Maripily y yo
Para Mayra, Mari, Mariyo, Nancy, Dani, Nacho, Israel, Noel, Rafah y Ricardo, esta conversación extendida…Svenerà quest’empia voglia l’ardir mio, la mia costanza, perderà la rimembranza che vergogna e orror mi fa.
– Lorenzo da Ponte, Così fan tutte
Subo por la Calle San Francisco siguiendo el cortejo fúnebre de Lolita Lebrón. Tengo el corazón apretado pero no es por su muerte, mucho menos por su vida. Lolita Lebrón –nombre al pensamiento grato– es la mujer puertorriqueña más importante del siglo veinte. De sus muchos y considerables logros, uno en particular merece especial alabanza: el día primero de marzo de 1954, junto a tres compañeros, Irving Flores, Rafael Cancel Miranda, Andrés Figueroa Cordero –nombres al pensamiento gratos– tiroteó el Congreso de los Estados Unidos de América, el mismo congreso que, nueve años antes, avaló un acto de terrorismo en el que liquidaron en un instante a más de doscientos mil seres humanos con dos bombas atómicas.
Tirotear el Congreso. Pero, ¿quién más ha osado hacer eso? Proclamémoslo a voz en cuello: únicamente los puertorriqueños. La vida de Lolita Lebrón me es motivo de celebración y no es por su partida que, subiendo por la Calle San Francisco, se me aprieta el corazón, sino porque, y odio a muerte admitirlo, en este cortejo fúnebre somos pocos. Hoy, día en que el país debería estar paralizado, en que millones de puertorriqueños deberían producir la crisis de tránsito más terrible en toda la historia de San Juan, se me aprieta el corazón porque en la Calle San Francisco no estamos todos los que deberíamos estar.
Eso no es lo único, ni es lo peor. Lo peor, lo imperdonable, lo asqueante, lo que retuerce las fibras íntimas de mi existencia, es que en las portadas de los periódicos y en los programas de radio y televisión se ignora este funeral y solamente se discute un asunto: Maripily se divorcia de Alomar. Lolita Lebrón, nuestra heroína absoluta, queda indignamente desplazada de la atención colectiva por esta cosa llamada Maripily.
La nomino “esta cosa” porque cuando digo “Maripily” no estoy hablando de un ser humano sino de un producto, una marca, mercancía en fin. No conozco nada de ese ser humano nacido como María del Pilar Rivera. Repito aquellos versos de Ernesto Cardenal, “una empleadita de tienda/ que como toda empleadita de tienda soñó con ser estrella de cine” (Oración por Marilyn Monroe) e intuyo que esa podría ser la historia de María del Pilar Rivera. No obstante, como el resto de mis conciudadanos, lo único que conozco es la “mercancía”, el “producto”, Maripily.
No deja de sorprenderme la atención que le dan los medios a esta banalidad. La estupidez de Maripily es la orden del día y los meses y los años. Los más insulsos detalles de sus noviazgos, maternidad, negocios, atiborran la prensa. Ni sus historias más escabrosas –el novio que se suicidó tras una conversación telefónica con ella– impiden que siga vendiéndose sonriente en los medios.
