No te rías
“Joker” y Chicuarotes: dos filmes que utilizan como referente a la sociedad actual para enseñarnos la vulnerabilidad de quienes han sido lacerados por los estigmas, tomando como eje de partida el arquetipo junguiano del “bufón” o del bromista enmascarado. En “El Bromas” (Todd Phillips), ocurre desde la mirada de la psicosis: en “Chicuarotes” (Gael García), desde el espectro de los marginados. En ambas películas, los personajes principales transitan con un poco de tinta blanca en sus rostros, incluso cuando ya ha desaparecido la magia del espectáculo y se encuentran imbuidos por una realidad que sabe a devaluación, a crisis económica y a maltrato. Es un desliz de tinta indeleble que apunta a sus carencias. O subraya que todos tenemos algo de mascaradas.
Mientras Gabriel Carbajal refleja magistralmente la languidez de la carencia y la orfandad en su personaje de Moloteco, Joaquín Phoenix (Arthur Fleck) busca desesperadamente modelos paternos para poder construir su existencia; lástimosamente, consigue hallarla una vez sus emociones están en punto de ebullición. De otra parte, el huérfano de Moloteco transita sereno, sigiloso; con un aire interno de bondad que contrasta con su imagen aquiral, representado por el avivado de Cagalera (Benny Emmanuel), también carente de un padre estable y con una madre ya a punto de sucumbir por sumisión al maltrato.
La oportunidad de observar ambos filmes, en contrapunto, permite la reflexión sobre la función innegable de la figura de los progenitores en su identidad, en esos precisos años que se mueven los hilos rojos de nuestras decisiones inconscientes. En los estigmas por condiciones mentales. En la vecina, la cuñada y el hijo que se mofan de una señora mayor, olvidando los deslices de su DNA y los derechos de la tercera edad. En el compañero de trabajo burlón. En la trabajadora social que le indica a la madre que “hasta que no violen a su hija”, no la llame”: después la premian como directora en esferas. En el menor de los siete hijos del vecino cristiano que abusaba de niñas y varoncitos. En la maestra que también se aprovechó del estudiante escolar, alias “amor”, y todavía le afecta: la ley no caduca. En el sacerdote “juzgador” que calló aquel maltrato en un colegio. En aquellos programas de televisión del culto a Debord que no escatiman en apropiarse del dolor ajeno.
Denunciar estos males sí tiene su resultado: hemos visto al “karma” -o la ética- ejercer su efecto. No nos intimidemos por aquellos como Thomas Wayne, capaces de reducir a “payasos” a quienes, por destino o falta de suerte, no han logrado trascender más allá de las condiciones de un ciudadano “normal, común y corriente”.
A fin de cuentas, ¿quién será premiado? ¿El que vive categorizando y minimizando a los demás o el que siembra? “Regocíjense y alégrense, porque la recompensa de ustedes en los Cielos es grande”.
Bienaventurado el que reirá al final.