Nuestra mediocracia puertorriqueña
Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar, para vincularnos a una parte mayor de humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un incesante afán de elevación hacia ideales definidos.
–José Ingenieros
El secreto consiste en esforzarnos sólo un poquitito, todo el tiempo.
-Carmen Rivera Tirado (Tía Carmita)
Semanas atrás la periodista Wilda Rodríguez publicó un artículo en El Nuevo Día en el cual describía como la clase política puertorriqueña se nutre de tanto personero mediocre, quienes de la noche a la mañana se piensan capacitados para regir los destinos del país, como si se tratara de una especie de iluminados. Al detenerme a pensar sobre esos caracteres, que de súbito llegan a creerse una especie de híbridos entre estrellas de cine y premios Nobel, recordé un texto del ensayista italo-argentino José Ingenieros que leí hace mucho. Se titula, El Hombre Mediocre1. La columna de Wilda me empujó a releerlo para buscar luz sobre la interrogante que hace tiempo me preocupa de hasta qué punto podemos afirmar que la clase política puertorriqueña (la cual ella muy bien caracteriza), es representativa de la mayoría de nuestros conciudadanos. Es decir, ese tipo de personajes: ¿son una especie de listos que se aprovechan del pueblo engañándonos; o constituyen una buena muestra estadística de las actitudes de nuestros paisanos?De entrada, debo señalar que no contaba con una idea clara, tal vez por razones muy personales. Me explico. Me gradué de escuela superior como parte de una clase graduanda de unos 300 estudiantes con distintas habilidades y personalidades. De ese amplio grupo, había uno fácilmente identificable como, seguramente el más tarado, desvergonzado e indolente, cuyo nombre me reservo. Para sintetizar, en el lenguaje que él tanto admira pero no habla, un ejemplo claro del estudiante “less likely to succeed”. Sin embargo, de todas y todos los que nos graduamos juntos de secundaria en aquella primavera del 1982, el único que se convirtió en legislador (revalidando en un par de ocasiones) fue el susodicho.
Lo triste es que no se trata de un caso de superación personal, pues los noticiarios evidencian que sigue siendo el mismo tarado, desvergonzado e indolente de antaño; pero en cierto modo, no por ello deja de ser el más exitoso de todos nosotros. Mi ex-compañero de clase es uno de esos que describe la citada periodista que andan por ahí creyéndose una maravilla, opinando y tomando decisiones sobre asuntos que no entienden. Pero, como ella también aclara, la culpa no es sólo suya. Al ahora “Honorable”, le llueven los amigos y las reverencias de quienes de frente le ríen las gracias, mientras a sus espaldas continúan burlándose de él. Por su parte, supongo que francamente se siente merecedor de esa admiración, porque en cuanto a esos atributos llamados talento, mérito y carácter, él sí que ha sabido hacer más con mucho menos. Por eso, seguramente mi ex-condiscípulo también se ríe de todos nosotros a nuestras espaldas.
Resulta lamentable admitir que esa historia no se limitó al perla de mis años de secundaria. También he sido testigo de como de entre quines posteriormente fueron compañeros de clases durante el bachillerato y la escuela de Derecho, los que terminaron ocupando destacados puestos políticos en el país, en su mayoría no han sido los mas esforzados, visionarios o éticos, sino los burdos oportunistas. Esa ha sido mi experiencia sistemática. Hay valiosas excepciones, lo reconozco. Pero las excepciones no hacen más que confirmar la regla; como para estrujarnos en la cara la sentencia de Víctor Hugo respecto de que el éxito es cosa repugnante, pues suele engañarnos con su falsa semejanza al mérito.
Me pregunto: ¿cómo es que esa situación se repite con tanta frecuencia? ¿Cómo es que tanto y tanta mediocre terminan siendo las personas seleccionadas para dirigir el país? ¿Acaso no será que la mediocridad gobierna, porque la mediocridad elige?
