Muzungo
Jesús rememora su infantil decisión sin emoción alguna. La historia de su vida comienza con tres pequeños golpes: la invitación desganada, la respuesta guapentocilla, la seducción de la heroína. Es como si volviera a tener doce años y no conociera el drama que recién comenzaba. Su papá, Don Chuchú, líder político de La Vega en Humacao va a terminar echándolo de la casa. Como un viejo y triste samurai, escogerá el honor sobre su hijo. Maximina, su madre, elige marcharse con el primogénito desahuciado y con ella se lleva a sus tres hijas menores. No hay honor que valga si ese muchacho se le pierde. Probablemente no sabe qué pesa más en su ánimo: la jumping castle angustia por el hijo enfermo o la lealtad a ese vínculo fundacional con el que la cultura ha estructurado su identidad. El caso es que Doña Maximina se marcha del hogar familiar y se pone a trabajar. Tiene una familia que mantener. Por piedad y por orgullo tampoco quiere ver a Jesús pidiendo en las calles para mantener el vicio. Decide partir su salario como tiene la vida. En dos.
En este punto la trama se desdobla en episodios que todos creemos conocer. En su propia historia, Jesús no se esmera en ordenarlos. Sabe que hizo varios intentos por salirse del vicio, tres de terminar con su vida. En algún momento ingresa a un Hogar Crea, a un programa de metadona, al ejército. Tiene un hijo. Algunos elementos son constantes: la severidad del padre, la incondicionalidad de la madre, la fuerza de la heroína. Jesús, a diferencia del hijo pródigo arquetípico, no despilfarra todo su capital. La prominencia de Don Chuchú en el pueblo le vale ciertas consideraciones de la policía. Los cuidados maternos ralentizan los estragos de la droga. El talento para la salsa gorda que el país recién estrenaba le asegura entrada a cualquier baile. No le pregunté, pero nunca se detuvo a narrar algún episodio donde lo creyera todo perdido. Parece que la presencia de Maximina evitó, como en el relato bíblico, que tuviera que disputarse el alimento con los cerdos.
Sometido al mutismo de su padre, Jesús tuvo la buena fortuna de que Dios quisiera hablarle. Lo hizo a través de un evangelista que se detuvo a predicar en la Plaza de Mercado de Humacao. Ha olvidado el nombre de aquel hombre, pero sí recuerda nítidamente que a través de él Dios le hizo una pregunta sensata. Quiso saber si estaba o no cansado de la enfermedad que lo aquejaba. Jesús ofreció una respuesta honesta. Pues sí. ¿Quién no? Junto a su mamá no pudo resistir la intervención divina para conquistar aquello que parecía estar más allá de sus fuerzas tan humanas. Con toda la mortificación de la carne, Jesús rompió el vicio.
Como bien sabemos, toda ruptura requiere un reordenamiento inmediato. La fuerza de los símbolos está en la materialidad que los afinca. Jesús se fue del barrio; se fue del pueblo; se fue del lado de sus amigos. Se matriculó en la Universidad donde se quedaba en babia. Todo se le olvidaba. Bajo la tutela de otra señora que no fue su madre rearmó los imprescindibles rituales de la vida cotidiana. Aprendió a orar, a cantar coritos, a ir a la iglesia. También aprendió a contar su historia para darles ánimo a otra gente resquebrajada. Muchos se lo agradecían y él descubrió en el consuelo que prodigaba algo nuevo que hacer con su vida.
La vida de Jesús no ha dejado de tener espesas sombras que desmerecieran su pequeña hazaña portentosa. Tampoco ha dejado de tener misterio su sanación. No es de extrañar. Hay mucho de misterioso en la sencillez de lo cotidiano. Pocas cosas hay más sutiles que la fuente del amor y la confianza del otro, el origen de los pequeños cuidados recibidos, la gratuidad de la compañía, la ternura con la que aceptamos la vulnerabilidad propia y la ajena, el saber práctico con el que algunos aprenden a insuflar vida a las horas y los días que se nos conceden. Todos nos rompemos varias veces la vida en el intento de aprender a vivirla. Romper un vicio no es otra cosa que desmontar una vida que nos está matando para armar otra que nos vivifique; solo que se trata de un intento acompañado por un dolor que cala profundamente en los huesos. En cualquier caso, nos ayuda no estar solos; tener alguien que nos cuide; experimentar la karuna de la que Paco escribía el otro día; ensayar junto a alguien la ecuanimidad necesaria para sentir los sesenta minutos de cada hora. Todos cargamos sucesivas cicatrices de nuestros intentos y nuestros fracasos. Todos tenemos más de un callo. Algunos los llevamos en sitios menos visibles que las venas.
Desde los doce años, Jesús se ha roto la vida varias veces. Hace veintinueve viajes que estrella la vida que ha construido aquí contra la inmensa realidad alterna que es África. Hace menos tiempo que se dedica a construir un albergue para niños y una escuela en Nakuru, Kenya. Antes de este proyecto hizo numerosas travesías con furgones llenos de arroz o leche en polvo, de utensilios de cocina, de donativos para un hospital que entregaron a ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados). Ahora, a los sesenta y tantos años –»después de vivir un siglo»– está listo para volver a los doce. Entiende mejor lo que necesitan los niños. Sabe que hay que llenarles la cabeza con más esmero que el estómago y por eso construye una escuela junto a su albergue. En honor a Maximina, será un sitio donde algunos de estos niños puedan esperar por sus madres. Jesús quiere que los niños en el albergue, algunos hijos de madres presas, se críen juntos como hombres libres.
Entre tanto ir y venir, Jesús ha pasado a ser muzungo (extranjero) de sí mismo y amigo de los africanos. El día que lo conocí, dos colegas de la Facultad de Pedagogía le preguntaban si los estudiantes de la UPR podrían ir a hacer su práctica en la escuela que construye en Nakuru. Jesús se muestra encantado con la idea. Piensa en los niños de Nakuru y en los jóvenes universitarios. Sabe que a los que vayan se les resquebrajará la vida, pero como serán maestros, espera que al volver les enseñen a otros a armar una mejor. «Para eso nos educamos,» comenta. «Sí, para romper con lo que no nos sirve,» pienso en silencio.
En febrero Jesús vuelve a Nakuru a seguir armando la escuela y desarmando su vida. Su esposa, Katherine, va en abril con todos los que deseen acompañarla. Si Katherine y mis colegas tienen éxito, de África nos volverá a llegar más vida.
Asanteni. Safari njema.
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