Mará, ¿In Memoriam?
¿Qué arco iris es este negro arco iris
que se alza?
–Elegía quechua anónima por la muerte de Atahualpa
Escribo esta nota aún desde la incredulidad. ¿Y cómo ceder al duelo cuando la noticia de su muerte parece más bien una broma pesada y siniestra, un chiste de mal gusto, una burla al amor y a la amistad, una mueca envidiosa, vulgar, grotesca contra la belleza y el pensamiento? ¿Qué arco iris es este negro arco iris que se alza? ¿Qué es este oscurecimiento súbito de la vida, este aguacero abandonado alevosamente en su resaca por el color y la luz? Lo que desconcierta es el desfase entre la duda mental y la intensidad de la punzada acá en el cuerpo. ¿Cómo es posible dolerse ante aquello cuya facticidad la razón sigue poniendo en duda, ante lo que resulta impensable por su llegada inesperada, intrusa y a destiempo? ¿Qué es aquello vaporoso que el sentimiento se apresta a bordear insensatamente cuando el pensamiento, más prudente o temeroso, tal vez intuyendo la magnitud de lo sucedido, se obstina en irle a la saga? ¿O será esa lentitud, esa demora del entendimiento, la que posibilite el dolerse de esto tan inimaginable sin llegar al más peligroso de los desgarramientos? Es desde esta suspensión, desde este vaivén entre la idea que frena y la sensación que se abisma, que miro a mi Mará allá en París y escucho lo que de ella ahora me han contando.
La miro allí y se me aparece no tanto en el drama de una pasión europea (que también era) sino en el de una vocación intelectual y crítica para la que Francia, con no pocas razones, devino emblema y significante. Mirándola allí también se me aparece una historia antigua con múltiples hilos y disímiles trayectorias que terminaron encallándonos en el mismo puerto, aquél al que se llega conociendo que en él no hay descanso alguno; que el lugar del arribo es siempre la promesa de una salida, y que de saberlo depende el lograr resguardarlo como espacio abierto para el pensamiento y para la vida.
Nos conocimos hacia finales de la década del setenta, en el momento más implacable y criminal del Romerato: en la estela brutal de Cerro Maravilla y del que tal vez sea el asesinato político más cobarde en la historia de nuestro país—cuando el Estado, con todo el monopolio de la violencia, vino a darle muerte con una aplanadora a una mujer pobre y negra que vivía con su familia en una casucha de madera levantada sobre un solar baldío en el pueblo de Loíza Aldea. La mujer se llamaba Adolfina Villanueva. La cobardía violenta se había enquistado espectacularmente y sin pudor como el lenguaje de la res publica. Era la antesala a la huelga universitaria del 1981 y de los eventos que en 1982 vinieron a darle al traste al comunitarismo utópico de Villa Sin Miedo.
No recuerdo nuestro primer encuentro (era como si siempre hubiéramos estado allí) pero sí nuestro primer escenario: la oficinita del Consejo de Estudiantes de Humanidades en el primer piso de Luis Palés Matos (¿existirá hoy?). Se trataba del centro de operaciones de todas/os las/os que querían estar, ser y hacer. Ahí se sostenían los debates sobre la Poética de Aristóteles, la pintura de El Bosco y su impronta medieval, el teatro de Artaud y la francofonía caribeña, los nuevos relatos de Ana Lydia Vega y Carmen Lugo Filippi, sobre la vieja condición colonial y los descarados desmanes del PNP no tan ajenos a los de los populares; de allí salieron talleres de cuento y poesía, recitales y música, colaboraciones con el teatro de títeres de Tere Marichal en un momento álgido de la lucha en contra de la ocupación militar de Vieques (“Queques sí, Marina no”—rezaba la consigna de la genial obrita de Tere, hecha con retazos y voluntad). De ahí también salieron las fiestas de marquesina (“Catarsis 1980”) junto a una de las estructuras base del Comité contra el Alza Uniforme en las Matrículas y el grupo que desde Humanidades ayudó a timonear los esfuerzos de la Huelga del 1981. Fue dentro de todo esto—con todo esto— que Mara comenzó sus estudios del mundo francohablante.
