el sonido popular quisqueyano. Mis experiencias en fiestas de marquesina, festivales playeros boricuas y la desconexión física e intelectual con la Hermana República, me tenían engañado. Al poco tiempo de haber llegado a la región de Baní, descubrí que la bachata está a otro nivel y no tiene competencia. De vez en cuando se escuchaban merengazos, temas salseros, y uno que otro número de reggaetón, pero las voces afinadas y letras románticas de El Chaval, Zacarías Ferreira, Luis Miguel del Amargue y Raulín Rodríguez, entre muchos otros, me acompañaban casi todo el tiempo.
Hacer buena música del llanto de una guitarra no es algo fácil, pero los buenos bachateros saben sacarles los mejores gemidos a seis cuerdas. Antes de que Luis Días, Sonia Silvestre y Juan Luis Guerra rompiesen el hielo comercial con sus tecnobachatas en los ochenta y tempranos noventa, los sacerdotes de la cultura argumentaban que el género era bajuno, cosa de campesinos sin refinamiento, algo así como un reperpero musical indecente. Algunos exponentes trataron de lavarle la cara llamándole música del amargue, pero el término “bachata” resultó ser demasiado completo: representaba adecuadamente la cadencia pegajosa, las letras de doble sentido, los temas de desamor, pobreza y explotación, y los juntes improvisados de fin de semana donde se cantaba y bailaba hasta el amanecer.
La migración dominicana del campo a la ciudad, y luego a Norteamérica o Nueba Yol, ayudó a elevar el arraigo del género entre las masas dominicanas y latinas. Aún cuando no gozaba de popularidad en la radio, según cuenta Deborah Pacini Hernández en su libro Bachata: A Social History of a Dominican Popular Music, los discos más vendidos en la Avenida Duarte, uno de los corredores comerciales más importantes de Santo Domingo, eran los que derramaban amargue. Antes de la llegada de Bachata Rosa en el 1990, una de las producciones más importantes de Juan Luis Guerra que marcó un momento importante en el avance comercial de la bachata, había que adentrarse en los barrios populares o en alguna barra de campo para disfrutar del sentimiento bachatero en vivo. Cuentan que sólo una estación, Radio Guarachita, se atrevía a sonar las canciones que quería escuchar la mayoría de los dominicanos.
Cuando le pregunté a Danny, uno de mis padrinos en la comunidad dominicana de Boston, por qué la bachata no estaba tan pegá como el merengue en aquel entonces, me explicó: “Era una música de burdeles, hablaban de vicios, puñalás, romo, cuernos, y esas cosas”. En un país marcado por la represión y la dictadura, donde el estado y las vacas sagradas de la cultura intentaban blanquear y reprimir las manifestaciones y el sentimiento del sandungueo proletario y campesino, no había espacios oficiales para los temas cubiertos por intérpretes como Marino Pérez. En “El dado y el vironay”, Marino cuenta: “He dejado la pelota, el dado y el vironay… pero el ron y las mujeres, yo no lo puedo dejar… pero no, no, no lo puedo dejar.” Algunas mujeres también expresaban sus deseos sin reparo. Mélida Rodríguez, considerada una de las voces más poderosas del género, cantó temas que iban directo al grano como “Esta noche me quiero emborrachar”, “La trasnochadora” y “Seguiré bebiendo”. En este último dice: “Déjenme beber hasta que muera, no se metan en mi vida por favor, el licor puede acabar las penas que está sufriendo mi pobre corazón.…”.
Hoy en día, éxito comercial de la bachata y el apego de su público apuntan hacia un nuevo capítulo en la historia musical dominicana. Usher y Romeo —una dupla potente que junta al rey del R&B y a un ex integrante de la súper banda neoyorkina Aventura— cantan bachata en inglés y español, mientras su sencillo, Promise, llega a la cima de los éxitos latinos. Lejos de ser música de burdel y zafios, el género ha sido aceptado entre las nuevas generaciones de migrantes y parte del mainstream.
Para muchos en la diáspora dominicana, la bachata todavía cuenta historias de vidas muy cercanas a las suyas. Las horas largas trabajando en una cocina, estibando en las bodegas, paleando nieve o corriendo un negocio lejos de su terruño se asemejan a los pesares de una relación tormentosa o que ya llegó a su fin. Cualquier oportunidad para desconectarse del ritmo de las ciudades duras y enchufarse con su pareja en un meneo intenso y amenizado por un ritmo de Quisqueya es bienvenida.
En la fiesta de Luis Miguel del Amargue, la trascendencia temática y geográfica de la bachata era evidente. Los banilejos botaban el golpe de una dura semana de trabajo en Nueva Inglaterra mientras el intérprete los complacía con canciones que casi todos entonamos juntos: “De rodillas te pido”, “Se acabó lo bonito” “Abrázame amor” y “Teléfono ocupado”, entre varias otras. La pista de baile se llenó con parejas que parecían haber nacido para mantenerse en ritmo con sus pies y caderas. La sincronía entre cuerpos carnosos y los sonidos, la entrega al sentimiento de cada canción y las gotas de sudor que cargaban aromas de colonia y distintos tonos de maquillaje, mostraban el poder de la música y la gracia del vocalista. Con sus skinny jeans más o menos bien puestos, su recorte estilo mohawk y acompañado por más de diez músicos que lograron llenar una gran logia masónica de Roxbury, el azuano nos recordó que el amargue es un tema universal.
El autor es estudiante doctoral de planificación y desarrollo en MIT. Actualmente está completando un proyecto de investigación sobre migración transnacional y desarrollo en las comunidades dominicanas de Baní, Boston y Nueva York.