Neo-noir: ficciones políticas en horario estelar
Esas continuidades estéticas en la construcción del drama televisivo a través de las décadas me interesan menos hoy. En lo que sí me quiero meter es en el nuevo lenguaje ético de la propuesta televisiva que cuenta, y me refiero a los seriales premiados, los que rompen récords de audiencia y generan ruido mediático e interés en las redes sociales, y que hoy uno lo mismo observa en el momento que acaban de salir del horno de producción, o tres años más tarde en sesiones maratónicas de tres a cuatro temporadas en fila.
Yo me admito junkie de estos productos culturales, al punto de que hasta puedo echar a un lado, por un momento, las banderas rojas que se levantan cada vez que veo a los escritores asirse a entendidos ideológicos del supremacismo americano, cada día más indigeribles.
Vamos a poner nombres. Estoy hablando de los dramas políticos emplazados en Washington D.C., Homeland, Scandal, The Americans y House of Cards, aunque podría desviarme con The Newsroom y hasta los American Horror Story, que no ubican en Washington, pero me dan material para contrapunto. Hay variaciones de estilo entre todos ellos, desde formatos más realistas y dramáticos, a concesiones a la parodia, el sainete y el “trash TV”. Admito, sin pudor alguno, que me los he gozado todos con culpa y sin culpa, y ahora que me tomo un descanso, porque estamos entre temporadas, quiero sacar el tiempo para reflexionar en torno a las cosas que he visto, algunas, incluso, desde la curiosidad más morbosa.
Pensé que el clima en Puerto Rico está tan cargado, que por qué no empezar el año en una nota más liviana. Que conste que no respondo al peso que vaya adquiriendo esta discusión, porque si algo tienen estos blockbusters televisivos es que entrenan al público americano, y al del resto del mundo que es tan adicto como yo, a aceptar una nueva ética, ya no del anti-héroe imperfecto, que no es nada nuevo, sino a dar como buena la presumida realidad de que tanto el aparato estatal como los gigantes corporativos con los que hacen negocios y antagonizan, son simétricamente corruptos, lo cual nos pide adoptar nuevas formas de elasticidad moral y veredicto abierto.
La idea no es del todo exótica a la televisión norteamericana, tampoco al cine, que ha incluido en el menú, con distintos nombres y circunstancias, al héroe libertario que lucha contra gigantes gubernamentales, o contra algún conglomerado de intereses económicos. Hasta al nene de E.T. podría acusársele de conspiración sediciosa, con el aval de la audiencia que lo lloró en complicidad, y que vivió vicariamente su delito en 1982. De hecho, mis colegas más jovencitos fueron niños en una década, los ochenta, donde el reaganismo empujó desde el cine, por ojos, nariz y boca, esta figura libertaria, y al gobierno enemigo al que le hacía frente. Las corporaciones eran rutinariamente castigadas también en estas ficciones de clara función propagandística, pero siempre a favor de los valores individualistas del protagonista que lucha contra el consenso social y que, a fin de cuentas, es el tópico fundacional del imaginario empresarista gringo.
Fueron pocos los instantes de solidaridad en el cine y la televisión ochentosa. Antes se impuso el protagonista rufián, tanto en empaques trágicos, como sería el propio nene de E.T.; o irónicos, como mi gran favorito, “Ferris Bueller”, marchando a sus anchas por las calles de su auto-decretado día libre en un soleado Chicago.
Son cuatro ejes temáticos los que invocaré para provocar la discusión: (1) la representación de las tecnologías de información/comunicación; (2) la maqueta de lo público y lo privado; (3) la función y representación del poder, y (4) la re-fatalización de la femme. Los argumentos temáticos de cada programa los iré trayendo sobre la marcha, para beneficiar a aquellos que no tienen cable, viven demasiado ocupados para perder el tiempo con estos maratones, o sencillamente prefieren una buena novela.
Vamos pa’ encima.
1. La representación de las tecnologías de información/comunicación
La puesta en escena del drama político en la televisión reciente se ha hecho eco de los tres grandes escándalos de fisgoneo estatal desde el ámbito digital, centrados en los héroes trágicos de Assange, Manning y Snowden, ya sea directa o en lenguaje codificado incorporado a la trama. Un factor común a estos tres casos es el manto de escepticismo que arrojan sobre el antes positivamente interconectado universo de la globalización. Lo que antes fuera una bendición enmarcada en un mejor mundo de distancias salvadas por la revolución de comunicación digital, hoy es una ventana a los ámbitos íntimos de todo el mundo, sin persianas reguladoras ni botones que activen/desactiven escudos protectores de la privacidad. Los malentendidos que este macro-panóptico digital produce, los chismes entre países, las intrigas palaciegas de información comprometedora de carácter personal o de violaciones éticas, o incluso criminales, son aspectos fundamentales del arsenal narrativo y del contenido mismo de estos teleteatros de ficción política, que recuerdan el clima angustioso de la tradición del film noir.
