Monotiempos
Nunca el loro de ese parque logró salir del anonimato. Fue el mono el que prendió el fuego de la imaginación. El Estado Libre Asociado era un teenager todavía, así que la adoración sentida hacia un mono bonachón e inteligente era una emoción apropiada para la edad colectiva de ese país joven: sorpresa, encanto, cercanía a la animalidad adolescente y al primitivismo riesgoso que el nuevo orden de cosas y sus habitantes todavía llevaban (y aún llevan) a flor de piel. Good clean fun. Ocio entre el verdor y la inocencia construida en un espacio vendido como un monotiempo de diversión.
El Monoloro era una enorme cápsula de tiempo de vez en cuando recordada, refreshed y updated en la memoria emotiva de la generación que lo vivió, y Yuyo era la mascota nacional de Puerto Rico, la juguetona posibilidad del futuro feliz mucho antes de que la década de los 70 adquiriera tonos sombríos y lúgubres sonoridades, antes de que dos jóvenes fueran asesinados en el Cerro Maravilla. Yuyo y el Monoloro habían provisto insulación a temores y estertores de una época de un país-en-construcción, y los niños en esos años (los hijos de Pacheco y los sobrinos de Titi Chagua) comenzarían a confrontar – sin querer, nunca queriendo – las inocencias fértiles de los espacios privados conocidos con la inconciencia violenta los espacios públicos por conocer.
Y así el Monoloro (con la sinergía proporcionada por la televisión y la radio) era sin duda la capital de la ilusión familiar, un crillo bastión de sueños que se deslizaba por las ondas mediáticas. Yuyo, corazón y cuerpo peludo, convertido en estrella de televisión, llevaba a la pantalla un pedacito de lo que hacía en su show en vivo en el parque, seduciendo como todo un entertainer, logrando lo que todo buen anuncio logra: el deseo de los televidentes de estar ahí, de ver, de tocar. Yuyo was the real thing. En un universo de cuatro canales televisivos en el que las estaciones terminaban su programación a medianoche con los himnos, tenía que haber lugares, estructuras, realidades fuera de toda máquina rectangular en las que se veía los muñequitos mañaneros para darle forma a una diversión casi humana, al menos viva. Yuyo era lo vivo en una realidad de plásticas Barbies y GI Joes.
Pero era en vivo que era más vivo. En una película Super 8 de esas que guardan como guilty pleasure casi todos los Baby Boomers, Yuyo el chiquito y juguetón corre, salta, bebe, corre en velocípedo, señala, piensa, se refresca bajo un árbol, besa y casi canta con los niños que allí acudíamos a rendir cuentas a la vida fuera de la pantalla. Corría en velocípedo más hábilmente que muchos de mis amigos. Tommy Muñiz, presente ese día, sonriente siempre en la película, celebraba ruidoso y con alegría ante las inteligentes monerías de la estrella que parecía nunca cansarse. Qué SuperMono ese SuperYuyo.
Nunca he visitado de nuevo el Barrio Barrazas de Carolina en mi vida. Yuyo – muerto hoy a los 47 años humanos (cerca de 100 años-mono) por causa de su avanzada mono-edad, de un ataque al corazón – lo puso en el mapa. Por él mucha gente sabe de su existencia. Yuyo era experto en monerías, pero monerías de las que marcan porque estructuran una manera de pensar sobre el país que se pisaba y que se organizaba en ese momento. Yuyo, bien visto, era un building block hacia una articulación de la fantasía. Ahí siempre está.
Una actriz/periodista comenzó a llorar al comentar la noticia por una estación de radio, y ese llanto verdadero por un mono contrastaba tanto con los llantos falsos para muchos muertos recientes, para los que las banderas se pusieron a media asta, se declararon días de duelo y se organizaron rutas de adoración. Otro amigo propone un holograma para Yuyo, como el de Tupac en Coachella, y quizás, bien esta sugerencia es ya la verdad del país: Un holograma en el que la ambición y el amor se vuelcan hacia la especie que más le ha dado a la Isla. Un recordatorio de las crueldades del espacio público, de los perros asesinados y gatos tirados desde azoteas. Yuyo era adorado humanamente como humano años antes de que un hombre durmiera en prisión por la bestialidad de considerar que un perro es una bestia.
La verdad es que a su traslado al Parque de las Ciencias en Bayamón hace dos décadas se le perdió un poco el rastro. Pero en su vida casi casi cumplió el ciclo: concibió, se escapó, era listo y puesto, un Toño Bicicleta benigno y sin deseos de plagio. El alcalde de Bayamón ya tiene sus planes para el Yuyo muerto: convertirlo, dice, en un animatronix. La robótica dentro del cuerpo del animal lo eternizaría. Disecado, con vida artificial, el RoboYuyo, siempre mono y nunca monótono, entrará a la inmortalidad aunando la magia de su simpleza con la simpleza de algunas memorias y la inevitable concesión a los futuros. Yuyo enseñó a amar muchas cosas y de muchas maneras en los tiempos de la pre-cólera nacional y, aunque robotizado no habrá bananas que inspiren su ejecución, algo de su existencia perduraría, algo de lo que hoy se extraña y se llora sin que se pueda quizás detallar.