Monstruosidad que reina
La barroca ornamentación azul, blanca y roja se desplaza por el traje abrazando al cuerpo de Kiara, cuya espalda balancea tres pares de manos ornamentales de tamaño exorbitante. El primer par de manos sujeta una gran estrella blanca, confirmando el abanderamiento del cuerpo de Kiara. Por los dedos de los otros dos pares de manos se deslizan cintas de telas, cual Poseidón surgiendo de aguas apantanadas. El atuendo azul marino se ajusta hasta las muñecas de Kiara, cuyo propio par de manos sujeta una esfera blanca e iluminada, simulando orbes de videntes. Finalmente, el traje desemboca en una nube de telas azules y blancas que complementadas con luces de tecnología LED se iluminan en un estentóreo baile. No debe sorprendernos la reacción de les puertorriqueñes ante la pieza; el atuendo abigarrado es un tropiezo visual. Ante la espera de un vestido que suele destacarse por su equilibrada elegancia, la mirada se desconcierta. El pueblo apalabró su impresión.
Si bien la historia de los vestidos típicos en el concurso de Miss Universe ha demostrado que el mismo no solo debe complementar la figura de la modelo, evidenciar las destrezas de nuestros diseñadores, y —hasta cierto punto— educar sobre algún aspecto propio del país, rara vez estos llevan una clara postura política. A pesar de la descripción del diseñador Aponte respecto a cada exhaustivo detalle (las manos aluden a los países que ayudaron a la isla, el orbe representa nuestro mote “La perla del caribe”, la falda es esperpento visual de la tormenta), me parece que el vestido encarna otro simbolismo tan apremiante como el propio trauma del desastre. Ante tanto discurso de resiliencia y “echarpalantismo” con el que se nos bombardea desde la adjudicación de la Junta de Control Fiscal, y ya se nos atosiga incansablemente luego del desastre post-María, el vestido de Aponte es una puesta en escena de la monstruosidad de una rabia puertorriqueña sin apalabrar.
Las semejanzas entre el vestido y los atuendos del carnaval ponceño y loiceño, en específico los vejigantes, no me parece fortuito. Podemos entender a la figura del vejigante, como producto cultural cultivado y desarrollado por nuestros pueblos afro-boricuas, como resistencia carnavalesca ante el imperialismo, el colonialismo y los sistemas de opresión de los que estos se valen (racismo, clasismo, machismo, entre otros). La encarnación demoníaca del vejigante puede que funja como medio catártico. El registro visual del carnaval se contrapone ante el sonoro; la celebración festiva encuentra balance en las caras cornígeras que bailan por las calles. De la misma forma el traje típico encarna horror y hace visible una rabia contenida. El choque visual y el aturdimiento que sienten los espectadores ante la pieza, son en sí una puesta en escena del malestar no apalabrado por la explotación, opresión y continua desvalorización de les nuestres.
La falta de armonía, las prótesis grotescas que se desprenden y el kitsch con el que los rayos de luz adornan la falda irrumpen nuestras narrativas visuales de prosperidad y resiliencia. Esas con las que el discurso mediático hegemónico ha pretendido mermar nuestra angustia, esas narrativas visuales que se nos lleva imponiendo como sanación ante la crisis económica posadjudicación de la Junta y la humanitaria post-María. El espectáculo del traje subvierte las imágenes del jolgorio juvenil en “Estamos bien”, la prosperidad cultural sugerida por el recién estrenado especial del Banco Popular, la celebración de una puertorriqueñidad latinx que subyace a “Hamilton” y a Lin Manuel Miranda, entre muchas otras. Quien mira el traje, también rehúye. Les espectadores boricuas se avergüenzan y se indignan, y ahí es que está la potencia política del traje; entre la renuencia óptica y el bochorno se encuentra la denuncia. Nos enfrentamos ante nuestro propio monstruo isleño. Malestar y angustia.
En el desfile de trajes típicos, durante la pasarela, nuestra reina tropezó. Con una gracia impecable, Kiara permaneció sonriente, lució el vestido agachada, aguardó ayuda para levantarse. El tropezón, que es desafortunado, acentúa mi lectura. El traje no simboliza el evento del desastre. Este, junto a su pasarela fallida, “performan” la realidad grotesca en la que vivimos y pone en el escenario internacional el dolor aún contenido y el peso de cargar con un luto aún no apalabrado.