The Americans, un show estacionado en medio de los últimos años de la Guerra Fría, expone tanto la vida de una pareja de espías rusos infiltrados en Estados Unidos viviendo el sueño americano desde su posición de encubiertos, como la vida paralela de sus contrapartes agentes de inteligencia norteamericanos. Se trata de la pre-historia del espionaje electrónico, y ello da paso a enseñar las miles de operaciones de campo, de alto riesgo, que eran requeridas entonces para poner los dispositivos de vigilancia en sitio. Homeland, que narra el presente del espionaje norteamericano y su particular enfrentamiento a regímenes en el Medio Oriente, quiere hacernos creer que la instalación de micrófonos y cámaras, el hardware especializado, sigue siendo parte de las tecnologías de espionaje, mientras que Scandal, que relocaliza a los espías al sector privado o a clandestinas ramas del gobierno, es la que asume la postura más paranoica, donde la vigilancia es omnipresente, y puede irrumpir en tu casa, aunque no seas un estelar agente de espionaje o un político prominente.
Scandal explora la premisa de una arena política asediada por nuevas e intrusivas formas de transparencia, lo cual relocaliza el ejercicio político a la cancha de la administración de la información, antes que en el terreno de la tradicional estrategia de encubrimiento. De hecho, la mayor fuente de tensión dramática en el “show” surge del enfrentamiento entre esas dos destrezas en su intrépida protagonista, “Olivia Pope”, la encubridora criminal versus la experta manejadora del “spin” narrativo, que no es otra cosa que la administración de la verdad una vez es asunto de dominio público.
House of Cards, que de todos estos seriales es el más oscuro, se instala en el primer círculo de poder, justo el que le sigue a la figura presidencial, con un congresista protagonista que a manera de coro griego nos descifra las implicaciones de la trama de intrigas y mendacidad. La primera temporada dejó ver la excentricidad del poder, literalmente, la idea de que el mismo no emana de un centro real y/o simbólico, sino que las periferias, invisibles y poco monitoreadas, tienen mayores reservas de poder (e indetectables capacidades de fisgoneo) que el centro al cual supuestamente están subordinadas.
El acercamiento que House of Cards otorga al tema de las tecnologías de vigilancia viene con un “bias” reivindicador de la función de la prensa, único bloque de personajes a quienes la primera temporada del “show” proveyó algún espacio de redención, quedando como los buenos de la película. Su ventaja moral, e instrumento de trabajo, no surge de las tecnologías de información, sino de su vieja escuela y disciplina de acopio e interpretación de datos. El personaje de la joven periodista “Zoe”, que abre la temporada como una petulante narcisista, en lo que sería un duro retrato generacional, se acuesta con quien le provea el acceso a la noticia que luego vende. La temporada cubre la evolución del personaje, haciendo que de su nihilismo inicial, del tipo yo-me-como-a-los-nenes-crudos-y-no-te-metas-conmigo, termine trabajando en equipo, enfrentando a la formidable maquinaria política de Washington desde un espacio de solidaridad con sus compañeros periodistas.
Fuera de los periodistas, que tienen el poder de dominarlas, según se nos quiere hacer pensar, las tecnologías de comunicación son un arma letal en estas series de ficción política, un “liability” capaz de exponer al más falaz de los aspirantes o incumbentes. Y todo desde la ubicuidad de un teléfono inteligente o la PC del interior doméstico nuestro de cada día.
La relativa aceptación con la que el público maneja el hecho de saberse vigilado ha matado algunos cucos con los que abrieron las primeras temporadas de estos programas. Así de distinto es el mundo post-Snowden.
2. La maqueta de lo público y lo privado
Si algo pudiera resaltarse de esta nueva producción de dramas políticos en la televisión, que lo ata directamente a la tradición del film noir, es la disolución de certezas, esferas de confianza o expectativas de seguridad basadas en la existencia de dos categorías claramente distinguibles, lo público y lo privado. Por supuesto que puede generalizarse que la fuente misma de entretenimiento en la literatura de ficción y en todo ejercicio cinematográfico es esa cámara/punto de vista que sabe más que los propios protagonistas, y su voluntad última para decir y decirnos, sin que eso la comprometa con la verdad de ninguna manera. Cuando aparecen fronteras divisoras en la ficción, se sabe que siempre serán temporeras, y que en algún punto, nos dejarán ver, o nos darán suficientes datos para especular, y construir nuestro propio universo de continuidades entre ámbitos públicos y privados.
La forzada indistinción entre ámbitos, entre lo que antes se desconocía, y lo que luego es descubierto en un escenario de absoluta conciencia de las motivaciones de los personajes, va degradando nuestras propias certezas morales en estos “shows”, ya sea porque se humaniza al héroe, o porque las situaciones planteadas resisten la fácil elección de una única acción de indiscutible valor moral. Más que abanderizarnos con tal o cual personaje, la lealtad que nos piden estos dramas políticos es con la devaluación del ser, su virtual desautorización e humillación final, al enseñar con crudo lente relativista la conciencia y la circunstancia de los personajes, el adentro y el afuera de la cuestión. Al tiempo, verlos asesinando, disponiendo de cadáveres en medio de un “soundtrack” festivo, como es ya una convención de Scandal, o frente a la sonrisa irónica del carismático congresista interpretado por Kevin Spacey, en House of Cards, nos deja sin objeciones morales, induciendo en uno como audiencia un cierto pragmatismo maquiavélico, o la vulgar alineación con la figura victoriosa, porque nadie quiere tomar partido con el débil e inadecuado en la jungla darwinista del proceso político, el hardball de la convivencia democrática.
