Miseria crítica en la opinión pública
Pero videmus per especulum et in aenigmate
y la verdad, antes de manifestarse a cara
descubierta, se muestra en fragmentos
(¡ay, cuán ilegibles), mezclada con el error
de este mundo, de modo que debemos deletrear
sus fieles signáculos incluso allí donde nos
parecen oscuros y casi forjados por una voluntad
totalmente orientada hacia el mal. ((U. Eco, El nombre de la rosa, Barcelona, 2004, p. 19))
Umberto Eco
En su más reciente novela, el reconocido semiólogo y escritor Umberto Eco reavivó incómoda y febrilmente el debate sobre la inescrupulosa gestión de un sector notable de la prensa italiana. Su influencia ante la esfera pública fue, según se entrelazan polifónicamente los sucesos narrados en la novela, determinante durante un periodo extremadamente importante para la no tan añeja democracia de aquel país. El engaño, la farsa, la mentira, la manipulación y la demagogia banal sirvieron para crear verdades generalmente aceptadas ante la opinión pública. La creación de imágenes falaces y relatos acomodaticios nada tenía que ver con el viejo oficio de informar; mucho menos con la vital tarea crítica de increpar atinadamente, sino con la treta tras bambalinas de crear una realidad acomodaticia y favorable para ciertos sectores privilegiados en la sociedad italiana. Aquella máxima vociferada por el personaje Bragadoccio sobre el papel de los periódicos, que en la ficción de la novela se reducía a esconder noticias, no a difundirlas, nos atestigua el nivel de corrupción que caracteriza lo que comúnmente se ha denominado como “máquina del fango” en el quehacer periodístico. Será una exageración para muchas personas, una simple ficción de entretenimiento para otros y otras, o quizá una afrenta hasta irresponsable que reta un sistema por tanto tiempo escondido tras un velo publicitario muy efectivo, pero sin duda esta discusión ostenta una serie de aristas que fecundan unas discusiones necesarias sobre la esfera pública y la función de los y las agentes que en ella ejercen gradualmente determinada influencia.
Este escenario un tanto dantesco y maquiavélico, en el sentido más político del término, no es exclusivo de una sociedad como la italiana. El mismo se ha exportado e importado tanto como la globalización ha impregnado y condicionado las diversas instituciones a nivel global. El escenario local en Puerto Rico es un ejemplo bastante Kitsch de ello. El espacio de opinión pública de la sociedad puertorriqueña, así como los procesos y dinámicas de creación de esta, son dominados por las argumentaciones vertidas mayormente en los medios de comunicación en masa. Las redes sociales y el espacio cibernético, que en múltiples ocasiones fungen como ámbitos alternativos y más pluralistas de confluencia de argumentos con pretensiones de validez, irrumpen e inciden progresivamente en la creación de opinión pública. No obstante, todavía los medios tradicionales de comunicación masiva –cada vez más diversificados y adaptados a los avances tecnológicos- siguen manteniendo una influencia1 apabullante no solo en la decisión inevitable de qué es o no noticia, sino en la determinación de qué argumentos se desarrollan como parte de las discusiones seleccionadas en la esfera pública. Dicho de otra manera, al escoger las líneas editoriales que marcarán el quehacer y desempeño profesional de instituciones que, no perdamos de vista, son empresas con reconocidos fines lucrativos, se delimitan y condicionan los tópicos, los argumentos y los sujetos que protagonizarán la creación de opinión pública.