Se dio la huelga del 1981, que estuvo lejos de ser sólo un asunto de marchar algunas horas al día. Era también participar en grupos de estudio (discusiones, por ejemplo, sobre el movimiento en pro de la reforma universitaria de Córdoba de 1918), hacer pintadas y pancartas, asistir diariamente a reuniones nocturnas que comenzaban a las seis o siete de la noche y que tras horas de debates acalorados terminaban a la una de la mañana, para a esa hora salir a imprimir los boletines que darían las directrices de las tareas a realizar al día siguiente, con sus justificaciones, y llegar al campus a las seis de la mañana para implementarlas. No, no era sólo marchar, aunque de marchar también se tratara. En ello estuvimos del 21 de septiembre del 1981 hasta febrero del 1982. Mara vivía en Bayamón y no tenía carro. Me pregunto si la guagua #45 (que iba de la UPR al centro de este pueblo) tendrá hoy mejor horario del que tenía en aquellos tiempos de esperas infinitas y de temores de que si perdías la última del día no podrías llegar a la casa esa noche. No sé cómo lo hacía Mara pero lo hacía. Era de las primeras en llegar al campus y de las últimas en irse. Allí ya estaba el compromiso con la vida que le duró hasta antes de ayer. Es poco sabido, pero la defensa de sus compañeros/as estudiantes fue una prioridad suya ante los constantes abusos policíacos. Era de las primeras en hacer de su cuerpo un muro de contención. Lo hizo con celo y prudencia, y sin afán de protagonismos—la mirada fiera, inolvidable, y atenuada siempre, aún en la rabia, por la delicadeza del alma, ¿de dónde tanta fuerza suave?
Terminó la huelga, dejando tras de sí múltiples legados, y nos dispersamos por diferentes caminos. El de ella fue París. No la volví a ver hasta muchos años después, luego de su regreso a Puerto Rico, y fue como si el tiempo no hubiera pasado. Teníamos mucha vida juntas. Nos encontramos casualmente en el vestíbulo de un hotel en una conferencia del MLA. Su madre acababa de morir de cáncer y de lo que se trataba en aquel momento era de reordenar la vida, de rehacer la apuesta por la existencia. Ya nunca más nos volvimos a perder de vista. Lo que prosiguió a ese encuentro fue, para nosotras, la reconstrucción de una amistad interrumpida y, para el país, la aparición paulatina de una de nuestras intelectuales de mayor vitalidad, valentía y promesa.
Había vuelto de Francia con un nuevo archivo literario y con un rico arsenal teórico tras años de trabajar con el grupo de investigaciones feministas de Helène Cixous; con una comprensión más refinada de las relaciones entre lenguaje, género y poder y con un horizonte de expectativas intelectuales diverso y deseante. Con esas herramientas se dio obstinadamente a colaborar en la forja de una esfera de debates intelectuales y culturales más heterogénea—ello en un país que en todas sus dimensiones resiente y teme la cacofonía que inevitablemente se genera con la disonancia democrática. Con Mará cobraron nuevos impulsos (en no pocas ocasiones fervorosos) las lecturas de ciertas corrientes del posestructuralismo francés: Derrida, Kofman, obviamente Cixous.
Desde allí escribió crítica y ficción, habló de la literatura, de la política y del arte, con un querer decir distinto al de otros. Poco a poco fue abandonando el espacio del decir privado y académico para intervenir enérgicamente en una esfera pública que sólo se podía hacer tal a través del acto performativo. Ella lo sabía: que no hay un antes para esa esfera, que ésta sólo se constituye por el decir atrevido y riesgoso de los que intervienen en ella y que mediante esa intervención la producen e instauran. Después de casi una década de renuncias y renuencias, creía que el intelectual tenía que restituirse un lugar en lo público en cuanto sujeto hablante; que era un antídoto necesario contra la idiotez y la vulgaridad generalizadas en el mercantilizado discurso público puertorriqueño que tanto margen deja para la deferencia lumpen pero tan poco para la diferencia del pensamiento. Recuerdo cómo en uno de los últimos conflictos universitarios, Mará me decía “Agnes, lo importante es que la gente está escribiendo. Están escribiendo”. La palabra era el lugar de la esperanza.
Muchas veces diferimos, pero ella se convirtió en una voz inteligente y vigorosa ante la cual probar y medir la valía de los argumentos. Savater lo ha dicho insuperablemente respecto a aquellos con quienes disentimos ya en ocasiones o de toda vez: “son los puntos de referencia de nuestra cordura […] vivimos en la democracia acompañados y hasta humanizados por la presencia forzosa de lo que más nos contraría”. Mi vida se ha empobrecido abismalmente con esta pérdida de la que aún no doy crédito—amiga, colega, compañera de generación, guardiana de una memoria compartida. Sé, con pesar, que con ella el empobrecimiento de nuestra triste ínsula barataria, ya de suyo empobrecida, es indudablemente todavía mayor. Vamos ahora con una carencia más, inmensa, de la promesa. Y no puedo dejar de sentir que esta ausencia nos obliga.
Yo Nezahualcóyotl lo pregunto: ¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra? No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí. Aunque sea de jade se quiebra, aunque sea de oro se rompe, aunque sea plumaje de quetzal se desgarra. No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí. [Nezahualcóyotl, “Yo lo pregunto”]