The Americans es quizás el más perverso de los seriales, pues la dualidad entre las entonces “normales” intimidad familiar y exterioridad comunitaria queda expuesta como falacia desde el principio (por la vida de espías encubiertos que llevan sus protagonistas), a la vez que las emociones más básicas que se desarrollan entre la pareja protagonista nos impulsan a “traicionar” toda lealtad patriótica a favor de su futuro romántico (lo mismo nos ocurre con otras parejas que surgen en el “show” igualmente conflictivas). Si a ello le añadimos el retrato poco elegante de los personajes a cargo de las redes de inteligencia norteamericana, su equivalencia moral al peor villano soviético, y las antipatías que como audiencia uno aporta a la cuestión (hacia la era de Reagan, el discurso imperialista, etc.), terminamos aliándonos con los espías, deseándoles éxito en su misión contra la hegemonía norteamericana.
Un recurso similar utiliza Homeland al yuxtaponer la trama de espionaje con el conflicto romántico de sus protagonistas principales, la espía y el contra-espía, así como otros detalles de sus vidas privadas que nos dan contexto y excusa para tomar partido, no siempre a favor del bienestar de la “gran nación”. Puede uno imaginar cuan ofensivo pudieran resultarle estas tramas a lo más recalcitrante del excepcionalismo americano, el mismo sector que resiente a un presidente Obama pidiéndole perdón al mundo, y quienes añoran nostálgicamente la era de Ronald Reagan y el maniqueísmo Top Gun que la caracterizó.
Por más que uno detecte la mano de producción tratando de forzar a los escritores a que hagan las paces con alguna demografía conservadora cuyo endoso es necesario para mantener la viabilidad del «show”, la abierta desacralización del mito supremacista norteamericano es el plato principal de Homeland, narrativa que uno ve aparecer en otros lados, como en la extraordinaria Breaking Bad, en el discurso de apertura del episodio piloto de The Newsroom, o en la ficcionalizada revisión a distintos capítulos de la historia de Estados Unidos desde el horror y lo “uncanny” que han sido las tres temporadas de American Horror Story. En todas estas series hay una inmersión en secretos privados que se haces públicos. A veces la audiencia encuentra redención en el juego de la verdad, otras veces prevalece el mal sabor, después de ver castigado a su protagonista/Prometeo, como es el caso muy particular de Breaking Bad. La corrupción de los personajes es la de la audiencia-espejo que los observa con empatía. Para nada lo condeno, al contrario, pudiera ser un ejercicio liberalizador.
Scandal, siendo el más «campy» de los shows que estoy mirando, es el que más botones le toca a esa conciencia conservadora norteamericana, en su transitar de lo público a lo privado sin inhibición alguna, explotando ese nuevo acceso ilimitado en clave soft-porn. La creadora de la franquicia, Shonda Rhimes, una prominente realizadora afro-americana, construye aquí su historia contra-factual del poder, donde los negros son las verdaderas figuras encumbradas, aunque su función en el “show” pueda ser descrita como disponer del sucio que producen los blancos, asunto terriblemente alusivo al servilismo de la plantación. Que el mayordomo negro tenga el poder sobre el amo blanco, por su capacidad de moverse entre los teatros públicos y privados del señor de la casa, deja de tener la resonancia radical que se sugiere, en el momento en que su llegada al poder no cambia las reglas del juego, que siguen siendo las estipuladas por el hombre blanco.
Mi objeción, muy preliminar, en torno a los aparentes giros ideológicos, puestas en crisis de valores patrióticos, y desconfianzas hacia la geografía del poder gubernamental y económico que estos programas parecen inducir, se da en líneas muy parecidas a las quejas que tengo hacia Scandal, que a pesar del ruido, y la aparente radicalidad de la propuesta, el efecto final en la audiencia no pasa de ser una preparación para un juego político donde la verdad es más sucia que cualquier especulación. Todo se sabe o se sabrá, y la apuesta para retener el poder de quien hoy lo ostenta consiste en convertirnos en una audiencia curada de espanto, inmune a cualquier crisis o jamaqueón, porque resulta que ya vimos algo similar en la televisión.
Lo peor que la realidad pueda traer ya fue superado preventiva y profilácticamente en la ficción.
Aunque abolir barreras entre lo público y lo privado es parte esencial de la propuesta de entretenimiento voyerista de estos “shows”, y a menudo la fuente del “problema” que cada capítulo introduce, y de su eventual, aunque incompleta, resolución, todavía subsiste la vieja distinción público/privado a la hora de posicionarse ideológicamente con respecto al asunto de la seguridad y el gobierno. Me explico. Mientras Scandal presenta a un gobierno incapaz de manejar sus propios sistemas de inteligencia, ya sea dejando que fracasen incompetentemente, o permitiendo abusos en zonas del Estado a las que ni el propio ejecutivo tiene acceso, se empuja la idea de un sector privado vigoroso y mucho más efectivo, que es la propia oficina de la abogada “fixer”, Olivia Pope, con pleno acceso a tecnologías de vigilancia e información. Se nos plantea aquí una crítica anti-gobierno, típica del discurso republicano, prefiriendo exaltar al proveedor “boutique” privado, con pocos empleados, extraordinarios recursos de espionaje (aún mejores que los del gobierno), y lo que es más inaudito, nos piden que confiemos en su inquebrantable ética (a pesar de que violan la ley y derechos ciudadanos rutinariamente como parte de la trama).