El grave problema respecto a este escenario –sin entrar en la necesaria y permanente discusión sobre los códigos deontológicos que deberían regular la profesión de la prensa- es su efecto en las dinámicas democráticas de nuestra sociedad. Según Habermas, quien ha trabajado la materia exhaustivamente, “[e]l espacio de opinión pública, como mejor puede describirse es como una red para la comunicación de contenidos y tomas de postura, es decir, de opiniones, y en él los flujos de comunicación quedan filtrados y sintetizados de tal suerte que se condensan en opiniones públicas agavilladas en torno a temas específicos”.2 Este espacio social generado a partir de la acción comunicativa (acción orientada al entendimiento mutuo), y que es previo a la existencia misma de los medios de comunicación en masa, es precisamente donde se tematizan racionalmente los asuntos comunes y políticos más relevantes para una sociedad. En el caso de una colectividad políticamente organizada de forma democrática, la madurez y calidad de su democracia se refleja en las estructuras y contenidos de la creación de opinión pública. Más aún, la opinión pública sirve como legitimadora del régimen democrático en tanto espacio de acción comunicativa sobre asuntos comunes. El régimen gubernamental y sus decisiones, por ende, son legitimados o no por el grado de consensos que se establezcan a partir de la opinión pública. Un espacio pobre en discusión, en crítica, en información, en participación e inclusión, se debilita –y hasta se invalida en la praxis– como legitimador del poder estatal especializado en cualquier modelo democrático.
Esta importancia de una opinión pública pluralista, incluyente y masivamente crítica en un país como Puerto Rico, cuya historia de movilización y acción política no es tan abultada como debiera, es decisiva para un mínimo de calidad democrática. No obstante, constantemente vemos cómo los medios de comunicación masivos afectan determinantemente la creación de opinión pública de forma nociva y antidemocrática. Con exiguas excepciones, se evaden tópicos imprescindibles para nuestra convivencia en común; se obvia información necesaria para una discusión fértil por parte de los y las agentes que intervienen en la esfera pública; se atienden acríticamente noticias que nos afectan directamente como colectivo, y se manipula la información con fines que coinciden con intereses propios de determinados sectores de nuestra sociedad.
Ejemplos hay muchos, pero recientemente resalta uno por su enorme importancia en la discusión de lo público. La nominación y confirmación en las pasadas semanas de la jueza presidenta de nuestro Tribunal Supremo fue un tópico que pasó prácticamente desapercibido por la atención de nuestra opinión pública. No creo que sea muy difícil advertir la importancia que tiene para nuestra judicatura y para nuestra sociedad en general el nombramiento de la persona que administrará una rama constitucional de gobierno. Rama que es la única que no obedece al sufragio directo de la ciudadanía. Por tal razón, más imperativo se hacía desarrollar procesos y dinámicas incluyentes que reflejaran los consensos populares que surgían de la opinión pública. Más necesario era que la opinión pública surgiera como garante de la legitimación misma de tan importante decisión política. Más pertinente era conocer las opiniones de los y las agentes sociales que son los y las afectadas por una decisión política de esta relevancia sobre lo público, sobre lo común. Para que una decisión de este calibre y trascendencia tuviese una legitimación mínima en clave democrática lo necesario hubiese sido una discusión amplia y seria sobre mínimamente dos aspectos elementales: el proceso por el cual se eligen nuestros jueces a la judicatura, con particular atención al proceso de nominación y confirmación de la persona que será juez o jueza presidenta del Tribunal Supremo –quien será la persona que administrará toda la Rama Judicial-, y las características ideales de quien debería asumir un cargo tan neurálgico en nuestro sistema republicano de gobierno.
El viernes 12 de febrero de 2016, día de la semana sumamente estratégico para realizar anuncios y determinaciones que se pretendan ahogar durante el fin de semana, el Gobernador de Puerto Rico nominó oficialmente a la entonces jueza asociada Maite Oronoz Rodríguez a ocupar la presidencia del Tribunal Supremo. El lunes 22 de febrero de este año, apenas 10 días luego del anuncio sobre su nominación, el Senado confirmó la misma al amparo del llamado procedimiento por descargue. Durante este proceso, dicho cuerpo parlamentario –aunque no se haya discutido realmente la nominación ante él presentada- no celebró ninguna vista pública como parte de su desempeño constitucional de confirmación de juez o jueza presidenta. Peor aún, dicho ejercicio constitucional se realizó de la manera más abrupta posible, con una absoluta carencia institucional de discusión mínima y con unas justificaciones cuyo cinismo era impresentable. Ante un procedimiento tan rancio y tan democráticamente cuestionable como este, el único espacio que pudo haber potenciado una presión –incluyendo una oposición- colectiva importante era la opinión pública.