Según Ingenieros, la psicología de la mediocridad se distingue por la incapacidad de la persona de concebir y fijarse un ideal, una meta superior; pues no se está dispuesta a los compromisos, esfuerzos y sacrificios que ello conlleva. La mediocridad llama a vivir una vida indistinguible inmersa pasivamente dentro del rebaño, carente de iniciativas, o de riesgos, y con su mira siempre puesta en el pasado. Los mediocres aborrecen el cambio, son cobardes ante la injusticia, y acomodaticios ante el poder; pues prefieren la comodidad y seguridad que les proporciona una situación de indignidad cobarde, a la incertidumbre y desequilibrio que representan otras opciones personales de comportamiento digno y valiente. La persona mediocre prefiere una y mil veces lo malo conocido que lo bueno por conocer. Sobretodo se sienten tranquilas y protegidas cuando se saben apoyadas por similares comportamientos de la muchedumbre con la que procuran fundirse. Estas no se dan el lujo del pensamiento independiente. Lo que adoptan como pensamiento propio, no son mas que las opiniones del colectivo, y las que le sugiere de tiempo en tiempo alguna moda ocasional. La persona mediocre es intolerante. Prefieren la rutina y la homogeneidad. Le perturban y temen a los idealistas y esforzados, pues les confrontan con su propia falta de destellos. El mediocre es un ser manipulable que felizmente se somete a la obediencia de los dictámenes sociales, pues no siente ni padece sino lo que le es dictado que debe sentir y padecer. Es una “sombra” de lo que puede ser, un mero “eco” que renuncia a tener voz.
Cualquiera podría pensar que no hay nada intrínsecamente perverso con lo anterior, pues después de todo, se trata de opciones personales y cada cual tiene derecho a vivir su vida como mejor crea. No obstante, Ingenieros nos previene de las consecuencias socio-políticas de la consolidación e imperio de tales conductas. En palabras del pensador argentino:
Cuando se arrebañan son peligrosos. La fuerza del número suple a la febledad individual: acomúnanse por millares para oprimir a cuantos desdeñan encadenar su mente con los eslabones de la rutina. Substraídos a la curiosidad del sabio por la coraza de su insignificancia, fortifícanse en la cohesión del total; por eso la mediocridad es moralmente peligrosa y su conjunto es nocivo en ciertos momentos de la historia: cuando reina el clima de la mediocridad, épocas hay en que el equilibrio social se rompe en su favor. El ambiente tórnase refractario a todo afán de perfección; los ideales se agostan y la dignidad se ausenta; los hombres acomodaticios tienen su primavera florida. Los estados conviértense en mediocracias; la falta de aspiraciones que mantengan alto el nivel de moral y de cultura, ahonda la ciénaga constantemente.
De tal modo, la mediocridad no es un problema individual de cada cual. Ello así, pues la mediocridad no se aísla, la mediocridad es gregaria. Se refuerza socialmente, se solidifica, multiplica y reproduce, hasta el punto de imponerse como un sistema. Como se dice comúnmente: Para la mediocridad siempre hay aliados. Por eso, nos advierte Ingenieros:
Aunque aislados no merezcan atención, en conjunto constituyen un régimen, representan un sistema especial de intereses inconmovibles.
Subvierten la tabla de los valores morales, falseando nombres, desvirtuando conceptos: pensar es un desvarío, la dignidad es irreverencia, es lirismo la justicia, la sinceridad es tontera, la admiración una imprudencia, la pasión ingenuidad, la virtud una estupidez.
Ningún idealismo es respetado. Si un filósofo estudia la verdad, tiene que luchar contra los dogmatistas momificados; si un santo persigue la virtud se astilla contra los prejuicios morales del hombre acomodaticio; si el artista sueña nuevas formas, ritmos o armonías, ciérranle el paso las reglamentaciones oficiales de la belleza; si el enamorado quiere amar escuchando su corazón, se estrella contra las hipocresías del convencionalismo; si un juvenil impulso de energía lleva a inventar, a crear, a regenerar, la vejez conservadora atájale el paso; si alguien, con gesto decisivo, enseña la dignidad, la turba de los serviles le ladra; al que toma el camino de las cumbres, los envidiosos le carcomen la reputación con saña malévola; si el destino llama a un genio, a un santo o a un héroe para reconstituir una raza o un pueblo, las mediocracias tácitamente regimentadas le resisten para encumbrar sus propios arquetipos. Todo idealismo encuentra en esos climas su Tribunal del Santo Oficio.