Una entrevista reciente –y esta entrevista tiene material para mil ensayos críticos– le da coherencia a toda esta necedad. Maripily, acompañada de una foto en la que se le marca fuertemente el pubis, declara:
Ya yo estoy acostumbrada a hablar de mi totín como yo le digo a eso. Lamentablemente eso es algo que yo llevo ahí y tiene la forma que tiene…pues por eso mi papá cuando yo era chiquita no me dejaba usar bikini o me ponía bikinis con falditas porque se me marcaba mucho. De nacimiento es así, eso no es cuento y eso no es nada. Yo soy feliz así y lo único que me tienen que retocar en las fotos es eso ahí porque es muy grande….El Molusco [locutor radial] iba a decir las mismas expresiones que diría cualquier hombre, porque él es hombre, y los hombres sienten y padecen. Es como cuando ven una foto así en Playboy, qué van a decir ‘wao que clase de cho…’ Ya yo estoy acostumbrada hablar de mi vagina, cho… o tot… A mí no me está malo porque él dijo la verdad, qué clase de tot… Pues y está ahí puesta y se la goza el que se case conmigo. [El Vocero, 21 dic 2011]
Leo esta declaración y pienso en las mujeres con quienes me crié, mi madre, mis abuelas y mis tías, que jamás, pero que jamás, se hubieran expresado de esa manera, por lo menos no en público. Mujeres de campo, mujeres de clase trabajadora, mujeres de modesta escolaridad, esas mujeres férreas con las cuales me crié en los años cincuenta y que conformaron mi primer imaginario de “La Mujer”, eran pulcras de palabra y de gesto y tenían como altos valores el pudor y la intimidad, eran mujeres que entendían el decoro y la modestia como virtudes imprescindibles, sin ñoñerías ni mojiganguerías. Medio siglo después de terminada mi privilegiada niñez leo estas palabras de Maripily, que provocan el epíteto de “mujerzuela” de parte de un amigo sevillano, y pienso que de alguna manera esas indeseables palabras de Maripily resumen la triste historia de nuestra segunda mitad del siglo veinte, el soez desenlace de nuestro colonial camino hacia la modernidad: la patria como mujerzuela.
Ignoro cuán fuerte es decirle “mujerzuela” a una mujer en Sevilla, pero en Puerto Rico el epíteto es impensable; ni a Maripily se le llamaría así, por un asunto de compasión, cortesía, humanidad. Al mismo tiempo, el epíteto me parece ser justo, muy exacto, y me debato entre si Maripily es la pobre “empleadita de tienda [que] soñó con ser estrella de cine” o simplemente una infame “maldición”, como me la señala una amiga sanjuanera. Las deleznables fotos navideñas que se toma junto a su padre y a su hijo son francamente indecentes, y me pregunto qué puede haber en esa cabeza que no le permite posar para una foto familiar, ni siquiera con su nene, sin emplear el vocabulario pornográfico: pierna levantada sobre el grupo familiar para mostrar el muslo desnudo, senos derramándose por la cabeza de su hijo, manos de padre agarrando las caderas de su hija, carne en prostíbulo. Asco.
Esa exhibición del pubis lycrado de Maripily me disgusta por ser producto de la censura, de la negación de toda capacidad para el erotismo. La lycra ajustada sirve para disfrazar el despliegue de pornografía en un medio masivo de comunicación. Nos obliga a concebir lo erótico como lo hacía aquel personaje de Buñuel en El fantasma de la libertad que sólo podía acceder al erotismo en presencia de la represión: los curas. El vocabulario pornográfico de Maripily es convencional, pubis totalmente afeitado (aquí disfrazado/censurado tras la lycra azul) en primer plano, el mismo que Shakira utilizó en su vídeo de la loba, animal-hembra enjaulada a causa de su incontrolable estado de celo, su sexualidad reprimida y degradada a la de animal salvaje, su esencia biológica necesitada del control patriarcal.
La reciente insistencia en “pulir” los pubis femeninos, tal como lo demuestran Maripily, Shakira y compañía, por un lado, y la industria de la pornografía, por el otro, anula uno de los encantos del cuerpo femenino, la inagotable variedad del vello púbico, en textura, color, conformación. Esta individualización queda estandarizada, depilada para un mejor consumo masivo. Me es significativa la reacción de mis estudiantes a una obra de Hannah Wilke, una foto en la que la artista aparece desnuda, arrinconada en el piso con sus piernas bien abiertas, rodeada de objetos varios, entre ellos, armas de fuego. La foto lleva un texto: “What does this represent? What do you represent?”. Mis estudiantes varones no pudieron bregar con esa obra: el pubis de Wilke no estaba afeitado, por lo cual tenían dificultad en observar la imagen. Me pregunto si el erotismo hoy está ya tan mercantilizado que no podemos concebirlo sin la estandarizada escenografía, música, aromas, iluminación, vestuario, utilería, cámaras, afeites, porque ahora resulta que para hacer el amor hay que comprar y consumir, el acto erótico validado únicamente por la transacción comercial, la mercancía.