A pesar de lo dicho, los medios de comunicación masivos, especialmente aquellos cercanos ideológicamente a la administración gubernamental actual (pero no solo estos), asfixiaron la discusión necesaria sobre lo que había sucedido –ya ni hablar de los méritos de la persona nominada a dirigir la Rama Judicial, sino el procedimiento tan excluyente y autoritario mediante el cual se realizó la confirmación- y catapultaron el asunto como si fuese secundario o hasta terciario. El contraste en términos de tono, de atención y de vocabulario respecto a cuando se confirmaron los jueces y la jueza del Tribunal Supremo durante la pasada administración fue dramático. La reacción que provocaron en la opinión pública, sin duda, fue radicalmente contraria a la que con editoriales, imágenes y coberturas creaban hace apenas poco más de tres años atrás. La falta de discusión provocada por estas empresas de comunicación privada, en general, y desde el periódico escrito hasta la televisión, fue un éxito de magnitudes teutónicas para la administración actual y para los sectores dirigentes y hegemónicos que esta representa.
El efecto neutralizador que recreó hábilmente esta desatención y manipulación del suceso, de la noticia, fue suficiente como para crear una especie de conformismo fatalista que sepultó cualquier atisbo de enfrentamiento sobre el tratamiento del tema y el tema mismo. El tópico murió como mueren tantos asuntos que se despolitizan a diario a conveniencia de ciertos sectores que coinciden con las líneas editoriales de la mayoría de los medios de comunicación en masa tremendamente influyentes en nuestra esfera pública. La frustración en otros sectores fue tan evidente que ni críticas aguerridas sobre este proceso, hasta ahora, ha habido como las hubo hace un tiempo atrás con las confirmaciones de los más recientes jueces y juezas nombrados por la anterior administración. Los agentes políticos parecen haber pasado por desapercibido un proceso cuya justificación es una peligrosa burla a nuestras aspiraciones democráticas y deliberativas. El tema, más que provocar un debate colectivo sobre el mismo, se catapultó en las páginas del olvido, provocando, aunque no se haya caracterizado públicamente de esa manera, uno de los eventos más vergonzantes que ha habido en nuestro sistema de elección de miembros de la judicatura, especialmente en este caso la persona que administrará la Rama Judicial posiblemente por alrededor de treinta años.
Recientemente, tras la muerte del polémico y conservador juez asociado del Tribunal Supremo de Estados Unidos, Antonin Scalia, el reconocido constitucionalista Lawrence Tribe esgrimió lo siguiente:
The greatest justices in our history—from John Marshall to Louis D. Brandeis, from Robert H. Jackson to Earl Warren and William O. Douglas and Thurgood Marshall and William J. Brennan, Jr.—have displayed that candor and have thereby helped make the Union stronger, the country better, and our Constitution more enduring and embracing. We should all welcome the opportunity to take part in a national debate over the values and perspectives we want the next justice to bring to the intricate task of interpreting our Constitution and our laws. But if we shut our eyes, ears, and minds to such questions, or reduce them to vague abstractions, as the Senate is now threatening to do, we will leave our nation’s remarkable constitutional system impoverished and our nation’s uncertain destiny imperiled.3
Estas palabras de Tribe, que se enmarcan en el intento del Senado estadounidense de impedir políticamente confirmar cualquier persona nominada por el actual presidente de Estados Unidos en lo que resta de cuatrienio son particularmente importantes en el caso puertorriqueño, en el que si las vistas de confirmación de jueces y juezas para el Tribunal Supremo habían sido –dependiendo de la administración que esté en turno, por supuesto- procesos proforma porque ya se tenían los votos para confirmar la persona escogida por el líder del partido político que ocupa la residencia de La Fortaleza- en el caso de la actual presidenta del Tribunal Supremo es que esto ni ocurrió. Y algún cínico o cínica podría esbozar que, ya que las vistas siempre son proforma, para qué entonces celebrarlas. Caer en tal desprecio por los procesos democráticos es abandonar cualquier idea de convivencia democrática seria.
