¿Necesitamos más SOPA?
En días recientes pasó algo muy sorprendente. De pronto a todos nos interesó una de las áreas más técnicas y aburridas del derecho: la propiedad intelectual.
De haberse convertido en ley, SOPA y PIPA hubiesen permitido a entidades privadas (y al gobierno) solicitar la cancelación de nombres de dominio de internet enteros (no necesariamente el sub-dominio problemático) mediante procedimientos judiciales ex-parte, y mediante tales procesos obligar a intermediarios como tarjetas de crédito a no hacer negocios con páginas vinculadas a esos dominios. Con ello, se hubiese afectado la estabilidad de la infraestructura expresiva de nuestra era, sin intervención judicial apropiada, el tráfico comercial efectivo, y los derechos de libertad de expresión de miles de cibernautas.
Hace un tiempo que la industria del entretenimiento comprendió que era casi inútil utilizar herramientas legales contra los usuarios de la internet. Es muy difícil y costoso demandar a cientos de miles de personas, quienes potencialmente violan derechos de propiedad intelectual. Como consecuencia, y esto lo enfaticé en una columna aquí, los esfuerzos legislativos recientes (éstos y otros) van dirigidos a reglamentar a aquellas instituciones que sirven de intermediarios; es decir, aquellos vehículos que pueden ser utilizados para la violación de derechos de autor (ISPs, buscadores, redes sociales, Youtube, etc). Como estas instituciones son menos en cantidad, son fáciles de identificar, están ubicadas dentro de jurisdicciones que ejercen autoridad sobre ellas y tienen un ánimo de lucro definido, es más fácil atacarles a ellas que ir contra individuos.
El problema principal con esta estrategia es que al atacar a los intermediarios, es altamente probable que el derecho se lleve enredada actividad legal y protegida. Es utilizar una bazuca para matar un mosquito. Si bien todos estos intermediarios facilitan actividad que podría constituir violación a los derechos de autor, ellos también facilitan actividad económica y expresiva extremadamente valiosa para la sociedad (valiosa económica y políticamente).
En el fondo, sin embargo, puede que toda esta discusión en torno a SOPA y PIPA sea de provecho si es que nos ayuda a poner las cartas políticas sobre la mesa y nos permite desnudar las posturas que subyacen a nuestras intuiciones sobre la protección a la propiedad intelectual y su relación con las libertades civiles.
¿Por qué protegemos los derechos de autor?
El derecho de autor es esquizofrénico. Los que generamos obras creativas nos concebimos como autores de obras originales y, simultáneamente, como usuarios de obras realizadas por otros. En la mayor parte de los casos, me atrevo a apostar, nos pensamos como una cosa o la otra, pero no las dos a la vez. Eso nos tira en direcciones opuestas. Así, nuestro sentido más intuitivo de justicia nos aconseja que es moralmente apropiado proteger los derechos de un autor, ya sea porque creemos que una obra encierra algo muy especial del (las) persona(s) que concibieron una obra creativa o porque pensamos que su autor “se fajó” y se lo merece. Pero en otros momentos, sabemos que nadie crea así solito en un vació, y que la innovación es un proceso acumulativo que se monta en lo anterior y que, para eso, no se pide permiso.
Todo autor es usuario de obras y—como toda paradoja entre el individuo y el entorno colectivo que le hace posible su individualidad— las tensiones que esa paradoja genera tratan de ser mediadas, entre otras cosas, por el derecho; el derecho de autor. No es lo único que ejerce esa función, claro está; entre los jazzistas, comediantes, magos y muchos otros, hay ricos entendidos comunitarios donde se negocia, por un lado, el reclamo de uno sobre lo que se entienda es su creación original y, por otro, el reclamo de esa comunidad artística sobre un espacio de experimentación social—lo que a veces llamamos el dominio público.
El derecho, pues, define y circunscribe esta paradoja creando un monopolio sobre bienes intangibles—eso que llamamos la “propiedad” intelectual. A mis estudiantes les explico que la mejor manera de entender este tipo de propiedad, es pensando en el siguiente aforismo: la propiedad intelectual no es un sándwich. Si me como un sándwich, tú no te lo puedes comer. Pero tu posesión, uso y disfrute de un poema escrito por mí –además de altamente tóxico— no disminuye mi posesión del mismo ni excluye la posibilidad de que toda la humanidad pueda igualmente “disfrutarle”. Esa maravillosa característica que tienen las creaciones intelectuales, es la que para muchos justifica el monopolio sobre las ideas: si no puedo impedir el uso y disfrute por otros simultáneo y, con ello, no hay posibilidad de yo beneficiarme económicamente de la obra, ¿para qué entonces hacerla en primera instancia? Ese es el cuento del incentivo: sin el incentivo que da la ley, no hay creaciones; si no hay creaciones, perdemos como sociedad obras valiosas; si con ello lamentablemente le cortamos cierto acceso al público a obras, se trata de un mal necesario pues al menos tenemos algunas obras. Claro, la estrategia funciona sólo si se calibran los derechos óptimamente: otorgando sólo aquellos derechos que sean necesarios para crear los incentivos que disparen las obras al entorno, pero con suficientes límites para que esas obras puedan ser reutilizadas subsiguientemente permitiendo que el cuento del incentivo empiece otra vez con usuarios que a la vez son autores. Por eso, los derechos de autor tienen un tiempo limitado, dando vida al dominio público; y, entre otras cosas, existe un cuerpo de normas legales que definen lo que es Fair Use.
