Memoria de las simples cosas
A mis abuelos y padres, hermanes,
primes y el corillo de la calle de mi niñez.
A mi hijo.
A los PARES
A las más de tres mil almas que nos acosan.
En la urbanización recién inaugurada de Caguas en la que me crié, con mi familia inmediata pasamos por momentos de escasez económica y el patriarcado rural subsistía y buscaba los modos de traducirse a esa precaria modernidad de casa nueva de urbanización nueva, con escuela nueva y parque nuevo en la esquina, carro nuevo con ventanas de manigueta y sin aire acondicionado y familia extendida que no podía imaginar otro modo de organizar la vida que no fuera todos juntos y revueltos. A mí esa casa que hoy no veo tan grande a pesar de las renovaciones, aquel carro sin lujos que solo subsiste en mi memoria (Nova, blanco, dos puertas) esa urbanización de casas todas iguales, me parecían los mejores del mundo. A pesar de las dos manchas del patriarcado y la escasez, la vida era un perenne descubrimiento: en la escuela y la televisión de solo tres canales aprendía discursos que me alejaban de la posición sumisa y doméstica que me habría tocado por herencia. A pesar de Manuel y Rosa, Chiqui y Pepín de los libros escolares de esa época que estaban muy conscientes del reciente pasado rural que había que traducir en cemento, en los currículos estaban Luisa Capetillo, Lola Rodríguez de Tió y Julia de Burgos, y maestres rebeldes nos enseñaban a cantar “Verde luz” a pesar de que algunos padres y madres se molestaran en las graduaciones con la canción de la clase.
Viendo a Batman me gustaban los hippies que los héroes trataban de combatir; esas chicas de pelo largo y faldas cortas. Batichica y Gatúbela repartían golpes pum, pam, bang, igual que la pareja de justicieros que mis hermanos decían que eran patos, aquella a escondidas de su padre que era comisionado de la policía y yo me peleaba con mi hermano cuando me decía que Batichica era una porquería. En la calle, jugando al esconder, al tocao, a la guillotina, a chico eñangotao, a gallitos, coleccionando cartas de peloteros famosos y álbumes de estampitas, la bicicleta que aprendí a correr sin manos y las carreras de pista y campo, aprendía que hay que insistir para encontrar y superar los límites propios, que hay que ser listo, puesto que hay algo de azar en la vida —si te toca la carta de Roberto Clemente— que se debe dominar con la maña —si no te toca, pero se la cambias a otro a quien le salieron dos por otra de Babe Ruth aunque esté un poco magullá—. Aprendí que el cansancio físico no es un límite real y que mi mente y mi cuerpo podían hacer hazañas que jamás me hubiera imaginado capaz de hacer, como resistir un salto desde el techo hasta el patio sin romperme nada, trepar hasta lo alto del poste de luz del parque de pelota en la esquina, como hacen los monos en las películas de Tarzán, para recuperar una gorra que uno de mis hermanos había tirado y enganchado y que todos miraban dándola por perdida sin saber qué hacer. Me encantaba correr, correr y correr sin parar por horas por encima de la falta de aire y el sudor —¡tocao! ¡libre!— con todos los instintos alertas.
Cada vez que me daban el fuerte bolazo de la guillotina o me tocaban y me tenía que quedar congelada hasta que viniera otro a liberarme, pensaba que estaba jugando a la vida; que los juegos eran un adiestramiento y que no podía ser la boba a la que siempre cogen primero, a pesar de que casi siempre era así. En la escapada a la tiendita de la esquina a comprar limbers y en el juego se comienzan a entender los riesgos de la libertad —voy a la tienda sola; ¿y si alguno de esos viejos que miran con cara de sátiro se le ocurre algún día pasar de la gestualidad a la acción? La comunidad era una cámara de vigilancia: “Deje quita a la nena, viejo verde”; y se formaba una pelea mientras yo seguía caminando desentendida porque no sabía qué hacer. Ahora me tiro con la bicicleta por la cuesta del diablo pero, ¿y si por la velocidad no soy capaz de mantener la curva cerrada y viene un carro?, como le pasó en otra esquina a la vecinita más dulce y más inocente. Esos juegos eran el contexto de definirse una como persona, pues, hay que decidir si serás la tramposa que dice que la bola picó adentro cuando claramente sabes que picó afuera; si vas a cambiar un gallito bolón por otros dos sin decir que está rajao por dentro; cómo vas a reaccionar cuando el vecino haya envenenado a tu gato que acosaba a su canario. (Pena, solo me dio una inmensa pena. Nunca he sabido reaccionar a la maldad de otra manera que no sea alejándome de ella.)