El llamado de Tribe a una discusión nacional sobre los valores y las perspectivas que deberían tener los nominados a un puesto tan neurálgico como el de juez asociado del Tribunal Supremo de Estados Unidos, especialmente cuando la composición ideológica de ese foro podría cambiar notablemente (pese a que las probabilidades tienden a confirmar que será un juez o jueza moderada para que tenga alguna probabilidad de ser confirmado por un Senado republicano), no es otro que nutrir activa y fértilmente la creación de opinión pública sobre un tema eminentemente político que, valga la redundancia, nos atañe y nos afecta a todos y todas como ciudadanía. Este debate a nivel nacional, con una estructura que propenda a la mayor inclusión de sectores infrarrepresentados en las instancias de poder político del Estado, es necesaria para la legitimación democrática de un nombramiento tan decisivo para lo público. Esta invitación –que de ordinario en Estados Unidos ha tendido a ser notablemente más rigurosa y participativa que en los procesos de nombramiento de jueces y juezas en Puerto Rico- no es sino la creación de la posibilidad de legitimar popularmente una decisión estatal donde la ciudadanía no tiene un poder directo de sufragio. He ahí donde radica la particular importancia de crear una opinión pública mínimamente informada y responsable sobre estos procesos.
Una opinión pública que atienda mínima y críticamente las valoraciones ético-políticas de las personas nominadas sobre asuntos controversiales en nuestra sociedad, así como la experiencia profesional que ha tenido, el sector social de donde proviene (particularmente importante para los sectores que se pretenden erigir como alternativas contrahegemónicas), su relación profesional en la atención a sectores vulnerables y marginados de nuestra población, entre tantas otras consideraciones pertinentes, es una opinión pública que servirá de baremos democrático ante quienes tienen el poder constitucional de confirmar o no, luego de haberla evaluado exhaustivamente, quién ocupará un cargo tan trascendente en nuestra judicatura. En el caso del nombramiento de juez o jueza presidenta, el crisol debe ser aún más estricto por la facultad que le confiere nuestro ordenamiento como hacedor o hacedora de política pública en toda una rama de gobierno. Las decisiones, ya sean adjudicaciones jurídicas como decisiones políticas, no provienen de autómatas cuya neutralidad ético-política garantiza la certeza y la legitimidad de las mismas. Esto es imposible. Los jueces y las juezas, en tanto adjudicadores como administradores, están condicionados por un espectro ideológico ético-político que será decisivo en la solución de las controversias –especialmente las llamadas controversias difíciles (hard cases)- y, además, en la creación de políticas públicas que propendan a delimitar la labor de nuestra judicatura. Por ello urge que estas consideraciones sean objeto de crítica bajo la dinámica comunicativa que distingue una opinión pública realmente activa.
Esto último, independientemente de las virtudes y errores que tengan los procesos que institucionalmente legitimarán las decisiones políticas. El asunto sobre la idoneidad del proceso de nombramiento de jueces y juezas a nuestra judicatura –el cual debe ser atendido imperiosamente en nuestra esfera pública como tema fundamental- es un tópico sumamente complejo que requiere mucha información y bastante tiempo para desmenuzarlo y analizarlo. Este no es el momento para ello aunque siempre debe quedar como tema pendiente.
Al final de esta reflexión, son más preguntas las que quedan que información para tomar alguna decisión mínimamente relevante. Son muchos los cuestionamientos que se debieron haber presentado como imperativos ante un proceso público como este, cuya publicidad pongo altamente en duda. Son muchas las discusiones sobre si la hoy jueza presidenta tenía los méritos y la capacidad para dirigir una rama constitucional de gobierno. Sin una sola vista pública para discutir esto, ¿cómo es posible que creamos que esto es así? ¿Cómo es que pretenden que confiemos en un proceso tan atribulado e injustificado que no cumplió ni con un poco de decoro público? Los actos de fe en política son sinsentidos. ¿Cómo es que no nos quedamos absortos colectivamente cuando ha sucedido algo así en nuestra política? El daño estructural es innegable. El precedente que crea es aun peor de lo que había sucedido antes en estos procesos.
