Modernidades
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.
– Gabriel Celaya
I. El año en el que Michel Foucault murió en París se cumplían doscientos años de la publicación en el Berlinische Monatschrift del texto de Kant, ¿Qué es la Ilustración? Foucault parece haber querido conmemorar el bicentenario de la famosa reflexión y dejó un homólogo que permaneció inédito en francés (se publicó casi inmediatamente en inglés) y que lleva el mismo título del escrito kantiano. En esta especie de palimpsesto, el enfant terrible del Collège de France, además de ofrecernos una breve explicación de la manera en la que el más notable de los filósofos ilustrados describió sus tiempos, imita la hazaña y explica (¿por última vez?) su debatido proyecto filosófico incluyendo, como lo había hecho Kant, una reflexión análoga sobre cómo intervenir filosóficamente el presente. En la interpretación de Foucault de cómo la obra de Kant sale al encuentro de sus tiempos, la Ilustración aparece como «la edad de las Críticas». Tal y como Kant la concibe, la Ilustración es la época en la que la ciencia y la filosofía hacen un llamado popular a atrevernos a pensar por nosotros mismos. Para Foucault, Las tres críticas kantianas, el corazón mismo de su sistema filosófico kantiano, se nos presentan como las guías necesarias para hacer fecundo el llamado de la Ilustración . Pensar, sí, nos propone Kant, pero sin perdernos; no ya las glorias del cielo, si no las promesas de los frutos maduros de la razón. Además de explicarnos sus tiempos de manera que hiciera pertinente su contribución filosófica, Foucault le atribuye a Kant una mirada original y fresca al modo en el que describe el momento que contempla.
Lejos de colocar el presente en una era marcada por un acontecimiento, o de buscar en él los signos de alguna PARUSÍA o de simplemente alegrarse por vivir el comienzo de mejores días; Foucault atribuye a Kant el haber definido la actualidad en términos de una diferencia con el pasado que aún no se inscribe del todo.. «…[S]i se nos preguntara», dice Kant, «si vivimos ahora en una época ilustrada…responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración».
No obstante lo inacabado del proyecto del presente, Kant concede un amplio margen para el optimismo. Sus contemporáneos tenían «…el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, [eran]… cada vez menores». La terrible dificultad para proponer, no se diga sostener, y muchísimo menos intentar fundamentar en cualquier mito el más cauto optimismo –ese que es «poesía para el pobre, poesía necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minutos»– es una diferencia de nuestros tiempos escrita en todos los muros de la ciudad. Las ciencias y sus fugaces verdades llevan siglos de tensa convivencia, resguardadas de muchas de las inclemencias políticas y religiosas que abaten al ciudadano de a pie. (Foucault, de hecho, dedicó gran parte de su obra a explicar el porqué de ese trato preferencial.) Sufren solo cierto sobresalto cuando algún neofascista insensato empeñado en negar el Holocausto o un creacionista empedernido, nos sorprende a todos con un berrinche en público. El optimismo, sin embargo, que parecía acompañar a Kant, a las ciencias y a la filosofía moderna, parece haberse caído del carruaje de la primera modernidad. De ser un personaje ilustrado y apolíneo, el optimismo ha pasado a ser un espectro romántico que hace su aparición exclusivamente en medio de las mayores conmociones.
Quizá la propia modernidad dejó muy pronto de ser ilustrada para volverse romántica y cataclísmica y el gradualismo racionalista que anticipaba Kant no ha sido la representación favorita que han hecho de sí las sociedades modernas, las que han abrazado la idea de ser el fruto de rupturas radicales con su pasado. David Harvey, en su espléndido libro París, capital de la modernidad (2008) llama a esto el mito de la modernidad como «destrucción creativa». Para esta manera de ser modernos, el mundo, y no la mente humana como pensaban los filósofos empiristas, es la verdadera «tábula rasa sobre la que se puede inscribir lo nuevo sin hacer referencia al pasado». El término destrucción creativa lo obtiene de Marx, quien lo utiliza para explicar las crisis de sobreproducción que aquejan periódicamente al capitalismo y que éste resuelve creando nuevos mercados o destruyendo parte de las fuerzas productivas que ha desarrollado. Este estado de barbarie momentánea, como la describe Marx en El manifiesto comunista, no debe confundirse con un cambio revolucionario por el que aboga. Parafraseando a Lampedusa, mucho puede destruirse para que todo quede igual. Cuando se trata de explicar el cambio social, revolucionario o gradualista, para Marx como para Harvey, de lo que se trata es de develar, aunque sea retrospectivamente, los modos en los que las formas del futuro se encontraban en las entrañas del viejo orden.
El futuro puede que sea una grieta que se ensancha hasta desprenderse del pasado. Sin embargo, de él no emergerá nada que no traiga ya consigo y que no hayamos puesto en él previamente, aunque fuera atendiendo otros propósitos. A pesar del viejo dicho popular que resume el proceso de destrucción creativa afirmando que «para hacer una tortilla hace falta romper los huevos», tanto Marx como Harvey están convencidos que la calidad de la tortilla no está en la cantidad de huevos rotos ni en el ruido que hagamos en la cocina. Si el presente es diferencia que se inscribe, como Foucault cree leer en Kant, el futuro está agazapado en éste de la misma manera. De cualquier modo, esas diferencias sutiles que hoy quizá no reconocemos; esos límites históricos que, como nos invita Foucault, algunos intentamos conscientemente rebasar; son los mejores indicadores de las posibilidades de transformación social que pueda propiciar en cualquier cocina el fuego dulce de la (r)evolución.
