Mi amigo el escritor
Sergio Ramírez, mi amigo escritor, cumple setenta años el 5 de agosto; hace cincuenta que comenzó a escribir, y esto también lo celebramos. Es decir, vivió sus primeros veinte años sin las exigencias, ansiedades y pesares de este oficio que, siguiendo las palabras de Truman Capote, nos entrega su bendición lo mismo que el látigo para el autoflagelo. Sergio debiera recordar esos años de juventud como una primera estadía en la levedad del ser –el nacimiento del deseo y del amor, por ejemplo– si no fuera porque se formó bajo una de las más cruentas dictaduras de aquella Latinoamérica de los primeros cincuenta años del Siglo XX. El viejo Anastasio “Tacho” Somoza fue asesinado por un poeta de la ciudad de León, Rigoberto López Pérez, en 1956. Ahí nace la segunda gran pasión de Sergio, la política como instrumento de justicia social, la vigilancia, sobre todo mediante la pluma, del bien común que traen las instituciones democráticas.
Sobre esa segunda vocación del querido amigo no quiero abundar mucho, ya que ha estado más poblada de desencantos que de esos testimonios, también innegables, de heroísmo individual y responsabilidad cívica: los años de la Revolución Sandinista lo marcaron para siempre con cierto tipo de tristeza.
Conocí a Sergio, muy a distancia, en La Habana; él recibía un importante premio de Casa Las Américas y la posibilidad de nuestra amistad quedó mediatizada por los agasajos del omnipresente estado cubano. Vine a conocerlo bien en Caracas. Ambos éramos jurados del Premio de Novela Rómulo Gallegos 2001 y la amistad surgió espontánea, esta vez sin trabas oficiales, la compatibilidad –a pesar de un ataque de gota que tuve– generosa en libaciones y festejos. Además de la literatura compartíamos el gusto por la música popular y culta, también el entusiasmo por el jazz de Thelonious Monk, los autos americanos con mucho cromo de los cincuenta y la ópera Carmen. Ilca, mi esposa mezzo soprano, quien cantó Carmen en Alemania y Argentina, más adelante en Nicaragua, completó los entusiasmos mutuos, también quedó encantada con la dulce amabilidad de Sergio. Aquel escritor que yo entendía distante figura, protagonista de uno de los episodios heroicos de la historia latinoamericana, y me refiero a cómo los sandinistas optaron por la democracia en vez de un estado autocrático, se me volvía cercano, cordial y entrañable. Sergio, como yo, se crió cerca de la ruralía, por lo que compartimos largos compases de silencio, y hasta parquedad; a ambos nos redime el sentido del humor, aunque el de él tenga más gracia que el mío. Sufrimos, en aquel concurso, una enfermedad casi incurable que se llamó Roberto Bolaño. Éste nos acusó, sin conocernos, y para consumo mediático, de todo tipo de conspiraciones y canalladas. Él permanecía en Cataluña muriéndose del hígado, por lo que sus malos humores se convirtieron en nuestra penitencia común. Nos comunicábamos con él mediante correo electrónico. Convinimos en otorgarle el premio a Vila Matas por El viaje vertical. No me fue tan mal porque tuve lejos a ese Bolaño que Sergio insistía le faltaba una “s” a su apellido; me bastaría para conocerlo mejor, y asombrarme ante su fama, con leer Los detectives salvajes y algunos de sus cuentos, sin duda más astutos que conmovedores.
Desde entonces vivo el tesoro que es la amistad de Sergio, me honra el cariño de quien ha sido el amor de toda su vida, esa Tulita nuestra cuyo sentido común y alegría espero te acompañen hasta el final, mi querido Sergio.
Conocido el escritor, quise leer toda la obra de Sergio Ramírez, y con esa curiosidad apasionada que provoca el sentirnos cerca de la grandeza. Conocía los relatos de Charles Atlas también muere, Kalman Barsy me había recomendado la lectura de Castigo Divino; siempre la aplazaba aunque no la perdiera de vista. Sergio es un narrador nato, de tramas cautivadoras y de lectura fácil, algo que le envidio con admiración. Margarita está linda la mar me pareció novela genial; pero obra maestra, de la que todos los escritores deberíamos aprender esa adecuación sutil de diálogo, narrativa y descripción, finos matices en las motivaciones humanas, y que es nuestra obligación volver aún más enigmáticas, es la novela policial Castigo divino, en mi lista una de las diez mejores novelas escritas en Latinoamérica. De particular preferencia, como son esos rincones casi inadvertidos por la crítica, es el cuento Juego perfecto, que es la perfección del cuento lo mismo que testimonio de las siempre complejas relaciones padre e hijo, narración imprescindible en estos países marcados por la apetencia imperial yanqui, porque el béisbol es la herencia de todos nosotros. Ese cuento, Juego perfecto, es de los más memorables que he leído, queda cercano al cuento Araby, de James Joyce, en lo tocante a esas epifanías, o revelaciones, a que nos obliga el oscuro corazón humano, así visto según cierta serenidad que el verdadero escritor alcanza en su madurez creativa.
Decía el escritor inglés Evelyn Waugh que cada vez que un escritor amigo suyo ganaba un premio, él moría un poco de envidia. Debo decir que eso no me ocurriría de Sergio ganar, por ejemplo, un premio que hace años merece, el Premio Cervantes. Me alegraría, y debo añadir que en el caso de otros colegas escritores, sí moriría yo un poquito, sólo un poquito.
Hemos rebasado la edad de las dudas. Decía Henry Miller que peor que no tener talento es pensarse con talento. Son dudas que nos asaltan en la medianía de edad. Ambos ya las superamos. Ahora vivimos, quizás, la promesa de cierta contemplación, Sergio, estos años que aún nos impulsarían a conseguir conocimiento, pero sin el ánimo de divulgarlo, adquirir sabiduría sin la urgencia de transmitirla, contemplar la belleza sin el deseo de poseerla, o describirla. Alguien dirá que es el cansancio. Yo digo que es esa última mirada al paisaje, a la quietud de éste, justo anterior a la tormenta.
Y que el destino nos libre de esa demencia salvaje que nos reduciría a ser un canto de carne con ojos confundidos.
Pensemos que hemos tenido el privilegio de escribir –como lo quiso Thomas Mann– en la juventud, en la madurez y en esta vejez “moderato cantabile” entre los sesenta y los setenta. El resto sería vanidad o, lo mismo, esa vanagloria que es como una tonta ilusión de inmortalidad, quizás el desasosiego de nuestro Bolaño juez, Felices Días, amigo Sergio.
en Aguas Buenas, a 29 de julio de 2012