Urge crear espacios alternativos que reten la influencia de medios de comunicación que obstruyen y manipulan la libre información, que propician la falta de discusión sobre asuntos neurálgicos para la ciudadanía pero que podrían ser perjudiciales para los intereses de los regentes o representados por esos medios, que despolitizan con sus líneas editoriales asuntos altamente políticos que debieran ser objeto de escrutinio crítico continuo por parte de nuestra opinión pública. Urgen esos espacios –que no provendrán de los medios más influyentes en estos momentos- así como los y las agentes que individual o colectivamente impulsen una discusión que politice estos temas en nuestra esfera pública, que se exhiba la polémica informada, que se resalte la discrepancia, el desacuerdo. Especialmente agentes políticos con acciones verdaderamente contrahegemónicas que suplan una política actual que carece del más mínimo grado de oposición política. Urgen alternativas políticas estratégicas y valientes que se cimienten en dinámicas distintas de politizar estos asuntos pese al ataque frontal que recibirán por parte de los intereses particulares de medios de comunicación privados. Urge, además, la existencia verdadera de un sistema de comunicación público que propenda a la discusión política y no al mero entretenimiento como única apuesta lucrativa en el mercado de las comunicaciones.
Es normal que los y las que han sido críticos con estos procesos, como procede en una democracia más saludable, sientan que lo escrito, que lo pensado, que lo comunicado, fue una futilidad inmensa ante lo que ha sucedido en procesos como este. Es entendible perfectamente, como también es comprensible la reacción de frustración máxima que deben sentir grupos de ciudadanos y ciudadanas que enviaron oportuna y atinadamente una serie de preguntas para que se hicieran durante el proceso de vistas públicas sobre este nombramiento. Es evidente que la misérrima idea de democracia que comparte la mayoría de los agentes políticos en la Asamblea Legislativa dio la espalda a la participación ciudadana en un proceso tan importante como este. Es evidente, por tanto, que su legitimación no solo es cuestionable, sino prácticamente imposible con un proceder como ese. Ante ello, solo una opinión pública activa y dinámica podría intentar mitigar los daños de una democracia de élites cada vez más caracterizada por la desafección, por el desprecio a la ciudadanía en la discusión de asuntos políticos.
El panorama que dibujó el recientemente fallecido Umberto Eco en aquel libro, que pese a la crítica estética es un puntero descriptivo de una realidad periodística palpable en los intersticios que reflejan el fango detrás de la tinta ha formado parte por mucho tiempo de la creación de una hegemonía cultural que impide ver cara a cara los poderes detrás de los productores de las imágenes y los sentidos que conforman nuestro mundo de la vida. Una democracia de esta manera es una democracia en penumbras, en la caverna, en la decrepitud de la desinformación y de la desafección ciudadana. Quebrantar estructuralmente esta dinámica perniciosa es una tarea titánica, pero nada imposible. Que no se diga que no dimos ni un paso para emprender ese turbulento periplo.
- Sobre el origen de la concepción de influencia en este sentido, véase: T. Parsons, On the Concept of Influence, en Sociological Theory and Modern Society, NY, 1967. Además, para una discusión sobre la relación entre influencia y compromiso valorativo, así como la demarcación entre formas generalizadas de comunicación como son los medios de regulación o control del dinero y el poder administrativo, véase J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa II, Madrid, 1987, pp. 366 ss. [↩]
- J. Habermas, Facticidad y Validez. Sobre el Derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, 6ta ed., Madrid, 2010. [↩]
- http://www.nybooks.com/daily/2016/02/27/the-scalia-myth/. [↩]