Marx, su aniversario 200
No desmerece el aniversario del nacimiento de Karl Marx admitir que el gran pensador es, sobre todo, símbolo del comienzo de una búsqueda larga y accidentada. Su imagen de patriarca con barba y melena satisface un deseo de rebelión todavía contenido dentro de clases medias ilustradas. Quizá por eso The New York Times celebra el cumpleaños y asegura, simpáticamente, que Marx tenía razón.
Pues hoy, diferente a otras épocas, este icono dice poco —si lo vieran— a grandes masas populares ya satisfechas con otros símbolos y mitos. Y en realidad, ¿por qué habría de ser importante?
Parte de su importancia emana de la dignidad que se atribuye a la ciencia moderna, por explicar por qué ocurren las cosas y su demostración de teorías en la mente pública. Confirmado entre las clases educadas, un conocimiento se convierte en referencia moral que progresivamente abarca capas sociales más amplias.
Sin embargo, aunque contribuciones medulares de Marx resultan intelectualmente irrefutables, se evita su difusión. El sistema político trata de mantener la población incontaminada de comunismo. Incluso ha reducido en espacios universitarios la influencia «marxista», ahora descartada como inútil y como un impulso de la adolescencia.
Pero persiste la tensión entre la conciencia moral y la normalidad. Integramos a la vida cotidiana la obscena deuda de individuos y países, la crisis de vivienda, el crash en el mercado financiero y la ampliación brutal de la desigualdad social, mientras el capital rige con su cara fresca e indiferente.
Es muy difícil negar los argumentos de Marx de que el excedente que hace crecer el capital proviene del trabajo asalariado, y de que también en sistemas anteriores, durante miles de años, la extracción de excedente aumentó gracias al desarrollo de los métodos de producción y la opresión de los trabajadores (hasta que las crisis se hicieron insuperables).
El capital (primer tomo, 1867) analiza el proceso continuo y progresivo en que el valor que produce la fuerza de trabajo se multiplica y transforma en más valor —gracias al rol que cumple el dinero—, formando un poder sobre la sociedad que expande sin cesar una civilización global y moldea los países, sometiendo la vida personal y colectiva a crisis e inseguridad perpetuas.
La explicación matemática ofrece rigor demostrativo, credibilidad y prestigio científico a la investigación de Marx. A la vez, la abstracción intelectual se confirma en la vida práctica. Vivimos sumergidos en una sociedad de mercancías que hace intercambiables por dinero bienes, servicios, cosas y relaciones, y en que el poder y el capital tienden a concentrarse en pocas manos.
Las clases trabajadoras han sabido hace siglos que son explotadas por las clases dominantes y por sus patronos particulares, y que la realidad que experimentan, donde ellos son pobres y los otros ricos, es una relación de poder que refuerzan el gobierno y otras instituciones. Pero la confirmación científica tiene implicaciones potentes.
Marx analiza cómo y por qué en el régimen moderno el valor asume formas diversas y se multiplica el plusvalor —que se apropian grupos ricos que su vez luchan entre sí—, y además estudia formas anteriores de explotación del trabajo humano. La comprensión científica de la relación entre la modernidad capitalista y la historia previa disipa los cuentos de hadas sobre el destino humano que se enseñan tradicionalmente, y activa el resorte de la rebelión.
Condensados el presente y el pasado, la tensión social mantiene viva la propuesta comunista. Habiendo aparecido las clases sociales —y las jerarquías y represiones que emanan de aquí— por causas históricas en circunstancias dadas, podrían dejar de existir si se crea una cultura nueva. La antropología viene expandiendo investigaciones sobre sociedades en que no hubo clases ni estado, de cazadores-recolectores y formas comunitarias de agricultura.
Pero una sociedad sin clases futura se fundaría en el gran desarrollo tecnológico que el capitalismo ha iniciado. La ciencia aplicada, la maquinaria y la cooperación entre la gente y entre naciones —en vez de la competencia y la guerra— podrían multiplicar la riqueza de manera que todos pudieran participar en ella, y posibilitar que se trabajara menos.
