Miedo al cine comercial
No soy de los que obsesivamente siguen cuánto ha ganado o dejado de ganar una película, pasatiempo que dejo a otros. Sin embargo, saber algo al respecto es imprescindible para este breve ensayo. Esos datos no están desprovistos de interés, después de todo el cine es un producto que se vende y que se espera rinda una ganancia, y en el Hollywood que no vemos eso toma precedencia sobre “valores artísticos”. Parece que se le ha olvidado a los amantes del cineque no todos los días surge un Federico Fellini, un Ingmar Bergman, o un John Houston. Junto a una larga lista de cineastas canónicos son a los que uno vuelve para ver la evolución del arte tal y como el buen lector recuerda a los clásicos de la literatura. Es necesario descubrir, como sería en el caso de los jóvenes interesados en el cinema, qué y a quién se está referenciando en un película de nuestra contemporaneidad. En un filme de Quentin Tarantino puede haber docenas de referencias visuales o textuales a otros. Cuando surgió Woody Allen lo más interesante al principio era si lo que veíamos era Fellini, Antonioni, Bergman o Welles, según iba mejorando, pero así aprenden también los buenos escritores y los músicos. Estar consciente de esos homenajes es parte del gozo del cinema.
Me parece, sin embargo, que huirle a la película taquillera es como no leer a Agatha Christie porque se han (y se continúa) vendido más de dos billones de sus libros. O la Biblia, que es el único libro que sobrepasa a la reina del crimen en ventas. Necesariamente, hay que ser discriminatorio y considerar aquellas cintas que ofrecen algo que admirar en una las múltiples partes que componen un filme.
Hay cuatro elementos que son indispensables para mí: el guión, la actuación, la cinematografía, y la música (puede que haya otras para otros). Cuánta libertad le adjudicó el director del filme al director de cámara es fundamental, pues es el jefe de la producción. Muchas veces en películas taquilleras estos elementos sobrepasan los logros en esas categorías de filmes “de arte”, como le está dado a los medios llamar los proyectos cuando tienen presupuestos moderados. Es cuestión de pagar a los mejores. El término “película de arte” se ha ido haciendo sinónimo con la película “indie” (independiente), una que no sobrepasa los $40 millones, contrastando así con las películas de género o “de especialidad” cuyo presupuesto no excede los $10 millones. La intención de hacer “arte” muchas veces fracasa porque es un concepto vanidoso y pretencioso. Es un poco como “hacer cultura”, algo que lo determina el tiempo y la calidad de lo que se pinta, se escribe, se compone, etc., no el mero hecho de hacerlo. Hay tantos productos malos en la categoría de “indie” y de “género” que he llegado a la conclusión que detrás de sus financiamiento opera un pensamiento mágico y avaro que de alguna forma se imagina que el filme trascenderá y multiplicará las ganancias a diez veces su costo.
No debe sorprender que el promedio de ingresos por película de las 420 que se siguen en Box Office Mojo para lo que va del año es de casi $16 millones. El cine es un negocio billonario y nosotros somos sus consumidores, y sus seguidores alrededor del globo se han multiplicado a pesar de las ofertas por cable y televisión. Las más taquilleras pueden tacharse de meros entretenimientos, muchos suplidos para mantener a los chicos fuera de casa en el verano. Pero, ¿por qué tenerle miedo a esos filmes? ¿Por qué no ver, digamos, “Kingsman, the Secret Service”? En este filme, además de la gracia del guión y la actuaciones hilarantes de Colin Firth y Samuel L. Jackson, está a plena vista el poder de la parodia. Era lo que pretendía Cervantes hacer con la novela de caballería, ¿por qué no hacerlo con el género del espía cinemático que nos persigue, para bien o para mal, desde el final de la Segunda Guerra Mundial? Todos debemos saber que el espionaje, aún después de la desaparición del soviet, ha alcanzado un pináculo estratosférico en el siglo que vivimos y que estamos bajo vigilancia continua mientras nos creemos dueños del futuro porque tenemos un iPhone.
En “Kingsman” se hacen trizas las idiosincrasias del espía a las que el cinema nos acostumbró durante la Guerra Fría de una forma inteligente, atinada y precisa. Lo hace tan eficientemente que la más reciente cinta de espionaje durante la Guerra Fría, “The Man From U.N.C.L.E.”, resulta ser como una de las pocas novelas de caballería escritas después del Quijote: un anacronismo sin gracia ni aproximación a nuestra “realidad”, saber que un hacker puede entrar al servidor de un banco y robarse las direcciones de los clientes sin que medie una nación enemiga, ni riesgo físico en su acción. Uno aprecia la inteligencia del guionista y las actuaciones en “Kingsman…” porque se da cuenta, dada la exageración e ironía que vemos en la pantalla, que la vida del espía no es como la de James Bond o de Napoleón Solo, sino más bien la muy poco idealizada de George Smiley, el personaje de John Le Carré, quien nace de la buena literatura y salta al cine y a la televisión con el aplomo de una gran creación literaria que, a pesar de ser ficción, está más cerca de la “realidad”. Implícito en el filme y en algunos de sus chistes está también el origen británico de la saga del espía. Como Ian Fleming, el creador de Bond, Le Carré trabajó en MI 6 y conoció a Burgess, McClean, Phillby y Blunt, los cuatro espías reales más famosos del servicio de inteligencia inglés. La parodia nos divulga la exageración que el cine ha creado sobre el espía, y nos lanza a tratar de saber la realidad histórica.