Similar argumento aparece en el drama del mundo del periodismo televisivo, The Newsroom, que le presume a la prensa un apego universal a postulados éticos, y le pide al público confianza en su aparato de medios noticiosos, a partir del entendido de que la prensa ejerce una función de arbitraje, tanto del gobierno como del conglomerado de corporaciones del que son parte. Sí, Pepe.
La trama de Homeland parte de un entendido aún más problemático: que la presidencia siempre será torpe, que los políticos y militares son igual de incompetentes, y que solo la audacia y lealtad de empleados valiosos de las agencias de inteligencia garantizan la frágil seguridad del público (o supremacía de los intereses logísticos de Norteamérica, como sea que usted lo quiera ver). Nuevamente, es el ente privado, la agencia individual, la que hace que el bien prevalezca, en lugar del gobierno, que siempre será un lugar de decisiones lentas e inconvenientes afines a los procesos democráticos, que abiertamente quedan desprestigiados cuando la seguridad está en juego.
La agente “Carrie Mathison”, interpretada por Claire Danes, aunque adorable, es “Rambo” con peróxido, y es esa propuesta perfumada con el giro feminista la que nos quiere hacer creer que cualquier acción privada tiene más posibilidades de éxito, o de hacer el bien, que el esfuerzo coordinado de los mejores recursos gubernamentales. Carrie no representa al gobierno cuando tiene éxito, representa a la voluntad del individuo, la agencia privada contra el desprestigiado gigante público.
Incidentalmente, de todas las series a las que aludo aquí, House of Cards es la que aún deposita algún nivel de agencia en el gobierno, si bien no huye de denunciar las oscuras imbricaciones de intereses privados con intereses políticos, evitando maniqueísmos de fácil aceptación entre las gradas. La primera temporada, entre sus muchas tramas y sub-tramas, muestra las carreras paralelas del matrimonio protagónico, el esposo congresista versus la activista y fundadora de un “think tank” privado, gestor de mejores recursos de agua para poblaciones desventajadas. La serie los muestra como dos aparentes extremos de un mismo mundo de privilegio y colusión. Dos extremos que se van juntando hacia el grand finale.
En todo caso, la representación del gobierno en House of Cards es ambigua. Por un lado, el gobierno es suficientemente eficiente como para encubrir sus propios escándalos con potentes contrapesos internos (i.e., la labor del temerario congresista interpretado por Kevin Spacey), sin tener que reclutar recursos externos, como sería la “fixer”, Olivia Pope, de Scandal (aunque no dejo de correr en mi mente el chiste de que aparezca de pronto en una escena junto a Spacey). Es decir, que en sus filas el gobierno cuenta con suficientes asesinos y timadores para manejar cualquier asunto, y que un congresista no tiene que “outsource” el delito cuando puede, en su amplio dominio de múltiples talentos, violar la ley con sus propias manos como todo un profesional. De otra parte, en House of Cards el gobierno no es una extensión democrática de los intereses públicos, sino el conglomerado de figuras puestas in situ por cabilderos y las corporaciones que los contratan. La fragilidad implícita en el nombre del “show” es la de la ilusión de legítima institución democrática en la que se ampara el gobierno.
Tanto Homeland como The Americans proponen la existencia de redes de espías y terroristas ocultos en el paisaje norteamericano de pequeños comerciantes, la mejor pantalla de inocencia que un forajido podría asumir. Que los tentáculos del mal actúen desde ahí y no desde grandes intereses económicos, que tienden a estar ausentes de la trama, se nos hace de las mayores ingenuidades del guión, que prefiere entretenernos con la peleílla monga entre espías. En Homeland los grandes intereses económicos no aparecen como agentes, son meros intermediarios, o empleados de los gobiernos terroristas. La denuncia más “risqué” sería que el terrorismo usa redes financieras para infiltrarse en EE. UU. Díganme algo que no sepamos ya.
3. La función y representación del poder
Aunque estos teledramas políticos de nueva generación compartan un mismo interés en mostrar las peripecias de agentes, dentro y fuera del gobierno de Washington, terminan distanciándose en el propósito instrumental que cada uno asigna al ejercicio del poder. Tampoco esperemos comentarios frontales al respecto, a pesar de habernos sometido, capítulo tras capítulo, a la idea de que las malas mañas del designado enemigo son las mismas malas mañas del gobierno norteamericano. Si todos somos iguales, ¿de dónde surgen, entonces, las diferencias que nos reubican en bandos enemigos?
Aquí es que la ética del noir se cuela en el posicionamiento de los personajes y sus motivaciones. Y es que se asume de entrada en el espectador un nivel de complicidad, aceptación incluso, de la nébula moral de los protagonistas y de las delicadas circunstancias de conflicto doméstico e internacional en las que se insertan. Sin esa complicidad, que se galvaniza con algún asesinato y/o cruel acción del carismático protagonista, el espectador no podría pactar con el resto de barbaridades que plantean como asunto cotidiano la violación de ley, el abuso y el privilegio en el ejercicio del poder en Washington.