Marx entonces sería importante por su contribución a las ciencias sociales, un campo en que también destaca Friedrich Engels, si bien la intensidad investigativa y originalidad conceptual del primero resultan excepcionalmente impresionantes. Pero si la grandeza de Marx reside en su aporte a las ciencias sociales —donde destaca entre los pensadores más decisivos, también en metodología—, entonces su obra se limita a la academia (que es parte del estado). Es más o menos lo que ha ocurrido.
La cuestión de por qué Marx resulta políticamente importante se aparece, pues, como la cuestión. La clase trabajadora —propone— debe conquistar y transformar el estado moderno y la nación, entre otras cosas para poder planificar la economía. De poco le valdrá limitarse a luchas locales y económicas en el estado existente.
Una lucha internacional de las fuerzas intelectuales y técnicas del trabajo, centrada en los países de mayor productividad —Europa occidental, Estados Unidos— haría posible que la humanidad sea dueña de sus grandes capacidades, que ya no serían estropeadas ni reprimidas por intereses mezquinos ni por esa institución violenta que es el estado.
Sin embargo el capitalismo ha florecido a través del planeta, sobre todo después de la descolonización que empezó en la segunda mitad del siglo XX, y los mayores desafíos en su contra están en Asia, África y América Latina.
Más todavía, el estado y la lucha entre estados opacan el ideal de «revolución». El estado y el mercado son cada vez más los objetos de estudio y acción política. Como se vio especialmente a partir de la Unión Soviética, la administración del estado y la economía son herramientas para el desarrollo y para buscar la mayor independencia nacional posible respecto a un omnipresente sistema global y crediticio.
La vida práctico-concreta y civil confirma el «materialismo histórico», pero de forma distinta a la preminencia que Marx y Engels asignaban a lo «económico». La construcción nacional, las culturas populares y los placeres de la vida simbólica pueden hacerse plataformas anticapitalistas. La lucha proletaria se ajusta a sus condiciones de posibilidad, marcadas en el siglo XXI por un duro régimen mundial que amenaza y vigila a todos.
Quienes han sometido la teoría a las inclemencias de la política han sido acusados ocasionalmente de simplificar la rica complejidad del pensamiento de Marx. Sin embargo construyeron las imágenes esperanzadoras del gran pensador que han circulado en el mundo, limitadas por ser míticas pero necesarias para que «Marx» y «el marxismo» se hicieran reales.
Preocupado por lo difícil que resultaría a la generalidad de la gente leer El capital y las dificultades que ello impondría al movimiento, Engels editó a Marx y promovió un cuerpo de ideas que sería coherente, unificado y comprensible para las masas.
El problema no era meramente, sin embargo, cómo alfabetizar masas sociales en relación a un nuevo lenguaje, sino también si la obra de Marx tiene la unidad, cohesión y redondez que se le atribuye.
Desnudo de la protección que le proveía antes la masividad del movimiento socialista, Marx viene siendo objeto de estudios que buscan «des-construirlo». Se ha insinuado que predisposiciones personales de Marx, por ejemplo impulsivas y eurocéntricas, causarían rasgos de la política comunista mucho después. Quizá estas sospechas incluyan algún sensacionalismo de mercado y sutil anticomunismo, pero tienen el beneficio de recordar que Marx, como cualquier otra persona, era un ser histórico y psicológico, y el movimiento ha tendido a endiosarlo.
Stedman Jones (Karl Marx: Greatness and Illusion, 2016) sugiere que Engels y la Segunda Internacional iniciaron una tradición de disimular y ocultar debilidades e inconsecuencias en los escritos de Marx, quien en realidad no produjo un cuerpo teóricamente coherente, en términos científicos y filosóficos, ni fue efectivamente un dirigente político.
La Segunda Internacional (1889-1915), que socialistas mayormente europeos fundaron en el centenario de la Revolución Francesa, cumplió un rol clave en la difusión. Incluyó partidos y sindicatos y contribuyó a traducir textos marxistas y circularlos en partidos, publicaciones e investigaciones sociales.