Desempolvar el referido texto, llama a reflexionar sobre si los problemas de Puerto Rico, mas allá de la crisis económica, y de la falta de poderes soberanos, no tienen su raíz fundamental en nuestras actitudes colectivas. En esa mediocridad generalizada que aborrece los cambios y condena la originalidad genuina, y por tanto, las oportunidades de progreso. No me refiero a falta de inteligencia, capacidades o talentos, las que en promedio abundan aquí tanto como en cualquier otro país; pues no seremos “La Isla Estrella” que vende la publicidad oficial, pero tampoco la bíblica Sodoma de escasísimos virtuosos. Se trata de nuestra actitud colectiva de parálisis ante las adversidades sociales, de nuestra paciencia inquebrantable y eterna. De nuestra incapacidad de abrazar el cambio y asumir los sacrificios que conlleva. De nuestra perenne apuesta a la derrota de lo nuevo. Nuestro continuo vagar entre la queja y la resignación, entre el pataleo y la desidia. Nuestro utilitarismo acomodaticio, servil y adulador. Nuestra crónica afición por la excusa, la autocomplacencia y el engaño. Nuestra devoción a lo fácil, al truco; nuestra ley del mínimo esfuerzo.
Pareciera que hemos construido un país donde son los mediocres los favoritos. De ordinario, son éstos los más populares, los que más disfrutan de oportunidades, reconocimientos y amplia exposición pública. Una sociedad donde tratamos el destilado de nuestras faltas, vicios y deficiencias, como si fuera perfume.
La mediocridad, como sistema, no premia la excelencia sino la vulgaridad; no reconoce el esfuerzo sino la listería. Tal vez por eso, tenemos el tipo de clase política que tenemos (salvo contadas excepciones), compuesta de los elementos más rancios, inútiles y retrógrados del país. Y es que el mediocre prefiere aquello que le hace sentirse adecuado dentro de su mediocridad y cómodo con su subsistir insulso. Esa satisfacción no la encuentra en aquellas cosas de naturaleza excelsa que lo confrontan contra su existencia vegetativa, sino que se la provee el énfasis en lo que entiende inferior y por debajo de la media. Donde reina la mediocridad, lo aplaudido y exitoso es la magnificación de lo común, de lo vacuo, de lo inmeritorio; pues ser original, como bien señaló Ernesto Sábato, es andar “poniendo de manifiesto la mediocridad de los demás.» Dice un refrán popular que “entre los ciegos, el tuerto es Rey”. Pero en el reino de la mediocridad es al revés; se trata de un mundo de tuertos, idólatras de la ceguera. Eso explica la forma en que votamos; la cual constituye uno de los mejores ejemplos de nuestra mediocridad colectiva.
En las mediocracias (que también suelen ser miedocracias), no triunfan ni sobresalen las personas esforzadas, audaces, talentosas, ni virtuosas, sino las demagogas. Aquellas que aprenden a cosechar de la mentira, los temores, los prejuicios y la intolerancia, en fin: de las bajas pasiones de la muchedumbre. Sólo ello nos lleva a comprender el porqué reiteradamente de forma generalizada continuamos eligiendo siempre a los peores para representarnos y gobernarnos. De alguna manera necesitamos saberlos ahí, para poder experimentar algún tipo de sentimiento de superioridad al señalarlos. Necesitamos hacerlos visibles y ubicuos para poder criticarlos, quejarnos y burlarnos. Para excusarnos y consolarnos, teniendo a quienes responsabilizar por nuestras carencias y desmanes. Para olvidar que es nuestra propia mediocridad, la responsable de nuestro empantanamiento colectivo.
- http://www.laeditorialvirtual.com.ar/pages/ingenieros_jose/elhombremediocre.htm [↩]