Aun después de rebajarnos al betún moral que plantean sus respectivas tramas, y haber matado a rivales junto a los protagonistas, queda flotando la gran pregunta del poder: ¿cuál es el fin mayor, si alguno? No faltarán inserciones de nacionalismo romántico viniendo al rescate aquí, que siempre ganarán algún estatus de ironía no-intencional cuando se yuxtaponen a la secuencia de episodios de tramoyeo que dominan gran parte de las series. A veces la pregunta ética se le dirige directamente al presidente/vice-presidente de la ficción, figura que lo mismo aparecerá como un héroe imperfecto (Scandal), oportunista inescrupuloso (el vice-presidente de Homeland), o accesorio decorativo (House of Cards). Cada una de estas caracterizaciones conlleva su propia teoría del ejercicio del poder, la intención mayor que mueve a quien sea su titular, y el lugar que ocupa en el organigrama.
En donde evitan meterse estos culebrones de ficción política, es en las premisas ideológicas de derechas e izquierdas, particularmente las que tocan asuntos económicos vis a vis la escandalosa inequidad entre ricos y pobres. Antes que sembrar la “duda marxista” en la audiencia, se reitera la estética de la abundancia en los personajes, siendo sus ajuares e interiores domésticos vitrinas de lujo y elegancia, un asunto que comparten, sobre todo, Scandal y House of Cards. En el primero, el asunto llega al ridículo, con matones de servicios clandestinos adscritos al gobierno (hombres rudos, si se quiere decir), viviendo en interiores de exquisito ojo estético, contribuyendo al atractivo de la violencia post-política que se quiere dar por buena.
House of Cards ubica al congresista demócrata que protagoniza el “show” y a su esposa en un “townhouse”, posiblemente de Georgetown, rico en elegantísimas y estudiadas mezclas de tradición y sobriedad contemporánea; la oscuridad del decorado procura lo mismo reflejar las conciencias de sus residentes, como establecer un contraste con las expectativas de lujo sureño (el origen del representante) mucho más dadas a paletas de colores festivos y tonalidades claras en encuadres de menor sofisticación. Uno de los personajes centrales a la trama en House of Cards, el joven congresista aspirante a la gobernación del estado de Pensilvania, “Peter Russo”, cuyo ascenso y caída sirve para atar entre sí a las peores tramoyas del protagonista, “Francis Underwood”, aparece viviendo en un apartamento de frías líneas minimalistas, inadecuado en su propuesta de “bachelor pad” en relación a los hijos que lo visitan ocasionalmente, y muy lejos del origen “blue collar” del personaje en cuestión. En estos ejemplos, se trae de la tradición del noir el uso de interiores modernistas para insinuar el deterioro moral de sus habitantes, o su devenir fatal.
En House of Cards, contrastando con todo el ambiente interior de grandes valores de diseño de la elite del gobierno, aparece la ratonera de cantazo donde vive la joven periodista, “Zoe Barnes”, vampiresa en mahones dispuesta a venderse a cambio de la noticia y de tener un pedazo del poder con el que mantiene concubinato. No sabemos si la elección de este triste interior busca representar tanto las tendencias rastreras del personaje, o el devaluado rol de la prensa en la era del ejercicio digital. En cualquier caso, los conflictos de clase ocupan un segundo lugar aquí, y al ejercicio del poder no se le asigna ninguna otra función que no sea servir al entramado de intereses económicos que le dieron acceso a él. Eso es Homeland, eso es Scandal, eso es House of Cards.
La democracia es la eterna víctima en la propuesta de todos estos programas.
The Americans, contrariamente, al ubicarse en la década de los ochenta, suficientemente lejos, es la que parece tomarse más riesgos, rozando con las cuestiones ideológicas que los otros tres shows evaden con tanto ahínco. El poder político aparece distante en The Americans, siendo los personajes víctimas de sus propias convicciones antes que de las de los aparatos ideológicos que los formaron, como cualquiera de nosotros apoyando cada cuatro años a tal o cual candidato en las elecciones coloniales. Pero la duda ronda en ambos bandos, tanto en los rusos trasplantados a América que le cogen el gusto a su mercado de objetos de consumo, como en los norteamericanos que comienzan a cuestionar las premisas ideológicas que retratan al “otro” como un monstro. Podríamos decir que es desde abajo, desde las vidas íntimas en interiores domésticos cotidianos, y tan artificiales como los alias de los personajes, que se proyectan las dudas y distanciamientos de los posicionamientos políticos y de las grandes motivaciones de los encumbrados, que en The Americans son figuras ausentes.
The Americans, intencionalmente, prefiere posar la cámara sobre las vidas de los “middle men” del espionaje, los conserjes de los servicios de inteligencia que limpian el sucio de jefes y ejecutivos políticos que ni conocemos ni llegaremos a conocer. La puerilidad de sus vidas se plantea como espejo de las nuestras. Ese mismo mensaje anti-ideología, que corre por todos los rincones de The Americans, aparece intermitentemente en Homeland. Sin embargo, la recurrente presencia de los enemigos de siempre en el último (i.e. los terroristas del medio oriente), cancelan esa línea provocadora. Los malos en Homeland, que al principio parecían contar con su propia fibra de humanidad, según avanza la serie se ven reducidos a caricaturas del terror, y frente a ellos, si no es por convicción ideológica, entonces por simple impulso defensivo, es que el poder tendrá que asumir su vocación asesina.