Todavía no habían tumbado los árboles de las colinas en torno a la urbanización cagüeña, por lo que teníamos bosques en los que encontrar jaldas para tirarnos con las bicicletas y charcas en las que observar renacuajos por horas, hasta que decidíamos meterlos en potes y llevarlos a casa a ver si podíamos observar el momento de la metamorfosis en sapos. Todes mis abueles estaban en salud y asumían como una tarea de tiempo extra el regañar, pellizcar, cantaletear, pero también enseñar a vivir: Así es que se toca un güiro, arréglale tú el tubo ehplotao a la goma de la bicicleta. Esos colores no combinan. Ven nena, que te voy a enseñar a pegar un botón, o vente que te voy a pintar las uñas. Cuidao que esa nena te va a salir macha. Lucy, ¿por qué tu no le enseñas a esa nena a peinarse? Siempre anda por la calle con los machos. ¿Nena, por qué tú lees tanto? ¿Será pa no ayudarme a limpiar? Nunca me aburrí. Siempre encontraba qué hacer y poco a poco iba creciendo. Los padres vivían sus vidas. Ponían la comida en la mesa, ponían la conversación, vamos ahora a ver una película todos juntos (para ver Hawaii 5 0 teníamos que mirar desde el pasillo a escondidas, porque papi nos había mandado a dormir por la advertencia de que no era un programa para menores). “La pequeña casa en la pradera” era su favorita, cuya vida rural lo conmovía imaginándose campesino con su casa de madera y la escuela del pueblo como debe haber sido entre Guavate, Cayey cuando él se criaba. Los adultos no tenían la responsabilidad de ayudarnos a jugar, de entretenernos y no nos aburrimos nunca, sino que descubrimos nuestras aptitudes y gustos y exploramos los celos, la envidia, la angustia, el orgullo, la vanidad, la traición (como en las telenovelas y las películas mexicanas que veía junto a Lucy Pereda y mi madre, mientras ella planchaba y lloraba conmovida por los malos tratos de la niña en “Angelitos negros”).
Las navidades eran el mejor tiempo del año. Las parrandas eran hasta el amanecer, de 10 o 15 carros en fila a casas de gente que eran amigos de los mayores, que desconocía, pero me dejaban probar el coquito y tratar distintos instrumentos que no aprendí nunca. Y cuando nos quedábamos en casa, en la calle de noche se oían dos o tres músicas simultáneas. Siempre me daban felicidad y dormía con una sonrisa. No había año que no trajeran música a mi casa y no hay emoción que se compare al batir del corazón al sentir en la puerta el grito de “asalto” y salir corriendo a avisar a los adultos: “trajeron una parranda” e ir a la cocina a sacar el alcohol y cortar queso y salchichón en cuadritos. Me encantaba sentir la brisa que entraba por la ventana por las noches. Me concentraba en el canto del coquí para quedarme dormida. Mi mamá era la que mejor cocinaba en el barrio y los amigos de mis hermanos venían a comer a casa, donde siempre había comida para todo el que llegara. De vez en cuando hacíamos fiestas de marquesina que llamábamos disco paris si conseguíamos una bola de vidrios que diera vueltas y bailábamos disco music, pero también salsa, merengue y boleros. Muchas de las personas y los lugares que nos acompañaron en ese trayecto ya no están.