II. El Puerto Rico moderno fue, sin lugar a dudas, producto de uno de estos momentos de «destrucción creativa» a los que alude Harvey. Aunque más de uno ponga en duda la dimensión creativa del binomio, el país en el que nacimos buena parte del nosotros que el lector imagina, surgió de los brazos mecánicos de las excavadoras y de instituciones noveles como el Instituto de Cultura y el Departamento del Trabajo. Surgió también de instituciones preexistentes, como la Universidad de Puerto Rico, que enfrenta hoy su propio momento de destrucción.
Este nuevo y virulento intento de ir tras la Universidad, intento que tanto y tan bien se ha discutido en esta comunidad presencial y virtual, al menos ilustra que ésta, a diferencia de otras instituciones en el país, había que arruinarla porque no estaba en ruinas. No daba, ni da, las mismas señales de dilapidación que lastimosamente exhiben otras instituciones que emergieron den aquel momento fundacional de imaginada ruptura radical con el jíbaro que alguna vez fuimos. La Universidad no está en ruinas, a pesar de los intentos chiqui star. No está arruinada como la agricultura que la modernización neocolonial destruyera. No es un souvenir arquitectónico, como las murallas de San Juan que retratan los turistas y que hacen de La Perla el verdadero souvenir de San Juan. La Universidad lucha por no descarrilarse para siempre, como le ocurrió a aquel triste tren que transportaba a la molienda sudor y sangre dulce. A diario, la Universidad espanta al fantasma fanfarrón de la privatización que destruyó el sistema público de salud durante el rossellato. Resiste la onda expansiva de destrucción que parece capaz de alcanzarnos en el nuevo siglo y que acaba, poco a poco, con otras instituciones que alguna vez soñamos fueran tan universales como la educación pública. El trabajo moderno que desde los tiempos de Kant nos exige obediencia y una camisa planchada, parece abocado a desaparecer. En estos días hemos visto desplomarse las tasas de participación laboral en nuestro país por debajo del muy raquítico 40%. Parecemos estar reinventando el tiempo muerto del que una vez creímos escapar.
En este estado de ruina institucional, una política del duelo, como a la que nos invita Rubén Ríos en su hermoso ensayo «La política del duelo», implicaría el dejar de ser tan «modernos». Desacoplar en nuestro imaginario la muerte y las promesas del futuro. Desactivar la promesa cristiana que ve en la muerte el principio de la vida eterna. Desembarazarnos del mito de la modernidad como un big bang recurrente. Reconsiderar la advertencia de Marx que nos insta a buscar, tras cualquier oferta de destrucción y futuro, la nueva ganancia que se realizará a cambio de la pérdida de todos.
El velorio de Oller puede leerse como una premonición nacional. Tal vez el siglo XIX acabó en 1894 con el cuadro de Oller y el XX comenzó con los cañonazos en mayo de 1898. El niño inerte del cuadro fue nuestra primera ofrenda. El lechón asao’ que entra atropelladamente, nuestro primer consuelo. Desde entonces hemos apilado los cadáveres de uno y otro tipo. Por cada muerto nos hemos creído la promesa de algún lechón. En algunos casos las conexiones entre unos y otros son literales. En el imaginario del gobernador guaynabito y de la mayagüezana Doña Miriam, los huesos y vidas rotas de nuestros mercenarios esconden un caudal con el que comprarnos un futuro más brillante. Cada vez que van al Congreso a pedir la estadidad llevan en el gabán o la cartera los retratitos de nuestros muertos, a ver si allá algún día se apiadan y nos saldan la deuda. Nos hemos acostumbrado a que el futuro sea el resultado de una transacción mafiosa. Como los sicarios, ponemos el muerto por delante.
Para poder llorar en El velorio tendríamos que dejar de esperar algo a cambio de tanta muerte. La destrucción tendría que dejar de parecernos prometedora, fructífera. ¿Cuántas veces hemos visto la escena? Frente al féretro, la madre o el padre explican cuán bueno era el chico, cuánto quería estudiar, echar la familia parlante. A veces hay una bandera, otras hay camisetas con la foto sonriente del difunto. El lugar del combate es, asimismo, cada vez más inmaterial: ¿Kabul o Caimito? Es el capital, nos dice Marx, el que se esfuerza desesperado por echar abajo cualquier barrera espacial para realizar su ganancia, la que sea. La muerte de estos jóvenes es el mismo pago de una deuda que contrajimos a nombre de nuestra particular modernidad a plazos. En la resignación inagotable que parece caracterizarnos expresamos un acto de fe en la sabiduría de los costos de una modernidad que no acabará sin acabar con nosotros. Se equivocó el escritor que leyó en nuestra resignación docilidad. Es una esperanza lacrimosa que aguanta las lágrimas y celebra El velorio.
Algún día soltaremos el llanto. Cuando como país no tengamos, como tantas doñitas en televisión, que ser fuertes porque sus hijos decidieron vivir así, con la muerte tras la oreja para que los rezagados pudieran advenir a la escurridiza y costosa modernidad autoimpuesta. Algún dia el muerto podrá descansar en su velorio, podremos ofrecerle al menos una silla si no quiere volver a su caja tan antigüita. Podremos bajarlo de la motora que le daba vida, quitarle las gafas con las que finge mirar amenazante cuando su actitud vigilante no quiera recordarnos que hay que cobrar(¿le a?) un lechón por su muerte.
Sí, el siglo XIX acabó con El velorio. Con las promesas del General Miles en Guánica, ya se nos había extraviado la mirada, como en el cuadro de Oller. Aún hoy es difícil determinar hacia dónde mirar. El Águila Blanca miró al hacendado. Hostos a Washington. Betances, desconcertado, al futuro. Repitamos el gesto. Sí, miremos al futuro, a ver si trae lo que nosotros y nuestros estudiantes ponemos hoy en el presente. Que grite «¡tierra!» el que atisbe en el horizonte la primera de las diferencias.