Pero sabemos que no todos crean para hacer dinero, y que la premisa del individuo racional que sustenta al bienestarismo, no funciona en todo caso. Sólo a Hallmark le pagan por cartas de amor. Pregúntenle a los Wikipedians que nada cobran. Y sabemos de muchísimos ejemplos en que el monopolio genera resultados ineficientes (medido con esa vara normativa), porque concentrar todo uso de obras en unas solas manos por demasiado tiempo, cancela posibilidades de creaciones subsiguientes sin que se aprecie un beneficio social o individual para el titular– en otras palabras, mientras que yo no puedo hacer una tirilla cómica usando al ratón orejudo, a Walt Disney en nada le afecta lo que le pase a Disney Corp.Si ese fuese el debate de verdad, al menos podríamos tener una conversación en esos términos. Podríamos hablar de si, en efecto, determinada protección al autor ayuda a generar incentivos para generar algunas obras o si, de otro lado, es un obstáculo a largo plazo a la innovación y diversidad cultural. Podríamos pensar, en fin, si determinada propuesta maximiza el bienestar social. Cuando se extendió la protección a los autores de “toda su vida más 50 años” al término agrandado de “toda su vida más 70 años” (como es actualmente), diecisiete economistas, cinco de ellos con Premio Nobel, recalcaron que la ley era una estupidez pues 20 años más nada contribuyen a la generación de incentivos ex ante. (Eldred v. Ashcroft, 20 de mayo 2002.) Aún así, la duración de la protección sobrevivió1, lo cual nos sugiere que aunque estas sean las claves posibles de una conversación, no es la que estamos teniendo. Pero por ahí iría la cosa… claro, si es que en realidad deseamos hablar en esos términos.
Lo que vemos, sin embargo, una creciente moralización del debate. Y eso, me parece, es positivo. El debate económico frío sobre la maximización de beneficios mediante el balance óptimo entre protección y el dominio público no es sino otra forma de aparentar neutralidad ante determinada propuesta de reforma en el derecho de autor. La realidad es que hay datos de parte y parte, y más aun, carencia de evidencia empírica sobre la deseabilidad de reformas más restrictivas como SOPA. Aquí les dejo una orejita: cada vez que escuchen datos sobre las pérdidas económicas que genera la llamada piratería y cuántos trabajos se pierden, búsquense unas pinzas.Entonces, ante la incertidumbre que plantean preguntas técnicas de difícil o imposible solución, los valores políticos son importantes… no, son fundamentales.
artículos recomendados Julián Sánchez, How Copyright Industries Con Congress, visitado el 22 de enero de 2012. Nate Anderson, Piracy problems? US copyright industries show terrific health, visitado el 22 de enero de 2012. Julián Sánchez, SOPA, Internet regulation, and the economics of piracy, visitado el 22 de enero de 2012.
Si algo bueno tuvieron estos proyectos es que revelaron cuán dañina puede ser la agenda que propone la protección de la propiedad intelectual a toda costa. La amenaza de una ley innecesaria, de todo punto excesiva y que casi llega a ser aprobada, desnudó las premisas políticas que subyacen esta postura maximalista sobre los copyrights. Vemos una moralización intensa del debate, donde todo tipo de utilización no autorizada es considerada «robo», «piratería», «apropiación”, y vemos a demasiados hacedores de política pública y abogados cayendo, tal vez de buena fe, en esa visión de mundo. Y a ellos y ellas les digo: es hora que le llamen a las cosas como las sienten y no se escuden de números, incentivos, balances óptimos, ni nada. Un juez, en el contexto de un litigio de derechos de autor no tuvo problemas con dejarlo todo sobre la mesa: “Thou shalt not steal.» The conduct of the defendants … violates not only the Seventh Commandment, but also the copyright laws of this country.”2No hay economista que responsa a esto.
Ese toro hay que cogerlo por los cuernos. Y hay que preguntarse, por ejemplo, si es moralmente deseable que el Estado active toda la fuerza que tiene a su disposición y derrumbe puertas a media noche para arrestar a un individuo por facilitar el uso no autorizado de obras protegidas por derechos de autor.
También hay que preguntarse cuáles son los valores políticos que subyacen al uso no autorizado de obras—más allá de que facilitan la generación óptima de obras subsiguientes—y si es que queremos fortalecerlos o no. Si bien nos empapa la imagen del sufrido artista que tanto se fajó por su obra y que dejó su sudor en el lienzo, ¿qué vamos a decir del creador contemporáneo que tiene a su disposición herramientas de bajo costo para manipular, conversar, reflexionar sobre su cultura y participar en una democracia semiótica con los elementos culturales que tiene a su alcance? ¿No vamos a decir nada? ¿A caso experimentar con la cultura que en parte nos define no es a su vez un ejercicio de auto determinación? ¿Qué vamos a decir sobre la deseabilidad de un entorno creativo rico y diverso y las implicaciones que ello tiene sobre la calidad de nuestra vida en una democracia?
Necesitamos más SOPA para tener ocasión de articular las posturas, y volcarnos hacia una conversación en la que podamos escrutar los argumentos que manejaríamos en esta discusión. Afortunadamente los proyectos fueron retirados; pero mejor aún, pudimos hablar de ellos.
Termino, como buen infractor de derechos de autor, utilizando las palabras de otros (Bush, Blair, Richie y Ross) para que expliquen algunas de las virtudes de lo que algunos llaman piratería. Salud.
- Eldred v. Ashcroft, 537 U.S. 186 (2003 [↩]
- Grand Upright Music, Ltd v. Warner Bros. Records Inc., 780 F.Supp. 182 (S.D.N.Y. 1991) [↩]