Los amantes de la literatura, particularmente la fantástica y la de ciencia ficción, no deberían perderse “Ant Man” para que aprecien las nuevas formas de contar cuentos y novelas hoy día, muchas de las cuáles están influidas por el cine (y la TV), y las posibilidades extraordinarias que le ha brindado la época digital a los medios de comunicación, incluyendo la escritura. Las nuevas técnicas digitales que permiten mostrar balas que viajan a cámara lenta y tormentas marinas que abruman embarcaciones tragándoselas en un instante, y adentran al espectador en la escena, ya existían en la cabeza de los escritores quienes con su pluma podían hacer eso y mucho más. Pero experimentar esos efectos especiales en la pantalla refuerzan que no hay nada imaginario ni ficticio que hoy no se pueda lograr en la pantalla grande (o chica). Más: que no hay nada escrito que no se pueda duplicar para que se convierta en “realidad” para el espectador. De ahí que la fuerza literaria del guión, de la que depende tanto el cine, sea uno de los elementos primordiales que determina su efectividad como arte y como entretenimiento. No cabe duda que la palabra escrita es más potente que nunca.
“Ant Man” primero fue un cómic, un género narrativo que una vez era solo de niños y adolescentes y cuyas creaciones han resultado ser un banco de ideas para el cine que ha generado cientos de miles de millones en la taquilla. Un hombre se pone un traje especial, se expone a una sustancia que lo empequeñece porque “acerca las distancias entre átomos” y lo hace capaz de las fuerzas que pueden desplegar las hormigas, que pueden alzar cosas que pesan 50 veces más que ellas. Puede pasar de ese estado a lo normal instantáneamente, pero debe cuidarse de no tocar el transformador de su traje evitando así entrar en un estado “subatómico” que lo llevará “a un universo donde tiempo y espacio no existen sino que es un lugar cuántico” del que no podría regresar. Si Borges hubiera podido ver esto habría corroborado que su imaginación no estaba muy alejada de una realidad que sería apresada en una película. Mejor aún, piensen en Phillip K. Dick leyendo “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, ¿influiría eso en llamar su gran novela, Ubik y pondría en su cabeza el deseo de trasladarla al cine? ¿Le dará “Ant Man” una idea a algún niño (había muchos en el cine cuando la vi) para poder mezclar los elementos graciosos, los venturosos, los peligrosos, para escribir algún día una novela que sea verdaderamente novedosa?
“Ant Man” es una especie de collage artístico, algo que pudieron haber juntado con gran tino un Juan Gris o un Picasso, en el que hay varios planos de realidad y variadas excursiones al mundo de la imaginación, incluyendo la de los niños, que puede ser la más vasta. Una escena que combina a dos humanos que han sido reducidos a un microtamaño y luchan en el techo de un tren eléctrico de juguete, no solo parodia algo que hemos visto desde las películas B de vaqueros hasta hoy día, sino que no deja dudas del infantilismo de la idea. A donde puede residir la imaginación del niño acuden los guionistas, el camarógrafo, el director, los músicos y los actores exponiéndonos sin explicaciones superfluas y sin vergüenza a la suya. El arte comienza con el creador siéndole fiel a su obra y dedicándole su respeto sin pensar en críticos ni en popularidad. Aunque se esté haciendo un producto que se ha de vender. Los que le han huido o no han prestado atención a “Ant Man” porque es una película de acción y porque ocupa el décimo lugar entre las más taquilleras del verano se pierden algo que podría servir para avivar su imaginación también.
Asimismo puede haber ocurrido con la fenomenal “Mad Max Fury Road” en la que el papel fundamental que juega la mujer en la vida está maravillosamente representado al mismo tiempo que se critica su explotación y las posibilidades de un mundo distópico que ha sucumbido ante el ultraje del ambiente y los ecosistemas. El filme trata además el tema del control del agua, la dependencia excesiva en el combustible que produce hidrocarburos, la esclavitud, el totalitarismo y los falsos profetas. Me gustó mucho más que películas de segunda y tercera categoría que ponen en los cines llamados “fine arts” y que de arte solo tienen, tal vez, la intención. Prefiero que escondido en los millones que ha costado un filme “comercial” haya un mensaje o sugerencia que me hagan pensar, a que me quieran hacer pensar con peliculitas pacotilla y pretenciosas.