A Maripily se le adjudica una falta de inteligencia que ella, inteligentemente, explota como parte necesaria de su negocio. De que no es tonta no hay duda, y una declaración en particular me lo confirma:
El que me conoce sabe que soy una mujer muy saludable y que me cuido como nadie, por eso me preocupo de los que están al lado mío. Me pasó con mi hijo cuando regresó a vivir conmigo. Llegó gordo con una pipa llena de celulitis y lo puse a hacer ejercicios de inmediato, a hacer deportes conmigo y a comer comida de la casa no de fast foods. [El Vocero, 16 dic 2011]
Con agudeza asesina, aquí Maripily echa mano del viejo e infalible truco —titubeo si añado “femenino”— de acusar sin señalar, pues lo que en realidad ella quiere que sepamos es que el padre de su hijo, irresponsable e ignorante como todo padre, no lo alimentó, pero ella sí, porque como toda mujer, es una excelente madre. Atenta a superar el daño que le ha causado el señalamiento de la prensa de su abandono a su hijo durante meses, lastimada por las sospechas de que su estilo de vida produce maltrato a su hijo, Maripily desvía la atención a sus acciones disfrazando su cobarde ataque al padre de su hijo con una declaración de guerra a la celulitis (¿precoz?) de su niño. El padre, único miembro de su círculo que al parecer le ofrece alguna estabilidad familiar a su hijo, queda en entredicho, por constituir la contradicción amenazante al inmoral espectáculo maripilesco de “La Buena Madre”. Bajunamente, Maripily no saca al perro pero muestra la cadenita.
Simone de Beauvoir describió esta situación con gran exactitud: “la mujer ‘se revuelca en la inmanencia’, tiene el espíritu de la contradicción, es prudente y mezquina, carece del sentido de la verdad y de la exactitud, no tiene moral, es bajamente utilitaria, embustera, comedianta, interesada” (El segundo sexo, vol. 2, cap. 6). Beauvoir aclara que lo anterior es producto de una situación de desventaja, no de las hormonas o el cerebro femenino. O para decirlo de otro modo, que no hay razones para mantener ese estado de cosas pues no es ni biológico ni natural, tampoco una fatalidad, sino un reto.
Subiendo por la Calle San Francisco, me vuelve el recuerdo de la primera vez que vi a Lolita Lebrón. Fue en un noticiero fílmico que reseñaba el ataque al Congreso y el arresto de los cuatro puertorriqueños. La intensidad de las caras de mis compatriotas es indescriptiblemente conmovedora. Llevo siempre conmigo ese momento epifánico en que Lebrón, impecablemente ataviada con un vestido diseñado y cosido por ella para la ocasión, justo antes de declarar que no se arrepiente de luchar por la libertad de su pueblo, se toma unos segundos para arreglarse una de sus pantallas. Con ese gesto Lolita Lebrón me regaló mi segundo imaginario de “La Mujer”: La Mujer es una persona que tirotea el congreso de la nación más poderosa del mundo y después, como si tal cosa, se arregla las pantallas.
Ante esto, ¿cómo tener algún respeto por Maripily cuando mi imaginario de entrada la excluye por ser ella la negación de todo lo que entiendo por “Mujer”? No obstante, me niego a unirme al coro de los que la desprecian. Pienso que toda esa fiesta de burlas que Maripily genera sólo admite una explicación: el autodesprecio. Maripily es la intolerable encarnación de todas nuestras miserias, inferioridades, carencias. Nuestro reconocimiento de que ella nunca será más que un chiste de pésimo gusto es también nuestra certeza de que nos hemos derrotado nosotros mismos, de que nunca pasaremos a ser más de lo poco que hemos decidido ser, este “intento de vida” en que los puertorriqueños decidimos existir. Mofarse de Maripily nos protege del duro reconocimiento de que Maripily somos todos, despreciarla nos protege de tener que reconocer que hemos trabajado nuestra propia y obscena incapacidad.
Ante esa tan infeliz foto de Maripily, deseo que los puertorriqueños recordemos a verdaderas mujeres como Lolita Lebrón, que nunca tuvo que mostrar sus genitales para existir, que demostró que una empleadita de tienda puede aspirar a ser algo mucho más inmenso que una mísera estrella de cine, que dio cátedra de que es posible desafiar el poder aún con las pantallas en su sitio, que nos enseñó que unidos podemos trabajar por una vida en dignidad…ah, pero última hora, Maripily tiene Bentley nuevo…