Se popularizó el Manifiesto comunista, con sus ideas revolucionarias sobre historia, sociedad moderna y política. A veces se le ha invocado como un catecismo, o como si sus simpatizantes dijeran con orgullo: en mi bando hay quien explica sólidamente lo que yo no puedo explicar, y se lo echo a cualquiera del bando contrario. Son manifestaciones primarias de educación política que ilustran el reto de formar intelectuales entre las clases populares. Es antiguo y grande el abismo entre las masas inclinadas al mito y la religión, y los pequeños grupos cultivados en ciencia y filosofía.
Si «el marxismo» es real y cierto sólo si se hace espacio social orgánico y tendencia política, entonces el movimiento político deberá construir su coherencia y unidad teórica, si bien con corrientes y escritores de muchos países diferentes.
Fue sobre todo Lenin quien construyó el marxismo. Su momento reviste gran fuerza, aunque inaugura el fin de Marx, y del mismo Lenin, como mito profético y anuncio de revolución.
Las condiciones que habían favorecido la organización socialista en Europa incluían la acumulación privilegiada de riqueza gracias al colonialismo en otras partes del mundo. Así, partidos prominentes de la Segunda Internacional produjeron socialistas defensores del imperialismo, la guerra y un occidentalismo paternalista respecto a los pueblos coloniales y no occidentales.
Lenin rechaza toda reverencia a la normalidad burguesa y colonialista. Advierte que la realidad es relativa a una voluntad colectiva que forme otra realidad. Persigue una ciencia de la revolución, del partido, la política, el estado, la democracia, la dictadura, el desarrollo económico, la educación. Aborda grandes temas pendientes: cuestiones agraria, colonial y nacional, monopolios, imperialismo.
La Revolución Rusa de octubre de 1917 sin embargo enfrentó el colosal problema de cómo organizar un estado nuevo. Descubrió que el «socialismo» debe hacer concesiones nada pequeñas al capitalismo. En 1919 lanzó la Tercera Internacional. El optimismo en que ésta se organizó subestimaba la consolidación de la cultura capitalista, tanto en países dominantes como «atrasados».
Pero la Internacional regó por el planeta la imagen de Marx y la idea de un marxismo revolucionario y teóricamente cohesivo, que se traduciría en decenas de partidos comunistas a través de todos los continentes.
Asustada, la clase capitalista mundial respondió con el fascismo, reformas sociales y nuevos modos de colonialismo. El hiper-militarizado imperialismo norteamericano incorporó legados fascistas. Eventualmente la enorme productividad capitalista produjo una sociedad de abundancia, aunque esté en crisis.
La Unión Soviética y la difusión de textos alentaron nuevos movimientos. Después de la guerra de 1939-1945, junto al surgimiento de decenas de nuevas naciones, partidos comunistas avanzaron en distintas regiones. Tomaron el poder en China, Vietnam del Norte y Corea del Norte, mientras en Europa oriental la Unión Soviética instalaba regímenes afines. La literatura se difundió más.
Posteriormente las diferentes vertientes del «marxismo» han sufrido reveses severos. Pero éste sigue en la lucha, en parte por los logros comunistas en diferentes continentes, y en parte por la fertilidad de la teoría que inauguró Marx.
La obra de Marx además sentó la base para los estudios de una financialización de la economía que viene desde fines del siglo XX. La financialización destruye parcialmente el aspecto productivo del capital, que estimulaba las energías del trabajo y la educación y vinculaba la clase dominante a la reproducción social. Se relaciona con la neutralización política y empobrecimiento cultural e intelectual de la clase obrera.
El capital ahora mata la sociedad con el dinero. Cancela logros sociales y laborales, identifica el estado con irresponsabilidad, y exacerba la guerra y el desorden. Reproduce —como advirtió Marx— el desequilibrio, el caos, la alienación. Mientras el trabajo asalariado predomina en la sociedad, muchos trabajadores están desorganizados y vulnerables.
La «globalización» debilita y coarta los estados-naciones, a la vez que obliga a todos a hablar el lenguaje del estado, e incluso a ver el cambio social a partir del estado, institución que el comunismo busca extinguir. Quedan atrás la visión romántica y las expectativas imaginadas en la estructura nostálgica de la novela moderna, con una conclusión preferiblemente feliz, y aparece una perspectiva más larga y complicada.