The Newsroom, que ya dije que me funciona como contrapunto liviano a la severidad de los otros cuatro culebrones políticos que comento, y que no tiene elementos del noir en su propuesta carnavalera, camp y melodramática, también se entrega a la caricatura, esta vez la de una izquierda afluente y educada, instalada en sus propios conflictos intergeneracionales, con elementos (cada vez más baja-nota) de comedia romántica. El poder corporativo es un chiste aquí, al cual no se le teme en realidad; el poder de Washington, contrariamente, es a quien le temen las corporaciones de medios (enfrascadas en su propia contienda de sobrevivencia ante los cambios de gustos, demografías y tecnologías de comunicación). Una Jane Fonda en sus sabrosos setentas es la doña boquisucia y elegante que representa a ese poder menguante de los imperios mediáticos, un poder que es a la vez colosal y a la vez vulnerable a la posibilidad de perder el favor de su congresista comprado, ese que tiene el control sobre legislación crucial para la sobrevivencia del monopolio mediático.
Fuera de ese asunto en particular, The Newsroom se ha dedicado a evadir los temas espinosos, reduciendo las referencias políticas del pasado híper-reciente a basura televisiva, casi exponiendo la insoportable levedad de la política tan pronto esta entra en la lógica de los ciclos noticiosos y su sistemática erosión de la memoria.
American Horror Story, que lleva tres temporadas, cada una ubicada en contextos y tiempos históricos diferentes, y que como hemos dicho no es un drama político, sino más bien un “guilty pleasure” de estética camp, resulta ser el más político de todas las propuestas televisivas recientes. La diferencia es que la trama acepta el universo mágico-místico del horror, rescatando los comentarios sociales de las tradiciones orales o literarias de donde sale el material oscuro del “show”. Lo que en la primera temporada pareció ser un aspecto colateral de la franquicia, el comentario social, tres años más tarde se ha convertido en el plato principal, a veces con una mano un tanto pesada y formalista. No niego que la recurrente burla de estructuras patriarcales, de masculinidades y feminidades tradicionales que domina el “show”, van a la genealogía misma del poder como un asunto de construcción de géneros y roles, antes que el resultado de juegos burocráticos en mansiones ejecutivas. La tesis aquí sería que lo político termina siendo mejor abordado desde lugares menos transitados por las convenciones del poder institucional.
En cualquier caso, estos seriales de ficción política proveen un “backstory” con el cual reevaluar al ejercicio del poder en la realidad, y ya no solo sus motivaciones, sino los aspectos divulgados y públicos, cuyos significados no estarían completos hasta tanto las piezas del pasado no vuelvan a hacerse visibles, salvadas del marasmo al que induce el exceso de memoria, que es el gran problema del presente mediatizado. Interesantemente, si alguna estrategia narrativa utilizan los cuatro seriales comparados, es introducir de manera demorada, y no al principio, el pasado de los personajes, su “backstory”, retando nuestra habilidad para identificarnos con ellos, ya sea desde la empatía intuitiva del principio o el asco post-revelación; un asco que termina siendo hacia nosotros mismos, si es que nos diera por justificarlos antes de tener todos los elementos de juicio. Cuando por fin tenemos el cuadro completo de los personajes, ya es demasiado tarde, ya nos hemos enamorado de ellos o condonado sus aberraciones.
Me imagino que para personas involucradas con alguna burocracia política en su vida profesional, estos programas deben proveer un espejo existencial, con el cual confrontar sus dudas e inseguridades, cual teatro griego, y, en el peor de los casos, ratificar las distorsiones éticas con las que aceptan convivir a cambio de una expectativa (cada vez más frágil) de seguridad económica.
4. La re-fatalización de la femme
Ninguna referencia a las convenciones del film noir con el fin de hilvanar los formatos y contenidos de esta nueva cosecha de teledramas políticos estaría completa si se obviara abordar el uso y construcción de la mujer a lo largo de la trama. El buen film noir, a pesar de las convenciones y tópicos de género, logra inducir suficiente ambigüedad en los personajes y sus circunstancias como para evadir la interpretación unidimensional. Los seriales televisivos, por otro lado, plantean un reto mayor, si de conservar ambigüedad se trata, ya que es poco lo que queda en el terreno del misterio y la especulación cuando compartes tanto tiempo con los personajes a lo largo de no una, sino múltiples temporadas. La aparición de nuevos y renovados misterios cada temporada, de hecho, hace que las narrativas de estos programas pierdan credibilidad y termine uno recordando las peripecias de Mamá Dolores.
Los distintos niveles de ambigüedad con los que se construyen las mujeres del noir, que es tanto un asunto de guión como de caracterización, tienen mucho que ver con las tolerancias de las audiencias y las censuras de la época en que floreció este género, los cuarenta y cincuenta. Por un lado, operaban vientos de represión en políticas estatales que tenían toda la intención de regresar a la mujer a la “seguridad” del hogar, fuera de la calle, una vez concluida la segunda guerra mundial. Eso requirió matar a las heroínas independientes de los treinta, un cine que aún hoy sorprende por la audacia de muchos de sus personajes femeninos. Esta vuelta conservadora al hogar deja en el público de esos años amplias reservas de morbo y añoranza hacia el universo callejero de rufianes y mujeres con pasados inciertos, un asunto que muy bien explotó el cine, así como otros géneros populares, como son el “pulp” y los pininos de una industria porno operando desde todo tipo de alias y subterfugios. Existe una dimensión estética y ética en los personajes femeninos del noir original, que funciona a manera de postal porosa a la imaginación de hombres y mujeres viviendo vicariamente a través de ellas lo que no se pueden permitir en su vida estructurada.