La canción de Mercedes Sosa, la de las simples cosas: “Demórate aquí, en la luz del sol, de este nuevo día / donde encontrarás con el pan al sol, la mesa tendida” lo que cuenta es el cuento del tiempo. Por eso en ella están las estaciones. Porque todo es igual, hasta que nada es igual. Pasó el tiempo. Abuelo Pepe nos contaba que había empezado a trabajar a los 16 años y que nunca llegó a crecer lo suficiente por falta de comida. Con toda la comida que hay ahora, miraba a mi hermano y decía, mira a este muchacho lo grande que está. Mi papá cuenta que llevaba los zapatos a le escuela en la mano, para que no se le enfangaran. Una vez tenemos comida y zapatos, ¿qué más hubo que comprar con 70 mil millones? Es lo que me pregunto yo. Cantalicio, mi otro abuelo, era feliz sembrando plátanos y yautías y nunca compró nada que no fuera al contado, con dinero que hizo de la finca. Rosa era feliz hirviendo yautías y haciendo pasteles de vez en cuando. Mi generación echó por tierra las simples cosas. Cambiamos por las ventanas automáticas en los carros y los aires acondicionados en los cuartos el aire libre de la calle, el roce con los otros, la mente que aprende los privilegios del tiempo lento y el ocio. Por ejemplo, la Universidad de Puerto Rico, en su Recinto de Río Piedras, que es el que conozco, puso aires acondicionados en los salones en edificios que están hechos para la ventilación cruzada. Recuerdo informes en el Senado que explicaban cómo es imposible cuadrar el presupuesto porque el 80 por ciento del mismo es nómina —desde entonces, hace como 4 años, están todas las plazas congeladas— y otra gran tajada se va en el pago de electricidad. Sin entrar en la complejidad del asunto, recuerdo que sentada en el Senado cuando escuchaba esos informes me preguntaba por qué no podemos quitar todos los aires acondicionados y volver a la ventilación cruzada. Nunca tomé un turno para verbalizarlo ante el micrófono. Le habría parecido absurda mi propuesta a los compañeros. Lo sé, porque tengo la mala costumbre de decir en voz alta las obviedades que molestan a la gente y me he impuesto observar cada idea que está por salir con un monóculo de aumento, como si fuera un diamante, como si esa voz que habla de la mesa tendida con yautías rompiera una fantasía que la comunidad no está lista para soltar. Y ese desnudamiento provoca violencia y no siempre estamos listos para enfrentar la violencia de nosotros, contra nosotros mismos, cuando todos nos pensamos buenos y cuando uno lo que quiere es mover la conversación que se niega a suceder.
Los que tienen la suerte de respirar el dulce aire de la islita tropical, tan bonita como un ángel y feliz como un cantar, entre cuyas bellas palmeras brillan los rayos del sol, viven en un lugar cuya mitología la iguala con el paraíso terrenal. Del mito se parte para construir la narrativa que sostiene a la comunidad. Como meta, el mito del paraíso antes de la serpiente no está mal. Así vieron los invasores españoles a los indios taínos. ¿Cómo encontrar el paraíso y decidir mejorarlo, lo cual implica obligarlo a dejar de ser paraíso y convertirlo en otra cosa peor? Eso hacemos todos los días con este pedazo de tierra que nos toca cuidar. Dejando de lado las peleas de Agüeybaná con los Caribes, que por ahora no viene al caso, ¿no es eso lo que estamos haciendo cuando decidimos que necesitamos lo que sea que haya comprado la deuda esa que, por otra parte, como no se ha auditado, no sabemos si lo que sucedió fue que compró la fortuna que los pocos (por minoría, porque son demasiados para que subsistamos) que especulan con dinero que equiparan con la felicidad (de ellos). ¿Y por qué ahora, según esos mismos, esa deuda la debemos pagar todos? La pregunta más importante sería: ¿Por qué compramos ese cuento?
La islita son tierras fértiles, buenos vientos, a pesar del calor, playas cristalinas hechas de horizontes y arenas tibias y ríos de agua dulce, la posibilidad de sembrar yautías y plátanos y de pescar. El único diablo al que tenemos que temer es Juracán; lo sabían los nativos. Pero no tenemos memoria. Y gran parte de la juventud se come el cuento de que la felicidad es Gucci y tener cadenones y zapatos de marca y que les toque la suerte de pegarla con la próxima canción que hable de chingaera, drogas y armas, a cuyo ritmo bailaremos todos, porque la vida es una cosa fenomenal. A todo esto me pregunto dónde ha quedado el amor.
Lo que aquí pongo son preguntas. De lo que hablo es de lo que no entiendo. Ciertas respuestas me parecen simples, pero ya Mercedes dijo que “a las cosas simples las devora el tiempo”. ¿También al amor? Y queda como una daga que no deja respirar la pregunta por el futuro. ¿Qué amor cultivarán nuestros hijos? ¿Qué entendimiento tendrán del amor? ¿Por qué cuando discutimos nuestros problemas como isla quebrada nadie habla de amor? Donde mejor he aprendido el amor, que yo recuerde, ha sido en esos juegos callejeros con la comunidad-familia, y en la escuela, y en la Universidad donde se accede al saber de quién se es y a dónde se va. Que queramos un Estado secular, nosotros los ilustrados, no implica que la inteligencia sola debe organizarlo todo. Ella no basta sin instinto y sin afecto. Hace falta también hablar del amor del juego, del amor del ocio, del amor de la paciencia y la perseverancia de prestar oído hasta lograr escuchar las voces de nuestros ancestros que hace rato nos están explicando que lo que hay que hacer no es avanzar, sino parar, cernir, sacar la mala semilla, y sembrar.