La interpretación feminista clásica ha visto en las mujeres del “noir” dos aspectos potencialmente contradictorios; por un lado, está el elemento transgresor que mantiene elementos de la heroína independiente de la década del treinta, y hasta cierto punto reivindicativo, al mostrar el origen del personaje y sus motivaciones en injustos escenarios de abuso y represión que justifican sus despiadadas acciones; de otra parte, se puede identificar una tendencia reaccionaria en el devenir que los guionistas inventan para la “mujer mala”, quien suele ser castigada, precisamente, por transgredir el orden moral que la mantenía sujeta a la voluntad del hombre-marido.
Revisitar el noir en estos teatros políticos de la televisión contemporánea abre las puertas a nuevos matices y repolitizaciones en la definición de los personajes femeninos. En primer lugar, para atender la diversidad demográfica de las audiencias de hoy, no será raro encontrar mujeres protagonistas, cuando en el noir eran criaturas importantes pero secundarias. Ese es el caso de Homeland, con la agente de la CIA, “Carrie Mathison”, y Scandal, con la intrépida abogada y “fixer” de regueros políticos, “Olivia Pope”. Aunque pudiera argumentarse que ambas estrenan nuevas vestimentas en la representación de la mujer desde la pantalla chiquita, ninguna de las dos se acerca a la radicalidad de la protagonista de The Fall, otro serial que no he traído a la discusión porque se sale de la dimensión política que me interesa. En The Fall, la enigmática superintendente de detectives de la policía irlandesa, “Stella Gibson” (interpretada por una extraordinaria Gillian Anderson), emplea todo un repertorio de insinuaciones tibias y sexualidades crípticas, tan difíciles de catar como lo son las motivaciones del asesino en serie que persigue como parte de la trama. Toda una temporada pasó, y esta mujer aún queda irresuelta, como un glorioso misterio. Con apenas tres momentos donde pone voz a sus motivaciones, en toda la serie, Stella Gibson se perfila como la heroína más hardcorosa del firmamento televisivo. Síganle la pista.
Las chicas de Homeland y Scandal, aunque comparten niveles de asertividad, no vienen empacadas con un mismo ojo explotador. Si Carrie en Homeland es retratada en toda su vulnerabilidad, aun cuando está en control, el encuadre de Olivia Pope en Scandal resulta ser más fiel a las convenciones estéticas de la mujer fatal, aunque, contrario a las mujeres malas del noir original, a ella le asignan llevar el “white hat” de la justicia, como tantas veces cacarea a lo largo de dos temporadas.
La racialidad del personaje de Olivia complica el trabajo de los escritores en el minado campo sociocultural de Norteamérica. Le han tenido que inventar trasfondo de excepción, evadiendo pobrezas atrofiantes, para justificar lo que a la audiencia podría parecerle inverosímil: que una mujer negra tenga la sagacidad y poder de convocatoria para imponerse en un mundo dominado por hombres blancos. Scandal maneja un feminismo intermitente, pues por más rol de jefa que asuma la Pope, la cámara insiste en retratarnos al objeto sexual, en este caso, con el double whammy del “exotismo” chocolatoso. El resto de los personajes femeninos en Scandal van moviéndose hacia la región fatal de la reina Pope. Olivia, en ese sentido, re-fataliza al resto del elenco con su encanto, llevando el noir a un sitio donde nunca antes llegó, sin que fuera obligación de rigor castigar a los “caídos”. La producción se ha esmerado en cambiar maquillajes y vestuario según los personajes van siendo “des-nerdificados” y “re-fatalizados” para satisfacer el ojo camp de la audiencia.
La fatalidad de “Olivia Pope” comparte créditos con la de la Primera Dama, “Mellie Grant”. Si a Pope hay que inventarle un “backstory” de hogar fracturado por la tragedia y autoridades patriarcales retadas, a Mellie nos la justifican desde la violación brutal, cortesía de su suegro. Lo que resulta problemático aquí, es la caracterización de la mujer independiente como una anomalía patológica, que tiene que ser explicada con pasados estrambóticos que servirán para darle sazón a la trama pero terminan ratificando la postura reaccionaria.
Homeland no se queda atrás en su patologización de la mujer independiente, inventándole a su heroína la enfermedad mental de turno, en este caso una severa bi-polaridad. Al menos aquí, la patología sirve para aportar una interesante metáfora del mundo del espionaje y de la falta de certeza moral en las premisas bajo las cuales opera. En la temporada más reciente, el desapego de Carrie a su embarazo no queda planteado como una extensión de su patología —a Dios gracias—, sino que sirve para una muy convincente defensa del derecho de la mujer a escoger su función social, siendo la maternidad una opción y no un deber sagrado. El asunto parecerá pedestre, pero en el clima misógino del fundamentalismo cristiano con poder político en Estados Unidos, el comentario adquiere particular relevancia.
Por momentos, Homeland usó la química de sus dos antagonistas, la agente de la CIA y el infiltrado musulmán desde la figura del héroe militar norteamericano, para representar una relación de horizontales, donde la fatalidad no es condición inherente a ninguno de ellos, sino una circunstancia externa, propia del teatro de guerra e inteligencia que les rodea, y que en alguna medida, reaparece en las convenciones de matrimonio, familia y pareja. Es esa vida convencional la que aparece fatalizada aquí, contrario a la tradición del noir que la exalta como referencia virtuosa; es una vida de deberes que parece quedarse corta frente a la excitante y venturosa posibilidad de andar sin residencia fija, asediados por el constante riesgo. Por supuesto que el “show”, muy moralista al fin, luego de tentar a la audiencia con la idea de escapar vicariamente junto a la pareja protagónica delincuente, termina castigándolos y castigándonos con su definitiva separación.
The Americans es todo horizontalidad en la representación y efectivo funcionamiento del matrimonio arreglado de espías soviéticos fungiendo de americanos, esa compenetración es para ellos un asunto de vida o muerte. La femme fatale del noir es desplazada aquí a la pareja fatal, su doble vida actuando de metáfora de las fantasías de la audiencia que se entretiene con ellos librándose de sus propios convencionalismos (la promesa incumplida de Homeland). El tema de salvajes pasiones, ocultas en el corazón de la aparente docilidad del suburbio norteamericano ha sido uno de los giros novedosos del cine de los ochenta y principios de los noventa que coqueteó con el noir (pienso en David Lynch aquí). Que este programa se ubique temporalmente en los ochenta plantea paralelos estéticos con el rescate del noir que se dio en esa época, y que coincidió con un Ronald Reagan reviviendo la era del conservadurismo de Eisenhower, y con el clima de represión que intentaba poner en cintura a los hijos de la revolución sexual.
Que las tensiones entre la antigua Unión Soviética y los Estados Unidos sean retomadas aquí en formato de cuento erótico es quizás la parte más efectiva en cuanto a utilizar las convenciones del noir, y su autóctono morbo, para re-articular el comentario político. Hasta ahora los protagonistas transgresores en The Americans no han sido castigados severamente, y mientras tanto, quiere uno pensar que la irresolución de sus vidas, en el lapso entre temporadas, evitará tomar posturas morales, o peor aún, ajusticiarlos políticamente, en predecible ratificación del supremacismo norteamericano. Cruzo los dedos.
House of Cards es otro vehículo para mostrar parejas en relaciones equitativas. La “Claire”, y nueva reina de hielo, interpretada por Robin Wright, y su marido “Francis Underwood” (Kevin Spacey), comparten en estilo y caracterización los más convencionales atributos de la mujer fatal. Provoca el que este formato aparezca en medio de un escenario de pareja relativamente convencional, con todos los elementos asociables a la normalidad de la afluencia “bohemian/bourgeois” de las elites urbanas norteamericanas. Más perversa aún es la ocupación, moralmente celebrada, que le asignan a Claire. La fría e impredecible Claire es nada más y nada menos que una activista/gestora de mejores abastos y redes de distribución de agua para comunidades pobres alrededor del mundo, es decir, estamos hablando de toda una Madre Teresa en tacones de Louboutin. Esta relocalización de la mujer fatal al formato justiciero de las fundaciones bonafides es parte del tono sarcástico con el que se desarrolla la trama de la mano del maestro ironizador Kevin Spacey. Juntos, Claire y Francis, son el matrimonio fatal. La naturaleza romántica de su relación sigue teniendo un lado enigmático, aunque queda claro al cierre de la temporada que les une el mismo instinto depredador.
La fatalidad no es exclusiva a la pareja protagónica de House of Cards. Según otros personajes, como sería la cachorro de femme fatale “Zoe”, periodista y amante de Spacey, quien empieza a complicar la trama con su dosis de frialdad calculadora y un backstory que está a punto de redimirla, en típica moda noir, pero que no acaba de ser revelado a la audiencia, hasta nuevo aviso.
Los malabarismos, manipulaciones y desengaños que manejan los protagonistas de House of Cards, comparten muchas más características con los personajes femeninos del “noir” que con la estética de rufianes de la época de oro de este cine. Es como si en el fondo, lo que observamos en esta representación de los juegos duros de Washington es la feminización radical de toda forma de negociación o lucha por el poder. Dado que los personajes están sujetos a autoridades superiores a ellos, su agencia, si pretende ser exitosa, tiene que articularse de manera indirecta, sin el puño frontal, mucho más en sintonía, por así decirlo, con la trayectoria de la mujer mala, que a fin de cuentas, es víctima de un poder que la posee de principio a fin.
A manera de comentario final, digo que no estamos lejos del clima regulador de los cuarenta y cincuenta. Que esta producción artística reciente se inserta en una lógica tan comercial como la de las décadas que dieron origen al noir; que las audiencias tienen botones y dispositivos activables, para bien o para mal, y que van a ser utilizados; que hay talentos de escritores, directores y productores progresistas explotando las ansiedades de sus audiencias; que lo que vemos es la suma de ideas, de las cuales algunos pedazos, muy efectivos en su capacidad transgresora, tienen que todavía ser abordados con cuidado, enunciados paulatinamente, cosa de no enajenar a su público.
Mientras las tensiones existan, entre públicos curiosos y escritores morbosos, entre momentos políticos que se suceden con tal prisa que no pueden ser digeridos antes de que los asesine el ciclo de la noticia, y la sensación de que el presente es una restitución del pasado, existirá terreno para la tradición del film noir, aunque ahora la trama ocurra a plena luz del día, la mujer fatal vista los mahones del novio, y lleve la maranta típica de la que se acaba de levantar a un mundo que sigue en manos de hombres blancos con muy malas intenciones.